El principio de tolerancia 7

El principio de tolerancia. 7.

(Condiciones de la tolerancia. Simetría. Cont.)

Desgraciadamente, va produciéndose la impresión de que la democracia liberal va asociada a un modo individual de comportarse, incluso a una población con un nivel de conocimientos o de eso que antaño se llamaba «cultura general» que, es fácil observarlo, los sistemas educativos consecuentes a la Escuela Comprehensiva han ido laminando y evitando que anidaran y crecieran en las sucesivas generaciones. La mayoría de los dirigentes políticos de la actualidad parecen apuntarse con gran entusiasmo a las proclamas contra cualquier cosa, y contra el sistema político en general, sobre la base de que si algo no es perfecto (según el modelo que cada uno tiene de esta perfección), sencillamente no es.

Esto se parece demasiado como para resultarnos cómodo al perfil psicológico del niño consentido y criado sin contrariedad alguna, desconocedor de todo lo que no sea la parte del mundo que le han puesto a su servicio. No es una excepción el ministro o la ministra que sencillamente reclama silencio o directamente manda callar al político del partido de la oposición que ha manifestado su desacuerdo con alguna medida del ministro o ministra; no es tampoco una excepción el político de oposición que expresa enérgicamente su rechazo a la primera medida de las puestas en práctica de un paquete de medidas anunciado para la resolución de cierto problema, sólo sobre la base de que esa primera medida no es todas las medidas a la vez. Se diría que ninguno ha conocido la realidad de coleccionar vías del tren de juguete poco a poco, a medida que se podían ir comprando, y que vienen de una infancia en la que sólo han dejado de llorar cuando le regalaban todas las vías posibles a la vez y ya montadas.

¿O no? De nuevo el indecoroso psicologismo nos acecha, pero probablemente es un señuelo. La degradación del oficio político a principios del siglo XXI es tal que en él cabe cualquier versión de la inmoralidad y por supuesto del delito. La estafa intelectual, la flauta de Hamelin, es lo primero que en la actualidad se puede esperar de cualquier alto cargo partidista. Muy probablemente ellos ni siquiera son así, pero saben que la mayoría de la población, ya trabajadas tres o cuatro generaciones por la tortura de esa escuela comprehensiva, despojada, pues, esa población de los conocimientos a los que tenía derecho y de la formación de carácter que se suponía que era el compromiso de los sistemas educativos, presenta cierto perfil de personalidad que A) de ninguna manera podría aguantar los argumentos que se daban en política hace treinta o cuarenta años, y la abandonarían como seguidores y hasta como votantes si se les ofrecieran, y B) sufren las secuelas como de cierto tipo de programación que les obliga a responder sí exclusivamente en el caso en el que les hablen bien de ellos mismos.

Todo ello se reúne en la polaridad que hemos señalado en este epígrafe, entre una ideal «democracia perfecta» y la real «democracia real»: esta última incluye que cada persona tiene que sacar adelante su vida, y que hacer esto es sencillamente sinónimo de esfuerzo y de consumo de energías, y dolor y cansancio: y junto a ello, la cultura o la civilización en todas sus versiones y variantes desde el amanecer de la Historia ha ido creando una red de conceptos y, cuando ha podido, de acciones, para paliar ese cansancio y para hacer la posible la vida de cada uno por la vía de hacer posible la de todos, obligados a colaborar y a observar y comprender el mundo no ideal ni infantil, y para asumir que así como cada día puede traer nuevas satisfacciones, lo que sin duda va a traer son nuevos problemas, y que eso no significa que la sociedad colaborativa sea un fracaso, sino un modo de afrontar todo eso, y probablemente el mejor (y muchas y algunas muy recientes investigaciones paleoantropológicas parecen confirmar que esta colaboración fue fundamental para la supervivencia de comunidades humanas pre-culturales o, más bien, que esa colaboración era el fulminante que ponía en marcha una civilización).

Dicho de otro modo: ¿acaso alguien puede llegar a creer que es posible la vida sin conflicto? Una vez más, se da la paradoja de que la mayoría de descontentos con la democracia liberal, los enmendantes a la totalidad que esgrimen la existencia de conflictos dentro de la sociedad democrática como fundamento de su rechazo a la misma, son, por lo menos mientras se escriben estas líneas, militantes o simpatizantes de posiciones políticas originadas en los partidos antiguamente revolucionarios de base marxista. Deberían arreglar ellos esta paradoja, pero es muy de temer que no lleguen a arreglarla, porque para ello (bien lo saben sus dirigentes y sus líderes de queja) tendrían que tener esta información, de la cual les ha privado un sistema educativo hecho a tal efecto.

