15 Dic La maldita vocación de profesor
Isabel del Val
Eso de ser profesor, y más de secundaria y bachillerato, ha sido algo que desde siempre ha sido precedido por eso que se llama vocación. No incluimos a los de primaria, o maestros, porque por un lado no es difícil recordar o incluso suponer que hace mucho, mucho tiempo, también era una cosa vocacional, pero quedó ya claro desde las mareas de proletarización de los ochenta que, precisamente en los asuntos de primaria, esa palabra, «vocación», había adquirido nuevos matices casi de antónimo a su significado original. La vocación que lleva a alguien a ser profesor de literatura o de física o de latín o de biología en secundaria y bachillerato es uno de los intangibles más misteriosos que rodean a los deseos y las ocupaciones de las personas, pero al mismo tiempo de los más intensos. O más bien era.
Las lenguas de doble filo, quizá agrupadas por el hecho de haber sido malas estudiantes en su pasado, solían burlarse de esta vocación, suponiendo que el término no era más que un eufemismo o quizá un camuflaje de la verdad que había debajo, que no sería otra que la de la vanidad de sabihondo que se complace en mostrar a los demás lo que sabe. Frente a esto estaba la realidad de la mayoría de los profesores, que bastaba un cierto número de conversaciones y encuentros para conocer, y que consistía en el placer de repartir placer, el que ellos, cada uno, experimentaba y querían y creían que los demás iban a experimentar al conocer esa materia o ciencia o asignatura que a ellos les parecía tan bella y maravillosa. Y así se iban acercando y se han ido acercando a la docencia generaciones y generaciones de profesores, y se ve que no ha sido un motivo, un procedimiento y una noción demasiado malos cuando la transmisión de conocimientos ha sido eficaz y se ha dado con calidad durante tantísimas generaciones. Con diferentes lenguajes y excipientes, siendo la enseñanza siempre la esponja absorbente de todo lo que pasa en la sociedad, y autoritaria si esta es autoritaria, y lírica si la sociedad se pone lírica, y negligente si negligente, la realidad de lo que ha venido sucediendo en la historia es que los sujetos de conocimiento y de conocimientos han ido teniendo relevo, y unas generaciones han enseñado a las siguientes, y hasta llegó el momento en que se decidió que nos merecía la pena poner todos un poco de nuestro dinero para que, igual que con la sanidad, todos accedieran a esos conocimientos en una especie de institución extraña y lo más antinatural que pueda concebirse, que hasta ahora ha recibido el nombre de escuela, o colegio, o instituto públicos. Y querer ser agente de ellos venía siendo un orgullo que se sumaba a ese placer por transmitir lo placentero.
¿Pero habéis visto los sueldos de los profesores de hoy?
¿Habéis visto lo que sucede en una reunión de padres de alumnitos cuando unos y otros dicen sus profesiones, en cuanto el profesor de biología dice que es profesor de biología (o de lo que sea, siempre que no sea algo sonoro y atávicamente temible: «catedrático de derecho penal y presidente del tribunal carcelario nacional», por ejemplo)?
¿Conocéis cómo se las gastan hoy los sindicatos de profesores de la enseñanza pública que, salvo en casos absolutamente heroicos por ejemplo andaluces, parecen tener como único objetivo entorpecer la enseñanza, disminuirla, tropezarla y sobre todo convertirla en otra cosa?
¿Tenéis noticia de cómo hacen en la enseñanza privada cuando si le suben una hora más a un profesor ya tendrían que reconocerlo como a tiempo completo, y él cobraría suficiente, por fin, para comer, pero lo retienen año tras año con una hora menos pero un 30% menos de sueldo con tal de conseguir un ahorrillo que vaya usted a saber para qué lo quieren?
A lo mejor sí os ha llegado a los oídos algún sucedido más o menos reciente relacionado con conflictos violentos alumno-profesor-padres de alumno-dirección templagaitas. La profesora de biología pide por enésima vez un poco de silencio y que se sienten, por favor, que queríamos empezar la clase hace cinco minutos. Del corrillo ese de guaperas del fondo uno se vuelve hacia la profesora y, amparado en la algarabía atronadora, vocaliza exageradamente pero sin emitir sonido alguno, «gi-li-po-llas». La profesora le dice directamente «vete de clase, y a continuación a dirección, que cuando acabe esta clase ya voy yo y se lo explico». El alumno se niega. Por fin todos se callan, unos encantados pero la mayoría horrorizados por lo que ese provocador está haciendo con su profesora, con la clase y con el derecho de ellos a recibirla. Ella le pone la mano en el hombro. A partir de aquí hay variantes: él se zafa violentamente al grito de «las manos quietas», o se tira al suelo como un teatrero jugador de fútbol gritando «me ha agredido, la profesora me ha agredido», o quizá (no es infrecuente en la actualidad) acepta irse, encantado de librarse de la clase, pero diciéndole muy alto a la profesora: «esto no va a quedar aquí, en cuanto se enteren mis padres, que son abogados, ya puedes dar tu trabajo por perdido». La profesora no llega a perder el trabajo la mayoría de las veces, pero desde luego el fulano no recibe sanción alguna, y menos de sus padres, que incluso fundan una asociación de padres de alumnos maltratados. La dirección «da por resuelto» el incidente con una amonestación a la profesora que sólo satisface a medias, pero promete una próxima más gorda, a los padres y al alumno.
Lo que con todo ello saben los profesores es que tienen que dedicar más tiempo a cumplir con el papeleo soviético de programaciones y control de lo que hacen en el aula o fuera del aula con sus alumnos, minuto a minuto, acción a acción: papeleo que exigen unos entes incapaces de dar la cara (mandan a los inspectores, que ya no se dedican a lo que se deberían dedicar), ignorantes no ya de la biología, la literatura, la física y todo lo demás que alguien tiene que transmitir a las nuevas generaciones si no queremos que en treinta años nadie sepa construir un puente para el tren, sino ignorantes sobre todo de lo que más presumen de saber: técnicas de aula, lo que pasa de verdad entre alumnos y profesores, cómo hacer saber al que le cuesta aprender, qué hacer con el que no quiere aprender de ninguna manera.
«Yo quería enseñar, a mí lo que me gustaba y me hacía ilusión era enseñar, y no esta batalla a la que se ha reducido todo en la actualidad entre pedagogos, burocracia, inspectores, niños ineducados en primaria y padres entregados a la adoración de sus hijos».
Y además son todos muy conscientes del nulo futuro que tiene su situación laboral, las inexistentes posibilidades de prosperar y mejorar. Si siguen ahí, todo lo más, trienio tras trienio, subirán 40 euros al mes cada tres años.
Ya hemos hablado en alguna ocasión de esa fantasía de crear algo que se llamaría «Centros de Transmisión de Conocimientos», ¿no?