El pánico a la tristeza. (El modelo que al final ha resultado ser el rey Joffrey de Juego de tronos)

Isabel del Val

Ya comentamos, cuando aún no sabíamos lo que era el COVID, que hubo un colegio allá por los años noventa que puso en su plan general de centro, como primer punto, «que el niño sea feliz» (conocimos un colegio; luego supimos que hubo cientos). Casi suena raro traer aquello al día de hoy como si de un episodio extraño se tratara, cuando sucede que en la actualidad casi no se habla de otra cosa, ni en colegios ni en bares ni en talleres de prisiones: que el niño sea feliz.

Tanto se ha hablado, que han sucedido dos cosas: primero, que parece que muchos se han olvidado de que también se trata, si nos ponemos así, de que seamos felices todos, y no sólo los niños. Esto parece irrelevante pero no lo es. Si estás en un bar con tele viendo la intensa final del mundial de dardos, y a un tipo de por ahí le da por poner a su nene de ocho años de pie en una mesa a medio metro de la tele y tapando la pantalla por su centro, como se te ocurra decir o pedir algo aun en el más amable y sedoso de los tonos, se entiende que acerca de la conveniencia de desplazar al nene de la línea visual de los ochenta o cien parroquianos que queremos ver ese programa en la televisión, ya sabemos todos, después de los últimos veinte o veinticinco años, que lo más seguro es que la noche acabe en comisaría tras pasar por urgencias y el box de suturas y escayolas. ¡Pedir que mi nene se mueva! ¡El nene es soberano, claro, en cuestiones de… felicidad!

Sí, como el malvadísimo rey nene Joffrey de Juego de tronos. ¡Lo he ordenado yo! ¡Un rey no pide, ordena! Es decir, en España (y llegan muchas noticias de que fuera de España es similar) en la actualidad, ¡un nene no pide, ordena! Que no es broma, oye. Que los papás se han puesto en un plan extremo, que no es de protección a la infancia, porque como su hijo se cuele en la minitirolina del parque y dé un codazo al tuyo, y tú vayas a poner orden, el que va a recibir los siguientes codazos eres tú, primero del nene agresor, y luego del padre agresor del nene agresor, que ha tardado un poco más en llegar, y te atiza o te amenaza de atizarte porque le has soltado un «esto no se hace» a su heredero, señalando la herida que le ha hecho en el pómulo a tu heredero. ¡Decir a su nene «esto no se hace»! ¡Ya veremos si esto no acaba en el comité de castigo al infanticidio de cualquier negociado autonómico más o menos idiota y contigo en la cárcel! Por no hablar, y porque ya hemos hablado en más de una ocasión, de la licencia Doble Cero que parecen tener todos los hijos de los demás para gritar y berrear y pedorrearse todo lo que les venga en gana por los pasillos entre mesas de ese restaurante al que has tenido la mala idea de ir.

Que el niño sea feliz. Toma, claro. Ya te digo: que seamos felices todos, amén, ¿no? Pero ¿es en el colegio donde tiene que ser feliz? ¿Consiste ese ser feliz en decir a un cliente de restaurante «yo quiero tu silla» y, como este no se la da, ponerse a berrear, y continuar la acción poniéndose los adultos muy comprensivos con el nene y pidiendo insistentemente al pobre comensal que ande, qué le importa, dele la silla al nene, no sea así de duro, si sólo es un niño…? Ya conocemos todos esto.

No es un fenómeno que se consuma en sí mismo, y esto es lo que nos importa traer aquí. El problema de verdad, el suceso que puede dar al traste con todas las estrategias educativas que se te ocurra pensar, tanto familiares como públicas y escolares, es la intolerancia a la tristeza.

Sí, nada menos. Ya sé que suena tremendo, pero resulta que es lo que hay detrás de toda esa basurilla pedagogiscente (gracias, fray Josepho). Me parece que todos los que hemos tenido la suerte de llegar a la edad adulta ya alfabetizados notamos las bajas frecuencias que discurren por el subsuelo de esa denominación, «intolerancia a la tristeza».

