15 Nov La expansión de la idiocia
La expansión de la idiocia
Isabel del Val
Hace tres décadas, los docentes capaces de pensar empezaron a alarmarse, algunos anticipadamente, y otros en presente porque ya lo tenían ante los ojos. Lo que estaba pasando con la Primaria era muy rarito, pero era inevitable porque la ley así lo ordenaba. En realidad, los que tenían más capacidad reconocían que lo que estaba sucediendo es que estaban convirtiendo la Primaria en una prolongación del Preescolar. Lo mismo con la Secundaria y con el Bachillerato: cada etapa vio cómo, por ley, su nivel bajaba súbitamente al nivel de la etapa anterior, por decirlo rápidamente. La Secundaria, era visible, era la nueva Primaria. Todos decían: la que se va a liar cuando esto llegue a la universidad. Por supuesto, llegó. Los primeros productos de ese anti-sistema ya estaban en las facultades hacia el 2000, y de lleno y ocupándolo todo hacia el 2005. Y se notaba, ¡vaya si se notaba! Ya hemos hablado en alguna ocasión de esos cursos cero que muchas facultades se vieron obligadas a hacer.
Halagos, lentitud, delicadezas, cuidados donde y cuando no debería haberlos durante la etapa escolar, habían fabricado personas despistadas, incapaces de afrontar esos estudios universitarios que, quizá algo idealizados, muchos imaginaban que tenían que ser los estudios universitarios. Alumnos convencidos de que no tenían que ser ellos los que caminaran para acceder al conocimiento, sino que era suficiente con esperar, pasivos, a que alguien les regalara ese conocimiento. Muy pocos, y perturbados, discuten a estas alturas que la primera consecuencia de tanta insistencia en eso de la «enseñanza activa» por parte de la retórica pedagógica, tal como se entendía y se ha puesto en práctica, ha sido la creación de generaciones de alumnos perfectamente pasivos, incapaces de entender qué significa la palabra «esfuerzo», y qué hacer cuando en primer acercamiento no comprendes un texto o un procedimiento. En fin, se previó, pasó el tiempo, y se confirmó.
Ahora la escritora francesa Caroline Fourest nos ilustra en su reciente libro, Generación ofendida, acerca de muchas cosas, pero nos interesa en particular la importancia que concede, en el tramo final, a su experiencia como conferenciante en universidades de Estados Unidos y de Canadá. Lo hace con detalle y precisión, con muy poca o ninguna brocha gorda, consciente de que lo que está narrando es de difícil digestión para el que no esté avisado previamente (nosotras tenemos esa misma experiencia, como ya hemos comentado más de una vez), gente normal y lejana a la enseñanza que nunca ha tenido la oportunidad de pensar que las cosas en los colegios, en los institutos y en las universidades no son ni lejanamente como las conocieron hace tiempo.
En primer lugar, esas universidades han dejado de ser el territorio donde poner en cuestión lo que eres y lo que piensas, donde crear fricción, aun violentamente, entre lo que traes de convicciones e incluso de conocimientos y todo lo demás, como todos querríamos de la universidad. El adjetivo «incómodo» se ha hecho el rey, e incluso el verdugo; y, si se oye en alguna situación, esta, sea cual sea, queda suspendida. «Eso que dice usted me incomoda», le sueltan a un profesor o a un conferenciante; y se arma la de Dios ipso facto. Por supuesto, eso que incomoda no es la canción de todos los negros tomamos café ante un público negro (que denotaría falta de capacidad de contextualización y por supuesto de sentido del humor por parte del molestado, pero quizá se podría entender), sino un simple «las previsiones son oscuras». Sin exagerar. Tan frecuentemente sufre este tipo de interrupciones que, al escribir su libro, recuerda, por supuesto, a Philip Roth y La mancha humana, con ese terrorífico, por culto, «spook» que desencadena las condenas, el ostracismo, y la aniquilación del protagonista.
El siguiente grado es el de «eso me ofende». Aquí las cosas son ya de mayor calibre. Contra la incomodidad ha cabido, en ocasiones, la invitación al entendimiento y el reajuste. Contra la ofensa ya no se puede hacer mucho: porque eso no es discutible. Yo decido si me siento ofendido por algo o no, y punto. Nadie puede hablar sobre ello.
