Didáctica de la… didáctica

Didáctica de la… didáctica

Isabel del Val

 

Tampoco nos vamos aponer muy metodológicos y esas cosas, pero empezar por el principio no estaría mal. ¿Qué principio? El del lío en el que los pedagogos han metido a la enseñanza.

Iremos a menudo descendiendo a casos y sucesos, pero todos ellos se deberán a un fenómeno general del que sin excepción respiran y respirarán los sucesos que todavía no han sucedido pero, sin duda, sucederán: el triunfo del irracionalismo en la educación.

¿Habrá que culpar sólo a la educación, cuando lo cierto es que ese irracionalismo se ha hecho amo y señor de prácticamente todos los ámbitos de la vida social y profesional? Quizá no culparla como autora, pero sí con cierta cualificación especial, porque de todos los ámbitos es uno de los dos o tres de los que hubiéramos esperado, si no lo conociéramos ya de décadas, que se erigieran en defensa del sentido común, como mínimo, por no llegar a decir palabras tan gordas como razón y ciencia.

Por causas complejas, en la sociedad tenida y calificada por los observadores con más perspectiva como sociedad tecnocientífica, la nuestra, la de nuestra época, ha venido a suceder que, al mismo tiempo que es eso, y lo es de verdad (la exigencia de procesos científicos para la extracción de consecuencias, etcétera), esos ciertos ámbitos de los que cualquiera hubiera esperado que se mantuvieran firmes en esa tecnocientificidad han sido los que en mayor medida y con más intensidad se han pronunciado como campeones de la irreflexividad, del emotivismo y del desprecio a los valores de la Ilustración y de la racionalidad pública. Sí: Ilustración. ¿A que incluso los ajenos a la batalla emotivista reconocen un cierto reflejo de rechazo a esa mención, a ese concepto, «Ilustración», como algo durante unos breves instantes más bien ajado, rancio, de señores con peluca, en todo caso superado? Eso ha sido la eficacísima propaganda de dos en principio enemigos entre sí, pero unidos, muy unidos en esta causa: a un lado, las iglesias cristianas, y al otro la izquierda cerril y reaccionaria. Qué placer encontrar ese territorio de odios comunes y motivos iracundos, cada uno con sus metafísicas de fondo, sí, pero similares en daños y lesiones cuando esa Ilustración ha triunfado aquí o allá.

Qué, si no esa coalición irracionalista de eclesiásticos y gentes de la izquierda pavloviana, pudo haber conseguido en aquellos últimos años setenta el revolcón que se le dio a los estudios, por otro lado y por otros motivos cuestionables, de Pedagogía en las universidades. Uno solo de los socios no lo podía haber conseguido. Además es que no es una conjetura: muchos estaban allí, muchos lo vieron ante sus ojos y lo oyeron ante sus oídos. En la mayoría de ocasiones no hubo el más mínimo pudor por parte de los autores del envenenamiento. Lo decían abiertamente, con suficiencia, con sonrisa de esa que algunos han llegado a adjetivar de «complutense», porque todo esto se fraguó principalmente ahí, en el edificio de Filosofía B de la UCM. Y esa cierta chulería, esa autoindulgencia cuando eran pillados en contradicciones o en ventajas o en trampas, hizo escuela y cimientos, y se diría que se ha quedado para siempre.

En aquellas propuestas pedagógicas no había recato ni disimulo. Nunca se basaron en bonitos (y oportunos que hubieran sido, y necesarios) estudios neurológicos sobre el cerebro y el aprendizaje, y ni siquiera sobre las tan amadas (y estúpidas) estadísticas que manejaban sin parar y sin sentido; por todas partes flotaban historias del pasado sufriente como alumnos de los ahora pedagogos o casi pedagogos, y ese pasado se esgrimía como causa suficiente de nuevas orientaciones educativas. Se desató algo parecido a esa lucha agotadora por ser el más progre de todos que se da en los ambientes más progres (y que acaba, claro, en las acciones violentas), que en el mundo pedagógico se trasladaba a algo así como ser el menos «autoritario», al principio; «directivista», a continuación; «prescriptivista» en el siguiente escalón. Y así, peldaño a peldaño, rebajando uno a uno los elementos y los calificativos, la competición se hacía encarnizada porque cualquiera te podía pillar en cualquier palabra (¿os suena, amigos lectores? Se trataba de palabras, sí) que diera a entender tu verdadera personalidad, autoritaria, impositiva: impío, lujurioso, herético, etcétera. Todo intercambiable.

Todo simple irracionalismo. ¿Quién expresó en voz alta o en texto escrito preocupación alguna porque se avanzara hacia una mejor enseñanza de la Física o de la Historia del Arte o de las Matemáticas o de lo que fuera en aquella facultad de Pedagogía?

Nadie.

Esas asignaturas denominadas «Didáctica de la lengua» y afines hablaban de cualquier cosa menos de lengua. O, como mucho, eran los spas en los que se empezó a decir aquella peligrosa estupidez de «un niño no debe empezar a leer hasta que su nivel de maduración lo solicite», ignorando contra toda ciencia y toda certeza que ese mítico «nivel de maduración» no venía solo sino, precisamente, invitado y producido por la propuesta de, por ejemplo, aprender a leer. Y por supuesto, didáctica de la Física o de la Química o de cualquier otra cosa, nada de nada: si ya de lengua no sabían, de ciencias naturales menos todavía.

Era aquello un seminario encubierto que empezó casi al 100% de rendimiento impartiendo doctrina encubierta de irracionalismo criptorreligioso. Era visible para cualquiera que se acercara desde un exterior ventilado y vivo. En aquellos interiores se volvía a un pasado de pudores, ignorantismo, afectividad torpe infantilizada de catequesis facilona y desprecio por los conocimientos que produce pasmo cuando se compara con lo que han conseguido pasados los años en el conjunto del mundo de la enseñanza: un clon.

Y en esas seguimos.