El principio de tolerancia 6

El principio de tolerancia. 6

(Condiciones de la tolerancia. Simetría. Cont.)

Pero sería un error enfocar las reflexiones sobre la tolerancia como valor fundamental de la sociedad democrática en función del problema acuciante, cuando se escriben estas líneas, de la inmigración o, en general, de las emigraciones. Por supuesto que volveremos a tratar con ello, pero no hay que perder de vista que ese, con ser un problema de hoy, no es un problema estructural de las democracias avanzadas.

Una democracia no necesita para serlo un permanente problema de inmigraciones. Esto está sucediendo ahora mismo, pero dejará de suceder, como ya hemos visto en otras ocasiones en años cercanos, en que todo se ha arreglado aparentemente en cuanto las sociedades o Estados de llegada, y sobre todo la española o el Estado Español, ha nutrido de fondos en metálico a las sociedades o Estados de salida. El complejísimo problema al que nos referimos tiene sus propios estudiosos y se lo dejamos a ellos. En cuanto a la tolerancia, hemos usado estas ilustraciones brevemente, pero será un error creer con ello que el de la tolerancia es un problema ligado al asunto emigratorio: sólo eventualmente lo es, porque en realidad, en el mundo de las hipótesis, podría haber una democracia xenófoba, o radicalmente intolerante con modos de vida, ideologías, costumbres y culturas ajenas exteriores, pero seguiría siendo democracia.

 

La democracia perfecta y la democracia real

Se hace inevitable detenerse aunque sea brevemente en la observación de esta especie de combate que, entrado el primer tercio del siglo XXI, parece querer adueñarse de la reflexión y también de la práctica política, aunque resulte al final que solamente se adueña de ciertos sectores.

Intentamos con estas reflexiones sobre la confianza, la tolerancia y otros valores, examinar en qué deben consistir, o qué componentes deben tener los cimientos de las democracias liberales y evolucionadas. Habrá que insistir una vez más, y lo haremos en el futuro también, que esto no incluye ni una intención prescriptivista ni una propuesta moral: queremos que al final el lector pueda decir de nuestras reflexiones lo mismo que diría si ha leído unos párrafos acerca de por qué conviene que, si le quieres llamar bicicleta a cierto artefacto, ese artefacto tenga dos ruedas, y probablemente un sillín y un manillar, pero incluyendo que pedales puede tener o no, según se quiera esta modalidad o aquella, o marchas, o bandeja, etcétera. Y no por ello esos párrafos excluyen la posibilidad de que el lector elija mejor un triciclo, o un monociclo o incluso ir a pie. Nuestro examen es sobre esa democracia liberal avanzada y lo que ella misma dice y quiere de sí misma: si es así, observamos y creemos, el ejercicio de la tolerancia en ella convendría que fuera de este modo y de este otro, descartando esos otros modos, que entonces acabarían con la democracia misma.

Entendido eso, extiéndase a los siguientes párrafos. Es sabido que, por las complejas causas que en parte se conocen, la última década ha visto el afloramiento espectacular de fenómenos políticos, o que por lo menos se quieren políticos, que se agrupan bajo el nombre de populismos. Es propio de estos el autodefinirse como de la gente, presentarse como un igual de los espectadores pasivos cuyo voto solicitan. Es paradójico que en todos los casos, y sin excepción, se trata siempre o de figuras individuales que podrían fácilmente adscribirse a las listas de potentados del mundo, o de grupos de élite (universitaria o empresarial, por ejemplo) financiados siempre ocultamente por grupos internacionales o estados ajenos de un modo tan tosco que casi produce bochorno ver cómo alguien puede reclamarse popular y avanzado usando esos mecanismos plutocráticos y anacrónicos que recuerdan siempre al tópico oro de Moscú. Naturalmente, es nulo lo que unos u otros, personalidades individuales o grupos de élite con retórica popular, pueden contribuir al desarrollo y la mirada hacia nuevos horizontes de las democracias.

