15 Feb El principio de tolerancia. 8
El principio de tolerancia. 8
(Condiciones de la tolerancia. Simetría. Cont.)
Acabamos de utilizar ilustraciones coloridas como por Brueghel de esas idealizadas «sociedades nórdicas», que son en efecto idealizaciones muy eficaces y muy destructivas entre las sociedades democráticas reales con problemas reales: utopías que, como su nombre indica, no existen en absoluto salvo en la imaginación de quienes no parecen poder vivir sin un horizonte imaginado tan bueno, tan mejor que ellos mismos, que les permita insultarse a ellos mismos por su baja calidad. Pero eso no ha sido más que, como decimos, ilustraciones en nuestro recorrido, miradas hacia los diferentes paisajes por la ventana de un lado del tren en el que avanzamos, que al otro lado nos ofrece ese otro utopismo quizá más incomprensible todavía, que es el de los historicismos de los que nunca se ha subrayado con la energía suficiente su carácter teleológico o quizá simplemente profético a un nivel muy doméstico en su origen, muy eclesiástico, y poco a poco reconvertido por la retórica en algo que se presenta a sí mismo como científico, del mismo modo que los vendedores ambulantes de crecepelos ya incluían hace dos siglos la palabra «científico» en su canturreo. Si las idealizaciones nórdicas, que han sido tan operativas, han caído ya (o deberían haber caído para todos, pero los hay ciegamente contumaces) bajo el peso de su realidad tan igual a la nuestra, la igualmente calificable de idealización utópica de las retóricas revolucionaristas del siglo XIX y parte del XX han sido más que aplastadas, y de modo mucho más general, y también detalle por detalle, por su ensayo y su fracaso; pero hay quien insiste en apoyarse en ellas, o quizá más bien sólo en su retórica, que es sonora y llamativa y ofrece ya por sí misma consuelo al que sufre algún problema que esa misma retórica le ha convencido de que «no tendría por qué sufrir»: entre eso, y los columnistas maleducados y patológicos que no dejan de encontrar ocasión para expresar que son perseguidos por sus convicciones religiosas, no hay prácticamente distancia.
Es por supuesto más eficaz, si bien menos popular, el recurso a esa jerga de El Capital y la de la literatura de su estela, para convencer al electorado de que debe exigir tolerancia o debe exigir que no haya tolerancia con cierto fenómeno, grupo o persona: para convencerle de que se debe abandonar la simetría que es imprescindible para que un acto de tolerancia pueda ser considerado tal.
Y eso nos arroja de nuevo al estanque de los problemas de la simetría: estúdiese en cuántas ocasiones esas exigencias públicas de tolerancia, y especialmente las que parecen o se presentan como fundamentadas en un programa político más general, lo único a lo que conducen es a que se practique una pseudotolerancia sólo con uno de los lados del conflicto de que se trate, y se aumente la intolerancia hacia el otro. A menudo, o casi siempre, se encubre bajo la apariencia de una petición de tolerancia lo que no es más que una maniobra para el incremento de los privilegios propios. No hará falta que traigamos más ilustraciones, porque las anteriores son válidas también para esto.
La atención a la circunstancia individual, que, como saben muy bien los juristas, es tan necesaria pero tan peliaguda, es, si no se pone en práctica con el más fino bisturí, el origen del fin del imperio de la ley, y esto, que no es difícil de entender, hace que sea tolerable la siguiente afirmación, que por su contundencia es más fácil rechazar: es el origen del fin de la democracia. ¿Por qué vale para todos la ley que obliga a proteger al menor de edad, pero no para el grupo que quiere casar a sus miembros con 13 años de edad? Si se acepta esa excepción, no habrá forma de argumentar que cualquier otro que quiera hacer eso mismo pueda hacerlo. No hay modo de defender tal vulneración de la norma general sólo para unos pocos; si se defiende, esos argumentos empleados serán válidos automáticamente para todos los demás. Y en ese caso habrá que preguntarse por qué existe la ley, por supuesto.
¿Cómo defender el derecho de unos musulmanes, inmigrantes o españoles, de imponer sus normas contra la desnudez en una playa española, mientras se ha rechazado de plano la posibilidad de que el párroco cateto del pueblo cercano imponga las suyas (que como por casualidad coinciden en casi todo)? Si se es «tolerante» con los principios de uno (y eso en la actualidad suele significar que se asumen sus nuevas normas, diferentes de las que había antes de su propuesta) no se puede no ser tolerante con los principios del otro. Eso es la asimetría: un creador de asimetrías, de abusos y de privilegios, y la eliminación de la sociedad de normas consensuadas para todos, en ocasiones por el procedimiento de la media, en otras ocasiones por el de la mayoría, y por otros medios.
Ya estudiaremos más adelante en estas páginas con más detenimiento algo que se suele aducir, llegados a este momento de la discusión, para defender la discriminación en favor de la desigualdad de tolerancia: la reparación de daños pasados, lejanos, históricos, a menudo reales, a menudo imaginarios, y en todo caso ya inoperativos y, además, ajenos por completo en su comisión a las personas de la actualidad que serían las víctimas del abuso al que daría lugar la asimetría que se propone. Tiene su propio problema, visiblemente, lo de traspasar a las personas de la actualidad las culpas de personas del pasado; aunque es evidente que los que creen inventarlo no parece que se hayan leído bien el Génesis. A continuación, la retórica para justificarlo es tan pobre que puede encontrarse hasta en los envoltorios de caramelos. Establecer una cadena que ligue el bienestar de un individuo A del año 2021a la explotación de esclavos de la costa occidental africana en 1650 es algo que puede hacer hasta un niño para entretenerse. Otra cosa es que ese constructo ignore la realidad, una vez más, y desdeñe las vicisitudes y sinusoides de bienestar, fortuna y prosperidad o malestar, desgracia y pobreza que pueden haberse dado a lo largo de la vida de ese individuo A, o de cualquiera de sus ancestros, y que cabe pensar que, hasta en las mismas coordenadas religiosas o mágicas de los acusadores, podrían incluir hasta un «efecto redención», es decir, llevar a un Punto Cero, o romper la supuesta causalidad entre aquellos delitos de hace tres siglos y el bienestar de hoy. Pero no es esta una discusión que pueda celebrarse, porque una de las partes ha renunciado a la racionalidad. Y sólo obedece a la codicia del privilegio.
Probablemente no es posible nunca discutir con quien propone para sí una asimetría de la tolerancia a su favor: nunca será defendible esto con argumentos de razón. Se trata de una disfunción de un valor para corregir la cual, desde el punto de vista institucional y público, parece que no cabe más que una acción de autoridad democrática similar a la prohibición del asesinato o del robo. Y en el ámbito de la conducta cívica de la ciudadanía, reflexión y cálculo y percepción de que, contra lo que parece en ocasiones a primera vista, la asimetría es solamente o condescendencia paternalista por parte de quien la concede, o abuso por parte de quien la solicita.