 

Conflictos, democracia y simetría de la tolerancia

Aceptado que no es posible la democracia (ni nada) sin conflictos, y que, en realidad, una sociedad que aparente no tener conflictos es algo que está más allá de una sociedad muerta (recuérdese el caso del Ciudadano X en la Unión Soviética: como era la sociedad perfecta, no podía haber en ella asesinos, de modo que no se investigaban los asesinatos, y en consecuencia los de cierto asesino iban en aumento en total impunidad), habrá que ser muy cuidadosos al diagnosticar que cierto conflicto que se esté dando convierte la democracia en la que se está dando en una «no democracia». Propuesta especialmente dura y difícil de seguir o poner en práctica o probar por parte de sociedades como la española, y algunas afines que, a causa de su historia peculiar, y de la presión ideológica del racismo norteeuropeo y a menudo anglosajón, ha terminado por asumir como si fuera cierto que está compuesta por gentes de genética inferior, incapaz de conseguir individual pero sobre todo colectivamente la perfección que han conseguido hace ya tiempo sociedades que, no se sabe exactamente por qué, se consideran a sí mismas «de genética superior» (porque nunca confesarán que sienten así, en la actualidad, salvo algún líder regional español se diría que eximido por nacimiento de cualquier sanción como la que caería a cualquier otro que dijera cosas similares). Hay, muy para mal, una idea ya añosa pero todavía muy vigente, de la perfección de las sociedades, por ejemplo, nórdicas, que está ensuciando cualquier consideración serena que se pueda hacer al respecto de las «sociedades perfectas» y su imposibilidad de existencia. ¿Cómo que imposibilidad de existencia? Está Suecia, está Noruega, está Dinamarca… Es tal el infantilismo de esta postura que por eso mismo no llega ni a construir argumentos corroborables o, en popperiano, «falsables»: se da por hecho. ¿Es necesario para el lector de estas líneas que mencione los espectaculares casos de, por así decirlo, «imperfección» de esas sociedades que en los últimos años han ido saliendo a la luz? Desde los atentados masivos puramente ideológicos y a manos de (nunca habían admitido que los albergaran) neonazis, hasta bochornos de arrogancia reconocidos al final muy a duras penas y por muy pocos, por ejemplo relacionados con la defensa y las medidas adoptadas contra el COVID19, diferentes a las de todos los demás por conciencia de superioridad, y al final corregidas por su fracaso, y mil y una otra circunstancias relacionadas con (no la legislación, sino) la realidad material de la sociedad a pie de calle en cuanto al maltrato de género, con las cifras más altas de Europa, o los malos tratos y los abusos a la infancia en hábitats dispersos de aislamiento frecuente, o sus servicios de seguridad descontrolados…

Ni siquiera estas realidades, que ya no son conocidas sólo por unos pocos privilegiados, sino que están al alcance de cualquiera incluso a través de ficciones dramáticas populares (el éxito de esos géneros literario y televisivo conocidos como «Nordic Noir» es precisamente el instrumento y la consecuencia del afloramiento de esta realidad oculta), han conseguido modificar en la mayoría de las democracias liberales avanzadas «no nórdicas» el reflejo de que una imperfección, o un fallo parcial, o un sufrimiento en la sociedad descalifican a esta y la expulsan de las que pueden ser adjetivadas como democráticas. En esto se basa el actualmente llamado «populismo», por supuesto. Es necesario descender a su pormenor, como hemos hecho, ahora para nuestros fines: la asimetría en la tolerancia.

El juego que el abusón y usuario del fraude de valor va a ganar siempre, y que por tanto plantea siempre, es el de la descalificación de la democracia como tal a causa del perjuicio particular y parcial que sufre él: si a mí no me dejan imponer mis normas a mi entorno, esto no es una democracia. Y con la peculiar cualidad de los dirigentes políticos del primer cuarto del siglo XXI, estos correrán a concederle lo que sea que pida, con tal de que a ellos no se les pueda acusar de ser dirigentes de una «no democracia».