Existen, no tienen culpa, y necesitan atención

Isabel del Val

Ya muy pronto en los años 80, el ministerio de educación en manos de Javier Solana, que en general no sabía lo que pasaba y lo dejaba todo en manos de los autodenominados «técnicos» (y ahí comenzó el mundo educativo a despeñarse), rechazó con las peores palabras la propuesta de elaborar y llevar a la práctica programas especiales para los alumnos que entonces todavía se llamaban «superdotados». El caso es que circulaba un estudio español de extensión prácticamente universal (porque se había hecho colegio por colegio en aquella época en que todavía las autonomías no los habían requisado, de modo que los del ministerio pudieron llegar a algo así como el 98% de los centros) en el que aparecía un resultado que sorprendió a todos: el 15% de los alumnos españoles entre 6 y 16 años mostraban un C.I. superior a 120. Todos suponían que ese 15% iba a haber sido como mucho un 5%: ya se sabe que los repelentes listillos son molestos y ruidosos, pero pocos. Pero hubo tantos controles y exámenes del estudio, que al final no quedó más remedio que aceptarlo. Un 15% de los alumnos españoles pertenecían al grupo que poco a poco iba recibiendo otros nombres, pero que eran esos «superdotados» de hasta poco tiempo atrás, y entonces ya «habilidades especiales» y otros eufemismos de esos que la pedagogía nunca ha tenido dificultades para fabricar con tal de no llamar a las cosas por su nombre.

Así que inmediatamente hubo buenos, serios e importantes grupos de gentes de la educación que propusieron que, de un modo similar a los programas especiales que ya se estaban aplicando desde tiempo atrás (sólo los recién llegados los desconocían) a los alumnos con dificultades parciales, handicaps (que se llamaron entonces durante algún tiempo) o discapacidad (que fue entonces cuando esta palabra terminó de imponerse a minusvalía, y nadie, se ponga hoy como se ponga, apreció los matices ofensivos que luego se le achacarían), probablemente era conveniente, sobre la misma idea de no dejar a nadie atrás, confeccionar programas de atención especial a los «superdotados» o, poco a poco, «alumnos con habilidades especiales». Hubo expedientes sólidos, propuestas muy trabajadas y, desde luego, el fondo y el motivo no podían coincidir más con las directrices políticas generales de la Constitución española, y además con los del gobierno que recientemente se había instalado. 

Pero no.

Proponer eso fue, en algunos casos, incluso un descrédito profesional y hasta personal para los que lo propusieron: ¿cómo era posible que se estuviera luchando por favorecer todavía más a los favorecidos, por ahondar en las desigualdades, por dar más todavía al que ya venía con más? A lo mejor hoy cuesta entender estas palabras, o puede que no, ahora que lo pienso, porque han renacido no hace mucho. Al final, todo se enterró bajo montañas de demagogia pretendidamente igualitarista, se condenó a los «superdotados» a vagar por el aburrimiento y el menosprecio escolar, y si te he visto no me acuerdo, todo por no quedar mal ante la épica de barrio periférico, siempre mentirosa porque nunca sale del barrio periférico, que afirmaba que los «superdotados» eran todos hijos de la clase alta o, como mínimo, de los «barrios del centro» de las ciudades, lo cual por sí solo, como todo el mundo sabe, es suficiente delito.

Pero tampoco.

