Patologicemos todo en el cole. Agarraos, que vienen comillas.

Patologicemos todo en el cole. Agarraos, que vienen comillas.

Isabel del Val

 

Cae la hoja, comienza el frío, y vuelve el ataque: todo está «infradiagnosticado» en los colegios y en la población escolar. ¿Que pensábamos que ya se estaban pasando al decir que un 18% de los alumnos de Primaria padecían TDAH? Pues jódete: que son nada menos que un 30%. Y reos de dislexia, puf, llegan a un 50% si nos ponemos finolis. De «discalculia» no te digo ya: casi todos. Y así con todo. Recientemente, a finales del curso pasado, se inventaron un nuevo dis-algo que ahora no recuerdo. ¡Son tantos! Pero a ver si mientras escribo esto lo recupero.

Ya por los años 90 hubo algunos grupos inteligentes que comenzaron a señalar que qué es esto; entre otras cosas, el Ejército Diagnosticador llegó a proponer que la superdotación, por muy parcial que fuera, como «disruptora» de las cuadrículas de las estadísticas y de las inspecciones, no dejaba de ser «patológica». Y hasta se hizo algún programa, que recogió alumnos y todo, pobrecillos, con altas y muy altas capacidades de diferentes modalidades, supuestamente para «ser solidarios» con ellos y sus problemas: y la solidaridad consistió en hacer todo lo posible para entontecerlos. Muchachos (la mitad muchachas, sí) que a los doce años pillaban por su cuenta las derivadas y las integrales, o asociaban como adultos modos léxicos con conflictos sociales y lo plasmaban así en sus exámenes, fueron (por ejemplo, en Madrid) paseados en el Metro de acá para allá, muchas mañanas de sábado, como parte de su programa de «atención al superdotado»; Metro que, a sus doce años (y hace treinta) sabían coger de sobra por su cuenta,  y de hecho la mayoría cogía al principio de esa mañana para acudir a esas clases. Se pretendió colar que aquello era «para desarrollar» sus potencialidades, pero los que estaban por sus cercanías, horrorizados, proclamaron y siguen proclamando hoy que apenas se disimulaba que lo que se buscaba era apaciguar sus inteligencias, por decirlo en plan cursi. Pero es que se había llegado a la conclusión de que hasta eso era «patológico». Y cada otoño, como decimos, llega la nueva temporada del cuentecito.

Ahora reatacan con lo de siempre. Pero, casi como la moda, por mucho que se repitan, cada desfile de temporada trae un lacito nuevo, por pequeño que sea. Y este no es pequeño; hasta ahora lo ponían los psicólogos de cada colegio, pero acaba de pasar a doctrina general: como un alumno «se muestre nervioso» en ocasiones, como emprenda «otras tareas» por su cuenta antes que sus compañeros por haber acabado antes las de todos (es decir, por ejemplo, leer las páginas de los temas siguientes al que se está tratando, porque él ha leído las anteriores más rápido), como muestre necesidad de abandonar su asiento y realizar alguna actividad física… ya le cae el diagnostiquito de TDAH. Traduzcamos correctamente: ahora «toca» (que diría Pujol) leer la página 14, y si usted lee la 15 o siguientes, usted se sale de la Programación (loado sea su santo nombre) y usted tiene que ser reeducado. Y no digamos si lo que muestra es esa prisa o esa ansiedad acompañada de algún «síntoma» (o sea meramente un signo) físico. Lo más probable es que acabe en la unidad TDAH del Complejo Sanitario Mao Tse Tung de reeducación, en un lugar indefinido de la campiña ilerdense, seguramente.

Siguen una y otra vez con lo del infradiagnóstico, y lo más curioso es que una y otra vez la realidad se lo desmiente. Pero, claro: son sus negocios los que peligran, sus consultitas, o sus gabinetitos, o en el más suave de los casos sus destinitos de funcionarios en este distrito escolar o en aquel otro, que me viene peor. No se vaya usted a creer: en mi distrito, en mis cinco colegios, tengo cientos de TDAH y disléxicos y discalcúlicos y hasta disfóricos, todo el día contentos, los desgraciados; qué digo cientos, ¡miles, decenas de miles!, así que no me moleste con que si mi antigüedad o mi destino, que tengo «tutorías» a todas horas, y además una puesta en común con mis iguales en la Dirección Territorial día sí, día no, es que está una que no puede.

Hay quien muestra sin control alguno el placer que le causa asignar patologías a los que les rodean; todos recordamos esos compañeros de otras facultades señaladas que estaban todo el día tocando las pelotas cuando uno cogía así el vaso de cerveza, o lo cogía de otra forma, o se ajustaba las gafas o dejaba de ajustárselas, o casi en cualquier momento con cualquier motivo. Un auténtico coñazo de listillos medio aprendidos entre un Freud descafeinado, lacanadas desorejadas y hasta con espumas de Melanie Klein, sexología de la de entonces, y con un evidente impulso inercial que venía desde las inquisiciones de sus profesores del colegio de curas vigilantes 24/24, que se dice ahora. Algunos pensamos que este comportamiento (ahora el de ellos: y no es por venganza) viene en muchas ocasiones de haberse entrenado en esos centros de estudios que más que preparar profesionales parecían y parecen preparar prepotentes incompetentes, o arrogantes andantes o quizá, en su caso sí, vengativos acusativos.

