El principio de tolerancia 4

El principio de tolerancia. 4

(Condiciones de la tolerancia. Simetría. Cont.)

 

Si estamos de acuerdo en que la tolerancia es un valor fundamental de la democracia, no puede haber en una sociedad democrática personas o grupos a las que se permita expresar su intolerancia de modo político, es decir, públicamente, con consecuencias publicitarias y de predicación, y con capacidad institucional. Como es natural, expresar sus sentimientos, sus aborrecimientos personales o sus apegos, siempre dejando muy claro que lo hace como quien proclama su preferencia por un equipo de fútbol, puede hacerlo cualquiera siempre que le apetezca. Probablemente es más conflictivo de lo que da a entender la brevedad de la fórmula «preferencia por un equipo», pero es desde luego un derecho: si es complicado ponerlo en práctica, sin que esa práctica consista en esas características de expresión política, habrá que estudiar con más esfuerzo cómo ponerlo en práctica.

En todo caso, siguiendo con la ilustración que proporcionan los actuales movimientos migratorios, la sociedad de llegada o anfitriona (este sujeto es casi un eufemismo: puede tratarse de esa noción, colectiva por excelencia, o puede referirse a cada una de las personas, o a los responsables individuales de poner en práctica la política de inmigración, o de reglamentarla) debe haber pensado con detenimiento cuánto, cómo y hasta dónde va a ser tolerante con quien llega a ella, individual o colectivamente, y qué va a exigir de estos, o qué no va a exigir e ignorar, porque serán diferencias irrelevantes para la supervivencia de la condición de democrática de la sociedad. Probablemente es difícil, y hasta imposible, encontrar a un responsable político que formule expresamente de este modo el problema al que se enfrenta cuando le encargan la gestión de la inmigración; hay signos que apoyarían la idea de que en la actualidad el remilgo político ha vencido a la solvencia, y parece que se busca solamente el halago de ciertos grupos de presión antes que el éxito verdadero en la gestión, que puede ser sacrificada con tal de obtener ese halago. Pero puede que esté en ello la supervivencia de las democracias, de un modo mucho más profundo y riguroso de lo que algunos suelen creer: algunas sociedades democráticas ya veteranas suelen establecer, con mayor claridad que otras más jóvenes, ciertas reglas de supervivencia que al remilgo actual le pueden parecer duras; pero eso informará más que de la dureza supuesta de esas medidas, de la confusión que ese remilgo cultiva.

Hemos comenzado por la simetría como condición de la tolerancia porque si no se da esta simetría entre tolerante y tolerado, o anfitrión y huésped (y, en consecuencia, al darse se convierte cada uno en su recíproco, tolerado y tolerante) no se da un acto de tolerancia en absoluto. Si no se cumple la condición de visibilidad, puede seguir hablándose no obstante de un acto de tolerancia aunque, a efectos políticos, defectuoso en parte, pero válido a fin de cuentas, y no pone en peligro el armazón democrático. Pero si no hay simetría sencillamente no hay tolerancia.

Y ello da lugar a una amplísima colección de disfunciones e incongruencias. Agravadas por el hecho de que convivimos con ellas desde muy antiguo, y eso lleva a muchos afrontarlas de dos modos: o las aceptan como si no fueran tan graves y miran para otro lado, o las subrayan con colores chillones y las utilizan para predicar la imperfección de las democracias y su necesidad de aprender de los valores (no democráticos) que se ponen a la luz. ¿De qué modo las sociedades occidentales democráticas digieren la posibilidad de que ciertas niñas de 13 o 14 años sean dadas en matrimonio público y celebrado, como hacen ciertas culturas o subculturas o etnias o simplemente comunidades, mientras por otro lado condena y no con términos de relatividad, sino de valores absolutos (es decir, que deberían afectar también al otro caso) la pederastia, y no digamos la venta aunque sea encubierta o camuflada de seres humanos, o el tráfico de los mismos, o su uso como objeto mercantil?

