Enseñanza de sucedáneos, sucedáneo de enseñanza

Isabel del Val

Uno de los problemas verdaderamente complicados de la planificación de la enseñanza es la elección de los contenidos, naturalmente; pero sucede que es todavía más complicado de lo que parece a primera vista. ¿Enseñamos física? ¿Cuál, cuánta, a qué nivel y en qué niveles? Veremos. ¿Enseñamos historia? ¿En titulares nada más, en esquemas, o entrando en harina? Y así con cada materia: cuánto de gramática, cuánto de literatura; cuánto de idioma extranjero. Y a qué edades, y de qué modo.

No hay soluciones tan fáciles como a menudo parece en las discusiones algo fanáticas en las que a menudo se enredan los bandos de la enseñanza (o de la política). Quizá hay algunas cosas claras, que lo cierto es que no deben de serlo tanto porque son al mismo tiempo las que más se incumplen: no enseñes mentiras en historia, no premies los errores gramaticales, no desvirtúes los conocimientos científicos de detalle con resúmenes que resulten comprensibles, pero que son comprensibles porque son falsos y exponen sin complejidades nociones que son forzosamente complejas.

Por ejemplo, era experiencia común de los estudiantes de ciencias que al llegar a cierto nivel, que antaño era el de COU y posteriormente se desplazó (como todo en la enseñanza) hacia arriba y sería el de primero de universidad, muchas de las certezas que habían adquirido y manejaban sólidamente, por ejemplo de mecánica física, de pronto no servían para nada, porque descubrían que, por habérselas simplificado en los niveles inferiores, ahora no eran útiles: el caso modélico es el de la simple ecuación F = m · a, que viene a ser la madre de todos los corderos en la mecánica, claro, y se consolida en la mente de los buenos estudiantes como suelo firme que pisar para sus futuros estudios, pero que se descubre como mentirosa e inútil porque no es más que la versión, por así decirlo, «infantilizada» de la verdad, que viene a ser, traducida, «el vector fuerza es igual a la masa por la integral del espacio dos veces respecto del tiempo», es decir, que de pronto estamos en cálculos vectoriales e integrales, y todo lo anterior no vale, muy al estilo de los Reyes Magos a los que súbitamente ya no es eficaz escribirles carta alguna. Muchos estudiantes, llegados a ese punto, tras las primeras fases de sorpresa, decepción y todo eso, han dicho a lo largo de la historia: ¿y por qué no nos lo habían contado antes? ¿Por qué nos han dejado creernos la versión errónea, y desarrollar  mil cosas desde ella, cuando hace un año y hace dos podríamos haber entendido perfectamente esta versión con vectores y con integrales? (Es cierto que en los planes antiguos, por ejemplo, en las matemáticas de sexto de bachillerato, el último curso antes de COU, se enseñaban y se profundizaba bastante en las integrales y las derivadas, mientras que la física no incorporaba esa enseñanza, y se seguía enseñando como si los alumnos siguieran con unas matemáticas de un nivel de dos o tres años antes.)

En cuanto a la historia ya sabemos que las cosas suelen presentarse más peliagudas. ¿Hubo muchos en la España de hace setenta años que de verdad se creyeron que eran verdades históricas las patrañas imperiales que contaban los libros de bachillerato? Por no hablar de sus consecuencias «populares»: ¿de verdad alguno se creyó que era de verdad «histórico» el cine llamado «histórico», y que Colón llegó a las playas antillanas con ese gesto y esas palabras, y que Juana la Loca hablaba así e hizo aquello de ese modo, y todo lo demás? ¿Y qué podríamos decir sin perder la serenidad de la enseñanza de la historia que dan en Estados Unidos a sus adolescentes, y que cualquier estudiante español con un viaje de estudios puede atestiguar, que sigue siendo, aun a día de hoy, una especie de transcripción del mentiroso cine del oeste, y de las conquistas del oeste, y de los pieles rojas resistiendo sin derecho a la expropiación a la que les sometían, y por supuesto ya en el siglo XX inventores sólo los estadounidenses de cualquier noción, aparato, mecanismo, organización y avance que pueda imaginarse, aunque en el resto del mundo existieran antes (no es de extrañar, con esa enseñanza peculiar, que luego en el ámbito internacional tengan los estadounidenses el comportamiento que suelen tener)?

