15 Nov El grito infantil, como el dodotis que llega hasta la edad adulta
Isabel del Val
Hay palabras cuyo abuso en ciertas épocas ha dejado deformadas: a veces en sus formas anómalas, pero más frecuentemente en su significado. Uno de los más claros casos de esto es la palabra «represión». No hará falta, quizá, desarrollar demasiado su historia. Nos limitaremos al esquema más reciente: desde los fastos de los años 60, que botaban sobre, entre otras, las obras de Freud como quien bota sobre una cama elástica, eso de «represión» y toda su familia de derivados podía llegar a ser, en una conversación trivial, causa de reto a duelo a florete, cuando no de depresión y autodesprecio profundos. Por no cuantificar el grado que le podían llegar a atribuir al interlocutor acusado de reprimido y/o de represor en la escala de Mohs (que por encima de 10, como ya no hay minerales más duros, se dedica a esto de la represión).
Todo aquello dejó a la palabra «represión» hecha polvo de vergüenza y descrédito. Pero muy injustamente, claro. Lo que pasa es que había «poderosos» que se valían de ese descrédito para su provecho. !La cantidad de profesorcetes caraduras que han conseguido ligar en las aulas universitarias, sobre todo de letras y afines, bajo la amenaza de tildar de «reprimida» a su alumna-objetivo! Sé que si algún lector estuvo, por ejemplo, por Filosofía B de la Complutense durante los 70, supo y a lo mejor no recuerda, pero a lo mejor sí, unos cuantos nombres y unas cuantas asignaturas que se aprobaban más que otra cosa participando en los retiros de fin de semana en no sé qué casa de la sierra de Madrid.
Pero eso de la represión es una de las más importantes y constructivas fuerzas educativas. Quizá muchos han ido aprendiéndolo con el paso de los años y la acumulación de experiencias, incluso las experiencias de la paternidad o de la docencia. Pero tenemos un problema: que muchos otros no han aprendido nada de nada, y resulta que son precisamente los que, por los caminos que los investigadores terminarán de conocer en el futuro, se han hecho con el control de las cosas de la enseñanza institucionalizada… pero no recientemente, sino ya desde mediados de los años 80 y, en España, con forma de ley desde 1990. Y desde esas directrices legales para los programas de enseñanza y en general para los reglamentos de comportamiento, las nociones ahí vertidas, o mejor algunas de las nociones relacionadas con la educación y no con la enseñanza ahí vertidas, han desbordado el ámbito para el que fueron esculpidas y se han desparramado por la sociedad de fuera de las escuelas. Especialmente las nociones más pringosillas y sentimentaloides, claro.
Venimos comentando desde hace años, a base de fragmentos, ese concepto que hoy impera del Niño Rey. Yo diría que el que no lo conozca es que está ciego, o que es un adolescentito recién salido de las garras de un padre raro, rarísimo, de la modalidad casi ilocalizable en la actualidad de padre fiero, y que está en esa etapa rarilla de vengarse de su papá por medio de zurrarle al mundo. Y algunos de estos salen, aun hoy, diciendo barbaridades argentinas o catalanas como «el represivo sistema escolar español» y delirios así. Ojo: hay que mencionarlos porque no son pocos, y sobre todo porque siempre tienen audiencia. No importa la verdadera experiencia que tengan unos padres de ahora acerca de la relajadísima estancia de su nene en el cole, en el que ya lleva 7 años sin deberes, sin exigencia intelectual alguna y además sin exigencia de comportamiento: cuando se presenta ante ellos un gurú o gurucito antirrepresivo, o sea un padre de alumno con labia y rabia, que desparrama más que pestañea y habla en realidad de la enseñanza de un Gimnasium prusiano de 1890 pero atribuyendo sus felicidades sangrantes a los coles de hoy en Alcobendas o en Bujaraloz, todos esos papás que llevaban 7 años incluso a veces extrañándose por «la poca tarea» que tenía su hijo, o lo poco que estaba aprendiendo, se van a poner del lado del gurucito.
¡Cómo van a oponerse a quien predica que a sus hijos hay que tratarlos mejor! No hay exigencia de ningún tipo, como decimos, y todo son rollos de valores, pero cuando el hijo de ese padre de alumno le atizó dos bofetadas a un compañero porque le dio por ahí, nadie le explicó lo que la ética escolar más exigua impone explicar en ese caso, sino que, muy al contrario, todos se volcaron en hacer comprender al agredido que no tenía que ponerse tan furioso ni contestarle, que su compañero le había calzado esas dos hostias porque tendría algún problema, ¿sabes?, así que en lugar de contestarle con violencia debes darle la mano y cederle parte de tu bocata (pedazo de aprendizaje skinneriano para el agresor, claro).
Es este un asunto del que conocemos muy bien que está emparentado por cierto lado con otros que hemos comentado de vez en cuando: emparentado más bien por el lado de que no son fáciles de creer, y lo sabemos, fuera de los colegios. Pero son así.
Y la clave de todo esto es la represión. Ese tipo de 3º de la ESO (lagarto, lagarto) que se niega a ponerse de cara a la profesora y sigue hablando durante la clase, y además cuando la profesora le pide que se calle y adopte una actitud normal tiene el cuajo de contestar hasta mencionando sus derechos constitucionales de libre expresión, por ejemplo, es un espécimen aberrante fruto de la ausencia de represión en sus años escolares anteriores, claro, pero especialmente en su educación familiar.
¡Qué burrada es esta de la represión como cosa necesaria en la educación de un nene! ¡Pero qué salvajada cromagnónica estamos oyendo!, invitan tantos a contestar ante una afirmación así.
Pues sencillamente la visible y objetiva realidad: casi todo en la educación pasa por la represión del grito en el niño, para empezar. El niño grita «de natural», y así no vocaliza ni labializa correctamente, ni modula ni entona. Es decir: no llega a ser capaz de construir una oración con sentido, y menos con sentido relacionado con la oración que previamente ha oído. De modo que no sabe contestar adecuadamente a aquello con lo que no está de acuerdo, sino que sólo le queda el recurso del eructo o del exabrupto (o de los 180 caracteres, que se le parece tanto). Y eso es lo que define una conducta asocial, violenta, narcisista y lesiva para los que le rodean.
Y en el cole lo fomentan, claro, porque menudos son los maestros. Pero todo eso empieza en casa. Con esos nenes quizá tan estupendos, pero que no sólo no se callan ni un segundo aunque por las cercanías haya adultos o quizá otros nenes que intentan entenderse hablando, sino que además muy pronto acaban haciendo de su parloteo un griterío: y ¿habéis visto o no habéis visto con qué frecuencia los padres de esos niños (habituados como están, comprensiblemente) siguen hablando, como si los niños no estuvieran gritando y alguien les pudiera entender?
La represión del grito es lo primero, sí. No la erradicación del grito: hay que enseñar cuándo es apropiado gritar, y de qué modo es mejor gritar. Pero habiendo enseñado previamente que de ningún modo es necesario gritar siempre y en todo momento, o sus versiones juveniles del saboteo de una clase porque a mí me da la gana no callarme, o incluso con respuestas y amenazas a quien lo pide.
Todo eso empieza en la familia que deja gritar sin medida al niño.