Aquella enseñanza llamada «de integración»

Isabel del Val

Algunos de esta web no dejan de insistir: cuidado con los sentimientos en política, que no pintan nada. Cuidado con los sentimientos en política, que sólo llevan a liarla. Que ahí empieza el camino a las tiranías. En general, a poco que reflexiona sobre ello, el que no había caído antes en esas verdades, al final las comprende y hasta las ve por su cuenta. Pero no sucede lo mismo cuando el territorio de reflexión es la enseñanza. Podríamos decir: cuidado con los sentimientos en la enseñanza. Cuidado con los sentimientos en la organización escolar, en la programación y en la política de los centros. Y en este asunto, al contrario que en el de la política fría y cruda, son muy pocos los que lo ven por su cuenta, y se diría que hay como una maldición que condena a las reflexiones sobre la enseñanza a estar sesgadas o condicionadas o deformadas por la atención a las consideraciones sentimentales, que se ven como lo más natural, y cuyo desprecio se ve como antihumano, feroz, casi monstruoso. ¿Cómo no vas a meter los sentimientos en la enseñanza, si se trata de niños, angelitos? Y así se mete la pata todavía más que en política.

Y fue ese sentimiento, o más bien ese sentimentalismo, el que estuvo detrás y debajo del lanzamiento de los diseños escolares llamados entonces «de integración», a mediados y finales de los ochenta, y que nos han traído hasta aquí. No fue una «fría» reflexión sobre la equidad política de la enseñanza, sobre la reparación de errores cometidos contra los menos poderosos, ni mucho menos fue un programa global de política educativa a largo plazo, un horizonte educativo para la sociedad a tres o cuatro generaciones, que era lo que desde los medios profesionales se demandaba. Y demandarlo no era ninguna genialidad, sino la exposición de la necesidad fundamental de un diseño de planta de la organización educativa de una sociedad democrática. Pero al final pareció que nada servía, que no había argumento racional ni político alguno para seguir y junto a él diseñar el nuevo mapa del mundo educativo, sino que bastó con que los políticos de la enseñanza se asustaran un par de veces con las manifestaciones de los padres de los que entonces se llamaban discapacitados, y ya se vieran crucificados en las páginas de los diarios de obligada lectura del día siguiente, para que dijeran de golpe y porrazo: ya, mañana, a las 9 de la mañana, porque sí: todos a las aulas.

Y así, más o menos, se estableció la llamada «integración». Al principio se hizo en unos cuantos colegios públicos, de los que, por otro lado, nadie supo nunca quién o por qué o cómo habían sido elegidos. La impresión que se tuvo en el momento es que fue muy al azar. La gente lo comentaba así: que nos ha tocado, que nos ha llegado una carta del ministerio (entonces todavía había cartas, ¡y de papel!) que nos dice que nosotros integración. Que yo sepa y que yo supiera entonces, nadie explicó nunca esa selección de centros para empezar a fajarse con esa «integración»; si algún lector sabe algo, que nos escriba, por favor. Pero se podrá preguntar: ¿qué importa eso de cómo se seleccionaran unos centros frente a otros para empezar con la integración? Pues sí que importó: porque no se atendió, entre otras cosas a las que se podría haber atendido, a la preparación o a la experiencia previa de los profesores que había en esos colegios e institutos. Algunos ya habían trabajado con alumnos con estas o aquellas discapacidades, o con grupos heterogéneos o, al contrario, muy especializados en una discapacidad. Pero la mayoría no había trabajado más que con cosas muy leves, o fáciles de adaptar o de afrontar, como problemas «motóricos» (nunca dijeron «motrices», tampoco se sabe por qué, cuando el resto del mundo, quiero decir el mundo de fuera de la enseñanza decía sin excepción «motrices») menores, o algún caso aislado de ambliopía, o cosas parecidas (vuelvo a aquel tiempo al escribir esto, y ya me veo en la hoguera por haber dicho la palabra «caso», así de susceptibles se pusieron todos de pronto: no es un caso, es un alumno, decían ofendidos los que luego dieron masters a los actuales inquisidores).

Y de pronto, en cierta clase de 4º de primaria de un colegio público en concreto, se reunieron 30 alumnos, de los cuales, en lenguaje humano y no en cursilemas pedagógicos, 2 eran ciegos y uno amblíope; uno era hiperactivo de medicación; dos, o se sospecha que tres, pero uno estaba sin diagnosticar, mostraban claros problemas de los que se empezaban a llamar «cognitivos» -CI entre 60 y 70-; uno sufría parálisis cerebral en su versión dura de inmovilización en silla y conducta muscular espástica, y el resto no estaban diagnosticados de nada en especial, pero tres o cuatro parecía claro que estaban mal «no diagnosticados» a ojos de cualquier profesional de la enseñanza con que sólo hubiera superado un lustro de experiencia en las aulas.

Y no exagero si digo que esto fue así (y eso fue así, exactamente, no hay condensación dramática ni licencia alguna) de la noche a la mañana. Y la profesora que había ahí como tutora no había tenido ni oportunidad ni tiempo de prepararse para tratar con ninguno de esos problemas, y mucho menos para tratar con el mogollón en el que los políticos de mierda metieron a los colegios y a los profesores con tal de quedar bien ellos en los telediarios ahora que podían decir que no había niño que fuera a quedarse fuera del sistema de enseñanza. Lo que nunca dijeron es que eso, esa «integración» que les llenaba la boca, tampoco se daba, porque las clases, durante esos primeros años, consistieron solamente en sobrevivir al follón inmanejable de voluntades infantiles, frustraciones, griterío, dolores, inhabilidad y peleas entre ellos. Maestros y profesores (todavía eran de esos hace cuarenta años) se pusieron como locos a intentar aprender braille o lenguaje de signos. Y los de la ONCE, que hasta el curso anterior habían estado sacando adelante como ciudadanos iguales a todos los demás a «sus ciegos», con carreras universitarias los que quisieran, o con oficios, como cualesquiera otros, se vio reducida a la misión de asesorar a veces quincenalmente, y a veces mensualmente, a los profesores que «tenían ciego» en sus clases.

Pero a los ciegos de diez años sus compañeros los utilizaban de portero estático en el fútbol del recreo. Y los del otro equipo le gritaban «a la izquierda, tírate a la izquierda», y el ciego se tiraba a la izquierda, de modo que le colaban el gol por la derecha. Eso impuso que se jugara al fútbol con balón con cascabeles, pero estos cascabeles acabaron por molestar mucho a las maestras de la nueva escuela que vagaban por el patio, de modo que en muchos centros, el fútbol del patio acabó… prohibido. No nos hemos ido a otro tema: esto fue la integración.

¿Es que alguno desconoce el increíble trabajo que hacía la ONCE antes de que la autoridad decidiera quitarla de en medio y reducirla a «asesora»? ¿Es que alguien de verdad supuso alguna vez que un maestro o un profesor de secundaria iba a poder alcanzar el nivel de los profesores especializados en las diferentes minusvalías que hasta entonces habían estado en el centro de la educación de los alumnos que los necesitaban? Hay, y se podrá observar con detalle en un futuro próximo, unas cuantas generaciones de alumnos con problemas de vista u oído o «motóricos» y afines que han llegado a la edad adulta menos preparados que sus anteriores (en los sesenta y setenta era normal examinarse en junio al lado de una fila de pupitres toda ocupada por los compañeros ciegos con sus máquinas especiales de escribir, que fueron los abogados y los músicos y los filólogos de poco después), y eso se debe sólo a la retórica de aquella «integración» que se empeñó en venderse como igualitarista cuando en realidad consiguió todo lo contrario.