Bueno, también notamos que el asunto no da para un ensayo, sino para cientos, y que no cabe aquí un tratamiento extenso del mismo. Pero quiero señalar algunos signos, para que no queden inadvertidos, y que nos invitan a pensar en que, en efecto, la cosa no se queda en una bobadita de papás mimosos o sobreprotectores de sus cachorros.

Por ejemplo: los mismos adultos novatos de 30 años señalan las diferencias que perciben con sus hermanos menores de 25, y no digamos de 20. Y es cierto que se puede rastrear hasta en su formación escolar que los nacidos a mediados y finales de los 80 todavía no recibieron el volquete de basura pedagógica que se estaba preparando para tirar, y tiraron, sobre los que nacieron sólo 5 y no digamos 10 años después. Allá por el 93 la LOGSE todavía se estaba poniendo en práctica, pero el 98 ya estaba por completo instrumentada. Y podría hacer referencia a realidades educativas extraescolares más generales, que afectaron educativamente no a unos pero sí a los siguientes, pero eso me obligaría a meterme en política y no me apetece ahora.

Pero todo eso da igual.

Todos ellos, sin distinción de generación ni de clase ni de sexo ni de nivel socioeconómico, en cuanto observan a su alrededor un conato de algo que parece pertenecer a eso que los viejos llaman «tristeza», echan a correr en todas direcciones. Como digo, harán falta muchos ensayos para terminar de definir esa tristeza; pero estas generaciones de treintañeros para abajo parecen tener una sensibilidad especial para detectar ese universo en sus posibles variantes y matices. Quizá es la sensibilidad para detectar el más fino y tenue rayo de luz que tiene alguien que vive normalmente en una celda oscura y negra. Y de ahí uno de los principales problemas del nuevo generation gap del siglo XXI, muy diferente a aquel de hace 60 años, sobre el que nos consta que algún compañero de web está elaborando ideas interesantes. Y por eso remiten a sus mayores, en cuanto observan en ellos cualquier sospecha de ese fenómeno de lo triste, a psicólogos, psiquiatras, terapias y desde luego a empastillarse cuanto antes. Pobres chavales, lo que han hecho con ellos.

No hay forma, por lo menos que yo haya encontrado, de hacerles comprender que la tristeza no es mala (hay algunos ensayistas sacando ahora mismo obras con títulos así), y que esas otras variantes y modalidades como el desánimo eventual, la fatiga y la evasión y otros, son tan naturales y desde luego necesarios en el transcurso de una vida como el dormir o el respirar. Pero alguien o algo les ha hecho creer que no estar siempre positivo y animoso, no estar siempre emprendiendo el camino hacia la perfección médica o psicológica tomando medidas o acudiendo a profesionales, es propio de gentes negligentes y abandonadas a las que, en el extremo, no merece la pena ayudar, porque ellos mismos no quieren ayudarse: como si la única forma de ayudarse uno mismo fuera ir a médicos o empastillarse. Por supuesto, desprecian la cultura y la reflexión y el análisis como suelo, material y armas de mejora: porque nada en su formación les informó de que lo eran. Y lo consideran hoy como fantasías de viejos, «cuando todo el mundo sabe que ese aspecto algo nuboso que muestras se te iba con un Animosín de Morropharma». No se les ocurre que cuando una está nubosa a lo mejor no se lo quiere quitar, e incluso que no le conviene quitárselo. Es verdad que las películas de superhéroes es difícil imaginar que salgan de gentes que se dejan estar tristes cuando les toca.

Como digo, me parece en la actualidad que se trata de uno de los asuntos que más sólidamente han arraigado en la fosa generacional del presente entre los boomers y los milenials. Y me parece mucho peor de lo que me hubieran parecido otras posibilidades, porque ¿qué van a hacer ellos cuando por fin les asalten las tristezas inevitables de las vidas, y ni pastillas ni chamanes les sean útiles?