Los primeros, como magnates que aspiran a ser o ya lo son (pero quieren más), hacen siempre evidente que buscan exclusivamente su beneficio personal, en general económico, pero muchas veces no económico, sino de orden afectivo, evidentemente patológico. Los segundos no presentan un engaño tan fácil de ver a primera vista, entre otras cosas porque por eso, para ocultarlo, se han constituido en grupo. Pero, sin excepción, hay siempre una persona, o dos, o un grupo limitado en todo caso de personas que son el núcleo habitualmente fundador de ese grupo, que son las que al final acaban comportándose como si fueran uno de esos magnates que montan todo el circo político a su alrededor para su exclusivo beneficio. Personalidades individuales, camarillas, grupos alrededor de ellas, o partidos políticos de nueva fundación y todos afirmando su condición de gente hay, a estas alturas de siglo, suficientes como para examinarlos y concluir que ni uno solo se libra de la anterior condición.

Especialmente estos últimos, los grupos pre-partidos (asociaciones ciudadanas y similares) y los partidos que se inscriben y se presentan como tales, han hecho de la enmienda a la totalidad su programa político. Lo que tenían por programa al principio, lo que presentaban como tal, rara vez lo era ni lo es: siempre es una lista de quejas, una denuncia en ocasiones pormenorizada y hábil de las cosas que andan mal, o de problemas que no se resuelven adecuadamente, o manifestaciones de injusticia particulares, más o menos frecuentes. Y es característico de estos grupos que de cada una de sus denuncias extraen la conclusión de que esta sociedad no es democrática. Son conocidos, por frecuentes, los casos en que los desahucios de viviendas por causas varias (en general, impago de alquileres) reúnen a militantes en el entorno de esas viviendas en ocasiones para tratar de impedir tales desahucios, o en todo caso para dejar clara ante los medios de comunicación su ya conocida postura: esto no es una democracia, en una democracia no se desahuciaría a nadie (resumiendo). Estos casos, por el dolor humano que incluyen, son los más populares y conocidos; pero se da igualmente la proclama acerca de cualquier reivindicación particular de asunto y tema particular que en cada caso merezca la atención de los que protestan: en una democracia de verdad no habría caza; o los gallos no violarían a las gallinas en los corrales; o no habría centrales nucleares; o no habría uso alguno de energía nuclear; o no habría un maestro de primaria absentista como en el colegio de mi hijo; o no habría colas en la atención primaria sanitaria; o no habría empresarios corruptos; o no habría funcionarios negligentes; o no habría baches en las carreteras.

Ni uno solo de los casos mencionados es fruto de nuestra invención, como muchos lectores sabrán.

Y en todos ellos hemos leído a continuación «luego esto no es una democracia».

¿Una democracia no es una democracia porque en ella haya problemas, o porque los haya en esa sociedad, o entre las personas que la constituyen? Esta puerilidad, que por cierto se maneja como si fuera una seria y profunda tesis política, procede de las ideologías utopistas, como es visible. Y podría caber la posibilidad de plantearse que también es hija de la mera ignorancia, la ignorancia material de casos de la historia, el desconocimiento de personas y sociedades. No tanto de los dirigentes que llevan así a grupos espontáneos de «micropresión» (esos cien o doscientos que acosan a los policías encargados del desahucio, por ejemplo) a trabajar para intereses que creen conocer pero en realidad desconocen, como de las mismas gentes, los votantes, los militantes, los simpatizantes que son lanzados y se lanzan gustosamente a combatir por una sociedad más democrática, supuestamente aquella en la que el Estado de Derecho y el imperio de la Ley no se cumplan, o se cumplan sólo cuando es de mi gusto o de mi conveniencia.

Habría que ser rotundamente claros con esto: una democracia no es la perfección de una ilustración de libro de religión de Primaria hecha realidad. Una democracia es simplemente un modo de organizarse políticamente para decidir sobre los asuntos colectivos, modo que presiona menos que cualquier otro modo sobre las vidas individuales, y que se basa en leyes que afectan a todos, incluido al poder, al que limita en ámbito y en tiempo. Y, a partir de ahí, las variantes que se quiera, o que las mismas sociedades decidan darse, pero sobre la base de no alterar ciertos principios y valores, el primero de todos los cuales es el imperio de la Ley.

¿La democracia noruega es menos democracia o no es democracia porque no tolere las corridas de toros? Eso podrían decir los grupos políticos populistas taurófilos. Pero quizá se vea más claro que una democracia lo sigue siendo tanto si prohíbe las corridas de toros como si las tolera.