El principio de tolerancia. 27

(Capítulo 4. Errores contra la tolerancia

  1. Indiscriminación)

 

Y si lo observamos con la debida distancia, percibiremos que, en definitiva, aquella antigua palabra noble, y aquel noble concepto que designaba, tolerancia, ha venido prácticamente a significar y a usarse con el sentido opuesto al original. Sentido, además, contrario al que hoy mismo las democracias dicen afirmar para ese término.

Tras haber trabajado con eficacia inverosímil nociones salidas de la misma noción de tolerancia, como «inclusión», «compensación» y tantas otras, estas se han hecho con el control del campo. Y de mencionarse y necesitarse la palabra tolerancia para planear acciones que incluyan en nuestra sociedad a personas o manifestaciones culturales que hasta el momento no estaban incluidas, se ha pasado a considerar que esa «inclusión» es el principio de todo, y que todo debe estar señalado por algún elemento que al principio no esté «incluido» y que, en consecuencia, demande, necesite y por fin obtenga esa «inclusión». Si algo o alguien no contiene o expresa elementos sobre los que haya que ejercer esa acción positiva y deliberada de «inclusión», es decir, en las reducciones semánticas actuales, de «tolerancia», prácticamente se ha convertido en elemento sospechoso. Sospechoso de algo inconcreto, nunca bien definido, o a veces sí aunque no exactamente achacable a su persona, pero sí vagamente achacable, aunque sólo sea por indicios o por esa gangrenosa pertenencia a grupo sexual, étnico, racial, cultural o cualquiera de las mil caracterizaciones que las modernas inquisiciones han establecido.

El peor error en el que se podría caer sería el de reivindicar la condición de «mediano estadístico» (como dice algún autor introduciendo desde ese instante el humor) como una condición más a listar entre las condiciones necesitadas de tolerancia, que ya no significa casi más que peticionarias de subvención, en el mejor de los casos, y en el más grave pero muy frecuente, exigente de excepcionalidad jurídico-legal para su caso individual. Hablamos de «error» porque aplicamos inmediatamente la noción de que es necesaria una reparación del estado actual de las cosas; y no nos acercaríamos a esa reparación si extendiéramos todavía más la indiscriminación con que se aplican las acciones que lo son supuestamente de tolerancia hacia los que ahora mismo no se considera que las merezcan. En el occidente democrático hay  varias categorías de población que, de diatriba en diatriba, de reduccionismo en reduccionismo, de ignorancia en ignorancia (y de manipulación sexófoba a la antigua en manipulación sexófoba) se han consolidado como, precisamente, no merecedoras de tolerancia (y este término empleado torcidamente tal como estamos comentando). Lo pone de manifiesto, y ya entramos de lleno en el territorio en el que por fin se va a demandar tolerancia al lector de estas líneas, el territorio del humor exigente, una reciente broma del director de cine Terry Gilliam durante la presentación de su película «El hombre que mató a don Quijote». Y no mencionamos contexto muy deliberadamente, porque hay que comprender que estos contextos se han erigido siempre en excusa para los peores comportamientos de los enemigos camuflados de la tolerancia democrática. No importan los contextos. Importa si la tolerancia democrática es suficientemente robusta, independientemente de lo que haya a su alrededor, para reír, o apreciar, o simplemente permitir el humor, las sugerencias, la crítica y la denuncia de solemnidad hipertrófica que hay en esa broma. Dijo Gillian: «Ya no quiero ser un hombre blanco. No quiero ser culpado de todos los males del mundo: ahora me identifico como una lesbiana negra y mi nombre es Loretta. Soy una LNT: una lesbiana negra que está transicionando».

Traemos esta broma para concluir esta reflexión por lo que tiene de mención a todos los esguinces conceptuales de los que venimos hablando, y además casi como piedra de toque de nosotros mismos al escribirlo, y quizá del lector: pone a prueba en efecto la capacidad de aplicación de las conductas de tolerancia que venimos afirmando que son las que una democracia necesita si quiere seguir siendo democracia. No podríamos hacer el listado de todos los elementos que se ven aludidos en ese pequeño párrafo (tan Monthy Python, claro, conceptista casi como Quevedo), pero desde luego sí se pueden mencionar algunos que saltan a la vista: la tolerancia ha ido siendo entendida como aquello que debe aplicarse a quien no sea un «hombre blanco»: este «hombre blanco» es, evidentemente, expresión sinóptica de mil y una características que sólo se pueden ir descubriendo a medida que los acusadores sacan a la luz un nuevo caso, porque si empezó siendo una expresión que se refería sólo, por el entorno geográfico en que empezó a manejarse como arma, al blanco de origen anglosajón, dominante económicamente y casi seguro protestante, lo cierto es que en la actualidad se refiere a prácticamente todos los varones que no sean de origen africano o asiático (aunque algunos de estos también se incluyen). A ello se han ido añadiendo circunstancias y características ad hoc, en cada caso, según conveniencias. Al final, el hecho de que ese hombre blanco sea eso que se resume por escrito en la actualidad con la grafía cis- o más ampliamente «cisgénero», y tras ello, como dominó, toda la sintomatología condenada, como normosexual, etcétera, ha llegado a desembocar en que sólo con no contener alguna de las características de este ser, que ya decían las monjas carmelitas a sus alumnas de internado en los años 30 que probablemente era la reencarnación del Maligno, el varón, probablemente ya estás en condiciones de exigir «tolerancia» hacia tu persona o situación o condición (es decir, privilegios). Quizá existe un «hombre blanco» (no se detalla el grado de blancura) cisgénero, heterosexual, alfabetizado, al que un desalmado ha privado de su empleo el mismo día que un tranvía le secciona ambas piernas y además descubre que ese mismo desalmado ni siquiera había pagado seguros sociales por él; pero los que han secuestrado el discurso sobre la tolerancia y la han convertido en una indiscriminada siembra de compensaciones de condiciones personales, sí discriminan en este momento y por supuesto ese hombre blanco, parado, amputado, puede considerarse excluido de cualquier acción de la que ha llegado a llamarse tolerancia no siendo precisamente eso, sino una degradación del verdadero significado, como venimos viendo. Lo agrava el hecho de que para respaldar esa (ahora sí) discriminación se suele aludir a agravios del pasado, es decir, de dos o tres o quince generaciones antes, que los supuestos antepasados de ese hombre blanco parado y amputado cometieron sobre los supuestos antepasados de los que ahora no se suman a la petición de ayuda para el hombre en cuestión: hay problemas históricos que reparar ahora mismo, al parecer, en ese caso y en esa situación concreta.

Lo que termina de poner obstáculos para la reparación de esta situación absurda y perfectamente erosiva de la tolerancia que la democracia necesita viva y activa es el simple y elemental hecho de que casi todo el mundo conoce que casi todo el mundo está de acuerdo en la calificación de aberrante de esta situación, pero es casi imposible oír en público, y no digamos leer, descripción alguna de ello.