Hay muchos profesores de «Lengua y Literatura» (las mayúsculas son del cartelito de su despacho) que tienen muy claro que enseñar lengua, bueno, pero lo elemental; que a lo que hay que ir es a enseñar literatura; y que la lengua, más allá de esos elementos, luego, más tarde, y para el que quiera liarse con filologías. Y que la literatura sí, que eso sí que es lo que alguien tiene que llevar a cuestas y bien recorrido cuando acabe el bachillerato, que en la mayoría de los casos va a ser el nivel más alto de estudios al que se va a someter, y que conviene que por lo menos esas veinte o treinta obras literarias que nos han hecho, que hasta han construido nuestro idioma, las hayan conocido alguna vez en su vida. Y bueno: qué y cómo son las subordinadas, las cosas del subjuntivo y algo más, por supuesto, pero no meterse en aquellas zarandajas en las que nos metían a los boomers: estructuralismos y jardines de esos. La verdad es que suena razonable, pero no hay que dejar de conocer y comprender que los hay contrarios a esta postura, y con buenos argumentos: como mínimo, el ejemplo francés, cuyos resultados han sido desde siempre la envidia y la luz de estos asuntos. Hasta el francés más tronco habla un idioma niquelado, mientras que aquí (cosas de la política, claro, pero es lo que hay) hasta en muchas ocasiones está mal visto hablar con corrección, y le hace a uno sospechoso de cosas punibles. Pero me parece que la discusión es más técnica en este caso de la lengua y la literatura, porque (fijaos por qué la he traído para contrastar con lo anterior) en estas asignaturas se puede hacer así o asá, ser partidario de esta postura o de la opuesta, pero lo que no se oye es que ninguna postura proponga mentir.

Aceptemos que aquel «mentir» de la física algo infantilizada frente a la más cierta puede que se haga, por decirlo así, «con buena intención», con la idea de ir dando entrada a las nociones que posteriormente se van a complicar. Seguirá siendo discutible, claro, como los mismos estudiantes discuten en directo, si tal concepto o procedimiento se les podría haber comunicado a una edad menor. Es el síndrome LOGSE: el aburrido refugio de los preescolaristas de «esperar a enseñar a leer a que hayan alcanzado el nivel de maduración adecuado», sin tener en cuenta que uno de los principales resortes por los que se alcanzan sucesivos niveles de maduración es, precisamente, la enseñanza de la lectura. Ese «todavía no están listos para entender las integrales» siempre podrá probarse y contrastarse, una y otra vez, y podrá tenerse una u otra percepción, seguramente según épocas y promociones escolares.

Pero ¿en historia? Esas mentiras de pasados míticos nacionales (de supranaciones o de naciones o de nacioncitas o de regiones o de lo que sea) no pueden salir en modo alguno, lo pongan como lo pongan, de «buena intención» alguna hacia los escolares. Se enseñan sucedáneos de historia, forzosamente, con fines ajenos a los de la propia enseñanza o a lo que la sociedad espera de la enseñanza (que no hay que confundir con lo que los políticos esperan de la enseñanza, por supuesto). Muchos hijos de españoles exiliados, por ejemplo en Inglaterra, que estudiaron historia allí hasta cierto nivel y luego, con el franquismo más atenuado o distraído, vinieron a España a estudiar en la universidad o a hacer el doctorado, y fueron luego profesores, recuerdan siempre el shock del contraste entre los contenidos que traían aprendidos de allí y los que tenían que ponerse a dominar aquí como si no trajeran ningún conocimiento. Se veían obligados prácticamente a partir de cero, porque lo que se contaba en un país y en otro era muy a menudo lo contrario (y no forzosamente era más cierto o mejor lo enseñado allí, claro, sobre la historia de España). Esto se suele narrar en contextos informales, amistosos y casi humorísticos, pero hay que mirarlo bien y darse cuenta de que es una tragedia educativa. Con los cachondeos sesentayochistas y sus secuelas, como algún listo dijo algo parecido a «todo son versiones y ninguna vale más que otra», se procedió como si todo el monte fuera orégano, cosa que se añadió al nacionalismo y al narcisismo, dando como resultado una verdad nueva, a saber, no existen los hechos objetivos (luego se han metido mucho, los mismos que afirman eso, con la patraña de los alternative facts no tan del pasado pero ahora afortunadamente ya retirados al recuerdo).

Pero es que sí existen los hechos objetivos. El vector fuerza no es igual a «masa por aceleración», sino a otra cosa algo más matizada. Y no pondré ejemplos para las asignaturas de historia, porque no hay gigas suficientes para llenar con lo que fue y, contra ello, lo que se dice que fue.

Enseñar mentiras no es enseñar. Un esquema no es igual a la realidad que expresa.