Eso es consecuencia de una tolerancia no simétrica. Que se debe a la ignorancia política y a la defectuosa formación de los gestores y administradores, que les impide tanto entender que la tolerancia no es una mera oración a la diosa Isis, sino que consta de acciones y actos, y además que hay ciertos valores de los que no es posible abjurar, y que de hecho así proclaman ellos mismos en general, aunque parece que se olvidan cuando se trata de alguna ocasión particular en la que las expectativas electorales o ese simple caer bien en ciertos medios publicitarios se imponen, por ejemplo para poder vender lo tolerantes que son, y hasta lo solidarios que son, como veremos en El principio de solidaridad.

Obsérvese que la defectuosa acción previa al también defectuoso acto de tolerancia acaba de establecer una especie de jerarquía, torpe y equivocada, pero eficaz y muy operativa, que trae una cadena de errores casi sin fin a sus espaldas. Seguimos con la ilustración anterior: entre el valor de la protección a la infancia -que incluye, por ejemplo, el establecimiento de una mayoría de edad para poder casarse- y el valor de la tolerancia, a menudo se opta (pero ficticiamente) por este segundo: que hagan lo que quieran, lo que sus costumbres les dicten, lo que ellos mismos elijan, nosotros somos muy tolerantes, pero que muy tolerantes, parecen decir, y a veces dicen literalmente, las autoridades. En efecto, habrán «quedado bien» ante ciertos grupitos de presión, pero desde luego han colaborado de modo impagable con la erosión de la sociedad democrática.

 

Fraude de valor

Entendamos con la mayor precisión posible estas palabras: no nosotros, ni estas páginas, hemos decidido que la democracia tiene como pilar fundamental la protección de la infancia y todo lo que esto implica, entre otras cosas la prohibición de concertar matrimonios y menos todavía por debajo de cierta edad; y además no se trata de un dilema entre tolerancia y eso, sino un dilema entre tolerancia (que por definición tiene que ser simétrica) y un valor ficticio que se presenta con ese mismo nombre, pero que consiste en lo que podríamos llamar, inspirándonos en lo jurídico, fraude de valor:

Utilizan el nombre de un valor de la democracia para conducirse antidemocráticamente.

En la actualidad es este un fenómeno de tal frecuencia y extensión que su descripción no cabe ni en uno ni en varios libros. Pero además, insistimos, es que se trata de la propia democracia la que ha decidido mediante sus cauces formales que quiere proteger a la infancia de cierto modo. Podría haber decidido lo contrario, quizá, o podrían conjeturarse muchas más variantes. Pero ha decidido eso. Y quien quiere valerse de la democracia para disfrutar de sus beneficios decide que justo ese valor particular no va con él, y que lo incumple, o mejor todavía, lo que sucede en la realidad es que acusa a los gestores democráticos de la sociedad de incumplir con la democracia cuando a alguno de estos le da por señalar que puede que estén cometiendo una infracción al sacar a sus hijas del colegio a los doce años para casarlas a los doce años y medio. El enjambre de personalidades y grupos que se reúne inmediatamente ante los medios para defender el fraude de valor es suficiente para sospechar de la legitimidad de su causa, aunque desgraciadamente muchos lo interpretan al revés.

 

La simetría, en el caso de la ilustración que hemos mostrado, consistiría en que el grupo, digamos, tolerado, tolerase a su vez que tiene que prescindir de algo que es fundamental en aquella sociedad en la que aspira a integrarse: yo disfruto de tu atención sanitaria gratuita o de tus viviendas sociales o de tu enseñanza gratuita y a cambio yo dejo de comerciar con mis hijas en matrimonios de conveniencia no elegidos por ellas. Y muchos individuos, aisladamente, así lo entienden; pero son catalogados inmediatamente de algo parecido a «renegados», porque el simple movimiento natural de las cosas les lleva a romper con su guetización y a acabar viviendo como cualquier otro ciudadano, en entornos donde viven el resto de los ciudadanos de cualquier origen y cultura iniciales. El enjambre del fraude acude inmediatamente: así estás haciendo perder su identidad a una etnia (o cultura, o subcultura, etc.), dispersándola en modos de vivir iguales a los de todos los demás, desagrupados. La aplastante evidencia de que los judíos no perdieron su identidad cuando consiguieron vivir por fin fuera de guetos no es perceptible, por lo visto, para ellos.