El principio de tolerancia 5

El principio de tolerancia. 5

(Condiciones de la tolerancia. Simetría. Cont.)

La importancia de la simetría en la tolerancia política es tal que nunca dejará de estar presente, discurra el resto de la reflexión por donde discurra. Aparecerá, sin duda, cuando investiguemos otras de las condiciones, y los obstáculos a la tolerancia, y por supuesto los errores.

Cuando no hay simetría, ¿qué hay? Abuso. Y a menudo un abuso de muy difícil denuncia, entre otras cosas porque es prácticamente imposible incluirlo en ley alguna. Es muy principal del ejercicio democrático de la tolerancia, tanto del acto como de la acción, que en enorme proporción está compuesto por elementos de conducta que se sobreentienden. Se diría que no hay idioma, o por lo menos práctica, o quizá valor, para hacerlos explícitos. Es posible que, como sucede con todos estos poliedros de los principios democráticos, alguna de sus caras linde con áreas de la psicología o alguna otra disciplina que impida su completa explicación; pero tenemos que intentar llegar hasta el punto más lejano que podamos. Hay que sobreentender lo menos posible, porque la práctica nos enseña que casi nunca se sobreentiende lo que se cree estar sobreentendiendo entre varios.

El huésped, individual o colectivo, que decide que no quiere aplicar a su anfitrión, también individual o colectivo, la misma norma de tolerancia que este le está aplicando a él incurre como mínimo en un abuso, y a menudo en otras conductas no permisibles. Cabría preguntarse por qué sucede este abuso (evitando todo lo posible, como decimos, la cara que comparte esta reflexión con la psicología -clínica, por supuesto-), y si siempre se da igual y con la misma intensidad y, hasta donde se pueda escudriñar, si tiene siempre y en todos la misma causa.

Y pronto descubriremos que hay por lo menos dos grandes territorios humanos que invitan a despreciar la simetría de la tolerancia, territorios incluso enfrentados entre sí: esa forma especialmente despreciable de codicia que como mínimo en España recibe el nombre de «picaresca», por un lado; y en el extremo opuesto, la dogmática de una visión del mundo, que puede ser religiosa o puede ser política, y en ocasiones ambas superpuestas, que, como es natural, y como por casualidad, rebosa de argumentos para legitimar la conducta antitolerante, es decir, antidemocrática.

A primera vista se podría decir que esa «picaresca» nos importa poco en una reflexión de este tipo, porque se trata de nada más que una característica personal individual, psicológica por tanto, y que tendría que ver con la solidez o la fragilidad de una democracia tanto como el gusto de una persona por vestir de acrílico color cinabrio. Pero es un error pensar eso: una vez más habrá que repetir que, escribiendo en España, desdeñar esa picaresca como fuerza operativa de lo público es desconocer la sociedad española, o creer que esta está compuesta exclusivamente de lo que se contiene en sus leyes y en sus conferencias académicas.

La picaresca en España ha sido tan alabada, tan premiada con la aprobación bienhumorada de tantos, tan reída y hasta tan argumentada, que sería desviar completamente el tiro de esta reflexión si no se tiene en cuenta como elemento distorsionador de las relaciones entre los ciudadanos y el poder, y entre los diferentes compartimentos del poder, así como de los ciudadanos o grupos de ciudadanos entre sí. Esa especie de permisividad que es imposible no mencionar en cualquier reflexión sobre la sociedad española, y que ocupa sus párrafos en nuestra reflexión sobre la confianza, por ejemplo hacia el que incumple en alguna medida, de un modo vago, no muy claro ni muy extenso, sus obligaciones con la Hacienda pública, es casi siempre una expresión de esa picaresca. Y puede que eso sea lo menos grave, porque esa misma picaresca está presente en las reparaciones de aparatos no hechas del todo bien a menudo con la intención de dejar mal algo que pronto vaya a averiarse para obtener una nueva llamada y un nuevo ingreso como reparador; o en el obligar al comprador a llevarse la cabeza y la cola inútiles de un pescado si se quiere comprar el pescado, cabeza y cola también pesadas y cobradas; o, por no alargarnos hasta el infinito, cualquier versión de aquel viejo cambista de la fábula que de cada moneda que pasaba por sus manos rascaba el canto contra una lima y el polvo caía en un depósito que al cabo del tiempo reunía el peso de una nueva moneda. Hay amplísimos sectores de la población que se comportan así; es intrigante cómo puede convivir con ellos ese otro sector que cumple cuadriculadamente con sus obligaciones y no engaña ni sisa ni hurta nada a nadie, lo cual es evidentemente objeto de otro ensayo.

Sucede que cuando se aplaude el ingenio que ha mostrado un conocido al llevar a cabo una de estas (en general pequeñas, mezquinas) fechorías, en realidad se está ensanchando el territorio de la intolerancia, contra lo que pueda parecer al menos avisado: porque se está aprobando la excepción de una norma que vale para todos menos para mí, que es exactamente lo que se pone en juego cuando una sociedad anfitriona admite en un huésped costumbres diferentes a las que son generales en ella, pero este huésped no admite y combate las costumbres de la anfitriona que no casan con su codicia o con su dogmática. Porque evidentemente el pícaro nunca querrá que a él le tomen el pelo, o le sisen o le hurten nada, pero cuando él lo hace no sólo es correcto sino que hasta busca aprobación a su alrededor. Y a menudo la encuentra. Siempre hay grupos, en la actual Sociedad de los Remilgos, dispuestos a saltar a la máxima velocidad en defensa de lo que ellos creen verdad revelada a unos pocos (ellos) que los demás (nosotros) en nuestra cortedad histórico-dialéctica de miras, no somos capaces de ver. Y que menos mal que están ellos, abogados de los oprimidos, para defenderlos cuando nos oprimen. Ni siquiera décadas de enseñanzas acerca de la cómoda posición económico-social de la mayoría de los terroristas islamistas, casi todos de una sólida clase media capaz de enviar a sus hijos a estudiar a las mejores universidades de occidente, les ha servido para cambiar sus juicios.

Por supuesto: porque hemos pasado a contemplar el otro territorio, se diría que enemigo de ese de la picaresca: el de la dogmática, religiosa o política o ambas. Como acabamos de ver, el grosero beneficio individual y las altas miras ideológicas no están tan lejos, por lo menos cuando se ponen en duda las ganancias del uno o del otro.

Los enemigos de la tolerancia simétrica por causa de una dogmática son incluso más difíciles de situar: en general, son aquellos a los que, después de haberse planteado los primeros conflictos, se les podría preguntar: si sus principios, normas, ritos y dogmas le obligan a usted a ser tan combativo con esta sociedad que es su anfitriona, ¿por qué ha venido a esta sociedad y no ha ido a otra en la que todos acepten vivir según las normas que usted ha traído?