01 Abr Esos masters en educación: vaya chollo
Isabel del Val
Ahora resulta que, según algunos, las universidades privadas están siendo abonadas y favorecidas por el desmedido número de jóvenes que aspiran a hacer el máster en educación, con el objeto de poder presentarse a las oposiciones de profesor de instituto. Lo ponemos tal como lo hemos leído: como que lo importante del asunto es que «así se favorece la creación de las universidades privadas».
Me he alegrado mucho al leer una cosa tan sesgadita, porque contiene casi todo el índice de los problemas actuales de la enseñanza, aunque da la impresión de que sin querer y sin saberlo el redactor.
En primer lugar, se ha consolidado en los ambientes largones de la enseñanza la suposición o el sobreentendido de que las universidades privadas son, en el mejor de los casos, simplemente malas; y además, muy frecuentemente, evidentes chiringuitos que estafan a los alumnos, a las carteras de sus papás (porque si van a una privada seguro que son hijos de papá), y casi seguro un chollo de amiguetes de (ahora está de moda) Ayuso o (en general, en todo tiempo) de cualquier pandilla política, siempre de la derecha, o del capital, o eclesiástica. Como si no hubiera universidades privadas más afines a grupos de izquierda. O alumnos con convicciones o sentimientos de izquierdas en las universidades privadas. Pero el relato esquemático que se presenta en público con fines propagandísticos ajenos a la enseñanza suele manejar así las cosas de la enseñanza, un poco como antiguos militantes españolistas de lo antibritánico, que solían acabar sus discursos con algo como «y además su comida es horrible».
Bueno. Pues resulta que una cosa difícil de calificar para ese discurso sesgado es eso de que la avalancha de vocaciones docentes esté demandando tantos cursos de habilitación que las universidades públicas no pueden, y entonces se fomenta el recurso a las privadas. ¿Nos parece bien que haya tantas «vocaciones»? ¿O nos parece mal por sus consecuencias «privadas»? Oh, qué dilema.
Cabe echarle una miradita al hecho de que, públicos o privados, esos masters de enseñanza son a la enseñanza, a la neurobiología del aprendizaje, a la realidad de las aulas y los alumnos, y a los contenidos de la secundaria y el bachillerato, algo así como si para preparar un viaje a la Luna obligaran a los pobres recién licenciados a tragarse y glosar adecuadamente un par de horas de videos del Coyote lanzando petardos al Correcaminos. O quizás lo que se contenía en los libros y en los cursos que la Sección Femenina (una cosa de la Falange, aclaro para los más jóvenes) daba a las jóvenes que querían… la verdad es que cualquier cosa, desde ser canguros (entonces no se llamaba así) hasta emplearse de cocineras en un restaurante, por ejemplo: una mujer española siempre afrontará los deberes de cada día con orgullo templado y al tiempo con cristiana humildad, etcétera. No veas los guisos que aprendías a hacer en ese plan.
Lo de los masters obligatorios-chanchullo que te obligan a deglutir para que te permitan ser profesor (incluso en la enseñanza privada) tiene su propia y larguísima discusión, desde luego. Pero no debe perderse de vista en ningún momento que hasta hace nada no los había, de modo que cabe preguntarse si todos los profesores que lo son desde pocas fechas antes a su implantación como obligatorios es que son peores o más mancos o qué. Sí, desde hace quizá ya tres décadas (el tiempo vuela, un día consultaremos la fecha exacta) existía esa cosita de UN trimestre que se llamaba en algunos sitios CAP (algo así como curso de aptitud del profesorado, aunque el significado de esa A variaba según autonomías), y en otros con otras siglas. Todos los licenciados universitarios que se planteaban meterse a profesores tenían que mostrar alegres su sumisión a esa tontería y a sus perpetradores, pero era un trimestre nada más y bueno, un poco como sacarse el carnet de conducir, una temporadita de este latazo de clases, pero luego ya lo tienes y te olvidas del curso. Si no recuerdo mal, al principio ese CAP era algo así como «conveniente pero no obligatorio»; pero pronto fue, por supuesto, obligatorio: a qué iban a dedicar a tanto retórico de las que ya se empezaban a llamar a sí mismas «facultad de educación». En fin, no hace tanto, porque fue allá por el 2007 o 2008, de pronto ese CAP se transformó en nada menos que «máster», y dejó atrás esas cosillas de pobretones de tres miserables meses de duración, y tras unos titubeos que decían que si un curso completo, que si esto y que si aquello, al final lo consiguieron: dos cursos enteros (de los antiguos, sí, de nueve meses cada uno) asistiendo uno o dos o tres días por semana a unas aulas lejanas donde unos tíos que no tenían ni idea de los niveles cuánticos se empeñaban en decirte cómo tenías que enseñar los niveles cuánticos si llegabas, con su permiso previo, por supuesto, a poder enseñar eso en secundaria. Hemos conocido a lo largo de estas últimas dos décadas a varias decenas de buenos licenciados jóvenes que se subían por las paredes de indignación ante las últimas kumbayadas pedagogiscentes que les acababan de asestar en esos cursos, y en algunos casos hasta el punto de abandonar por bochorno y honestidad esos cursos y mandar sus ilusiones docentes a paseo, me voy a buscar la vida en otros trabajos.