Resulta que en ese estudio amplísimo y hecho con una calidad como pocos se han hecho posteriormente, se ponía a la luz que ese 15% del total de los alumnos estaba uniformemente repartido por los gajos y segmentos de la población en función de nivel económico, extracción sociocultural, etcétera. Sí, habían sido estudios muy bien confeccionados. Pero esa sorpresa dejó jodidos a todos. A unos, porque les dejaba en pelota en la plaza pública: ¿veis como lo que nos preocupa, esos alumnos que se salen por arriba, y que están desatendidos, no tiene nada que ver con niños ricos ni pijos ni de clase alta? A otros de ahí al lado, porque primero gritaban algo así como «¡Goool! ¡Para que veáis que también hay listos entre los pobres!», pero a continuación se daban cuenta de que eso contradecía sus tesis generales de que la listura era cosa de privilegios de clase, y se quedaban con los pies sobre el vacío. Y a los que venían afirmando que eso existía y era más o menos así y necesitaba estudio y trabajo, porque les dio la depresión del conocimiento: supieron en ese instante que esos alumnos que (también) les preocupaban se iban a quedar sin ayuda, sin atención y hasta sin protección. Sin protección, sí, porque, al contrario que esas excelentes autoridades educativas podridas de ideología, los compañeros de los superdotados que sabían que eran superdotados, lo llamaran como lo llamaran; y, siguiendo la moda de entonces y de casi siempre, lo que había que hacer con esos compañeros que no se metían con nadie pero que sabían tanto, era aprovecharse de ellos para que te hicieran los deberes un rato antes de empezar las clases, usarlos para hacer finas ironías sobre la dudosa sexualidad de la inteligencia, cuando todos sabían que la virilidad y el conocimiento eran prácticamente antónimos, abusar en cuanto se pudiera de sus cuerpos, usándolos para saltar todos encima o para pasárselos como pelota en círculo de compañeros, y todo lo que los de siempre, desde todas las clases y fortunas y riquezas e ideologías, han aconsejado sin descanso que hay que hacer con los que destacan por su inteligencia o sus conocimientos.

Ahí, justo ahí, comenzaron las historias heroicas de maestros y profesores (y de padres), sustituyendo con su perspicacia personal, su sensibilidad no programada y su trabajo, a todo eso que debería haber sido tan competencia de la institución como ya lo era el tratamiento especial a los alumnos que ya se empezaban a llamar «de necesidades educativas especiales». Esta expresión, por cierto, podía haber incluido, como algunos intentaron, a los alumnos que se salían por arriba, pero no se consiguió, por supuesto. Se manejó sin descanso el estereotipo del alumno repipi, que es una expresión que casi no se usa hoy, pero entonces era ubicua: se suponía que ese alumno inteligente forzosamente iba a ser ese pesado y cursi que corregía a los demás y alteraba «el buen orden de la clase» con su narcisismo. Y eso lo decían los que, a la vez, negaban que existiera el alumno inteligente de más, pero es que, cuando se niega la realidad de entrada, lo que pasa a continuación es simplemente una cascada de contradicciones. Y no. No hará falta decir que eso de identificar al alumno dotado con el tío repipi era y es (todavía hay quien se atreve) una villanía cercana a la incitación al linchamiento, y está al lado de los delitos de abuso de menores. Pero ese era el tono, y lo que sorprende es que hoy, que tenemos entre manos un clima más avanzado respecto de este asunto, sigue habiendo esas reticencias. 

Tiempo después fueron estableciéndose programas en general extraescolares, de los que algo hemos hablado, para distraer a los alumnos más brillantes por ejemplo durante las mañanas de los sábados, pero fueron todos unos completos fracasos, y muchos de ellos unas simples chapuzas engañabobos.

Por algún motivo misterioso, a lo mejor por algunos infiltrados discretos, quizá por héroes callados trabajando ahí dentro, a lo largo de estas cuatro décadas (manda huevos: cuatro décadas han hecho falta: la mayoría de las carreras profesionales en educación no llegan a tanto) algo ha progresado el respeto a estos pobres chicos que han nacido, o las circunstancias les han hecho, más rápidos que los de alrededor, o más perspicaces, o más asociativos, o lo que sea en cada caso.

Pero son casos de atenciones individualizadas heroicas, que es justo lo contrario de lo que siempre hemos querido para la enseñanza, que debería ser el gran igualador social, no el terreno de la ignorancia evitada sólo por la buena suerte de que te haya tocado un buen profesor.

Seguimos echando en falta un buen programa general de atención a los alumnos «con habilidades especiales»: llamadlos como queráis, pero haced algo.