Oiga, ¿cómo se va a ofender usted por las trenzas que me he hecho? Me ofendo porque es apropiación cultural de un elemento de mi cultura, que las trajo de sus tocados originales del occidente africano. Pero si mis trenzas son ucranianas. Eso lo dirá usted a la defensiva, pero yo reconozco en ellas un elemento de mi etnia y eso usted no me lo puede discutir. El caso es real. Es curioso el número de páginas que dedica Fourest a describir y narrar la preocupación de las estudiantes universitarias del este estadounidense (y canadiense) por los peinados, y las broncas y las condenas que montan a propósito de ellos. Parece broma tediosa, pero no lo es. Cuando han pillado a un blanco con rastas, a este se la ha caído el pelo. Pero con cualquier otra cosa y de cualquier modo, porque de lo que se trata es del entrenamiento con el que todas estas generaciones han llegado a sus 18 o 19 años: detectar ofensas a su grupo de pertenencia incluso antes de que se produzcan o, por supuesto, antes de que nadie haya pensado nada que vaya a tener como consecuencia que se produzcan. Cierta universidad canadiense, es sabido, ha llegado a prohibir el yoga porque era una apropiación cultural que podría ofender a los estudiantes de origen indio (mientras, por cierto, el primer ministro indio recomendaba la promoción del yoga en el mundo como elemento importante de exportación cultural); un comedor ofrece un bánh mì vietnamita algo tramposeado (como cualquier comida que se ofrece en América), y la estudiante vietnamita se ofende, y la cosa llega hasta la prensa local con investigación sesuda y todo. Y así sin límite.
Sin límite: hasta las simples opiniones expresadas en privado. Dos profesores perdieron su empleo en Yale, en 2015, «por haber cuestionado la política universitaria que pretendía regular la elección de trajes ofensivos para el Halloween», en un correo privado que alguien supo sacar y filtrar.
Fourest se extiende en casos y situaciones, desde su perspectiva de «feminista-lesbiana» y colaboradora de Charlie-Hebdo: eso ya la coloca en el bando despreciable de la izquierda más ferroproteínica, porque, como todos sabemos, no es admisible para esa izquierda esa cosa de guasearse de Mahoma y tal.
Nosotros tomamos su narración (ella no llega ahí) como centón de signos de que lo previsto se ha cumplido: la mayor parte de los alumnos de Primaria y ESO de hace treinta y veinte años sólo iban a tener esa Primaria y esa ESO como instrucción formal en toda su vida. Eso ya era más que suficiente para cuidar todo aquel mundo con primor de jardinero. Muchos han salido a la vida así, con esas carencias, y probablemente la misma marcha real de las cosas les ha suplido lo que no les han proporcionado sus profesores del pasado. Pero otros pocos han seguido su recorrido hasta la universidad, convencidos de que las instituciones educativas están para servirlos, de que las autoridades educativas y docentes tienen que plegarse a sus deseos y sobre todo a sus sentimientos… Y eso sale de donde sale.
Habrá que ser muy cuidadoso para ir exponiendo todo lo que se extrae de esto. Hay un depósito de putrefacciones de tal tamaño en el subsuelo de estas cosechas que no hay forma de describirlo de una sola vez. De momento, nos limitaremos a recordar que, en otros tiempos (y para algunos puede que en estos mismos tiempos, pero en otros lugares y no en estos), cuando dos inocentes jóvenes se besaban en la calle, en la parada del autobús, en la estación de tren o donde fuera, lo más normal es que saliera una señora fiera, y menos frecuentemente un hombre de aspecto post-militar, que muy airadamente insultaba a los jóvenes y hasta amenazaban con denunciarlos a la policía. A menudo los jóvenes se defendían: «Métase en sus asuntos, esto no tiene nada que ver con usted, no nos metemos con nadie»; pero los sayones no aflojaban: cómo que no tiene que ver conmigo: ¡me ofende tener ante mi vista esa conducta indecente!
Y por más que buscamos, no encontramos un argumento que sirviera para acabar con ese comportamiento imbécil e inquisitorial que no valga para aplicar al comportamiento de estos universitarios que se ofenden por todo lo que no sea afirmación de sus personas.