Que yo sepa, que yo haya leído, nunca se ha puesto por escrito con suficiente claridad y divulgación lo que casi sin excepción se oye de viva voz entre los licenciados de casi todas las materias universitarias con posibilidades docentes en institutos y colegios: esos cursos de Máster en Educación (las mayúsculas las ponen ellos) irrumpieron y destrozaron el camino de los licenciados hacia las oposiciones para profesor e incluso para profesor en la enseñanza privada, como el Gang del Chicharrón (las mayúsculas son de Ibáñez), que primero acapara toda el agua del suministro de la ciudad y luego sólo pone a la venta para comer un bacalao bien salado: una operación tan perfecta que sólo puede ser desmontada por Mortadelo y Filemón.
El chollo que lograron montarse con esos masters no deja de recordar bastante a la implantación legal de la obligación (peliculera y berlanguiana) de poner porteros automáticos y además los que yo importo.
– Verá, ministro, excelencia, es que… ¡se está enseñando mal!
– ¿Cómo mal? ¿Qué quiere decir, Diéguez? No me haga perder el tiempo, explíquese.
– Sí, excelencia, es que enseñan a la buena de Dios, hala, orgía, a leerse este soneto, a comentarlo luego en clase, y no le digo ya los del sistema periódico…
– ¿Periódico? ¿Qué periódico? ¿Ya han venido los de la prensa? Dígame, Diéguez, ¿estoy presentable, tengo bien la corbata?
– De maravilla siempre, ministro, está su excelencia hecho un pincel; pero no me refiero a eso sino más bien a las ciencias, a la química y a la física y esas cosas de raros: ¡vamos! ¡Venga! ¡A mezclar cosas en probetas! ¡A poner imanes juntos! Como si eso no tuviera unas implicaciones didáctico-pedagógicas del más alto nivel.
– ¿Y a mí qué con su didáctica, Diéguez? Dígame adónde va con todo esto, que ya me está poniendo nervioso, que tengo unos patrocinadores esperando ahí con unos catálogos de coches fabulosos.
– Que digo yo, ministro, que para algo los de este ministerio somos los especialistas en enseñar a enseñar, y que deberíamos ser nosotros, precisamente, los que…
– Muy bien, vale, ya lo veo. Haga lo que quiera, pásemelo a la firma, y no me dé más la lata. A ver si va a ser el ministro de comercio el que se va a aquedar con el Mustang, el perraco ese. Largo de aquí.
– ¿Puedo crear cursos obligatorios para todos los que quieran enseñar en…?
– Puede hacer lo que le dé la gana siempre que se quite de enmedio, que pierdo el ascensor.
Porque en realidad aquello fue mucho menos legítimo y fundamentado que si se hubieran puesto como obligatorios cursos impartidos por gentes de filología para enseñar a hablar correctamente a los futuros profesores, digamos, improvisando.
¿De verdad escuchar monsergas sobre la grupalización de la investigación por áreas temáticas, la gamificación, la diversidad inclusiva y todo eso va a hacer más profesor a un licenciado en biológicas que quiere ser profesor?
¿Por qué todo el mundo da por hecho que lo que tengan que contar los pedagogos (o «licenciados en educación») es relevante y cierto y adecuado, y tiene fundamento y utilidad?
Ah, sí: porque no se han parado a escucharlos.