¿A qué viene, si no a alguna aberración así, ese empeño en que cualquier alumno que no siga a rajatabla sus instrucciones hasta para ser «solidario, libre, activo y participativo» (han conseguido con las décadas que una sienta casi náuseas ante esas palabras que por su cuenta serían tan nobles) tenga que ser acusado de algo? Recuerda, y da mucho asco, a esas narraciones que nos llegan de Protestantelandia, narraciones de suspicacia extrema, o más que extrema, probablemente, ella sí, patológica-prenatal, de extremos cuidados y precauciones ante el más mínimo gesto conversacional digamos con las manos: eso puede ser signo de violencia volcánica a punto de estallar, en lugar de natural y puede que regional o cultural modo de hablar. Sepan, ya que estamos, que lo que por aquí consideramos amenazador es a un tío (sí, o tía) que te puede soltar una parrafada de tres minutos sin hacer un solo gesto ni con las manos ni con músculo alguno de su cara, y sin pestañear. A ver quién gana en esa competición idiota. Ya sabéis: la cosa esa de que familia que conversa vehemente en la comida es disfuncional, y sólo es guay la que permanece callada y afórica.

Los que pierden sí que están claros desde el principio: los alumnos de colegios e institutos. Tanta diversidad y tanta leche para andar a la caza del «patológico», que lo será no porque gire su cabeza 360º y vomite verde, ya quisiéramos, sino porque durante la explicación de lo que es el enfoque de género y cómo hacerlo compatible con la reivindicación del género fluido (que, a propósito, a ver si se aclaran, porque no son dos cosas precisamente compatibles pero suelen ser esgrimidas a la vez por las mismas manos), Alberto, a sus doce años perspicaces, que ya ha pillado de qué va ese sermón, se ha quedado fascinado con la pedazo de mariposa que se ha posado por fuera del cristal de la ventana, a su lado, y ha hecho pumpumpum en el cristal con su dedo índice, como hacemos todos, en ese tonto intento de qué, ¿de que te mire la mariposa?, no sabemos, pero lo hacemos. De pronto a Alberto le llama la atención el silencio de su clase. Y el profesor (sí, o profesora, o lo que sea fluido) a su lado, al que no ha notado ni llegar, y la condena: Alberto, acompáñame al orientador. Y Alberto se puede preparar, porque le van a dar el curso con visitas regulares, horas y horas de preguntas, alejamiento a tales horas fijas de sus compañeros… Porque le ha caído un diagnóstico en toda la cresta.

Y a menudo sustituyendo, quitando espacio y tiempo y tratamientos a los que de verdad hubieran necesitado ese tratamiento.

Hay que patologizar todo en la enseñanza. Es verdad que todos los otoños, junto a estos diagnósticos de que se diagnostica poco, pero muy pronto muy pronto (este octubre pasado era ya en el segundo párrafo) se habla inmediatamente de «recursos», porque estamos tratando con tipos remilgados a los que les da pudor, o no sé, decir la palabra «dinero». Ah, que falta pasta; que queréis más pasta. Porque los redactores periodísticos a su servicio inmediatamente preguntan, como si fueran inocentes, ¿y usted por qué cree que se diagnostica poco? La respuesta la gritan los perros de alrededor, los otros clientes de la cafetería donde se hace la entrevista, los mosquitos, las amebas, hasta los mejillones tigre que esperan en el mostrador a ser engullidos a la hora de las cañas: ¡porque hacen falta más recursos! Si hubiera más pasta, por lo visto, los que diagnostican a ojo un TDAH o una discalculia en un joven sólo porque al tío no le molan las mates tanto como la lengua, o porque hace placplacplac con el boli entre los dedos en lugar de encajar doctrina en la postura del loto, diagnosticarían mucho, mucho más. Sólo veo 17 «patológicos» en esta clase de 30 porque sólo tengo 1.000 euros en el bolsillo. Ponme 2.000 euros, y veré… a ver, un momento, que no sé si tengo discalculia yo mismo, no, ya lo tengo, ¡34!

Tanto rollete con la diversidad al final no va a ser más que esa besamel canadiense: «diversos», si es de este modo y de aquel otro; pero «diversos» así y asá, nunca en la vida: eso es patológico y necesito pasta para verlo.

Acabo de recordar el nuevo dis-algo que se inventaron y trajeron a los institutos el junio pasado: ansiedad ante un examen. Que eso necesitaba tratamiento, que no podía ser, que había que hacer estudios, a ver si eso lo sufrían un 18%, un 47% o cuántos. ¿Y si fuera un 100%? (El caso es cierto y verdadero, no se vaya a creer nadie que es una broma o una parodia.)

Más comillas: ¿cómo podremos, cómo podrá la enseñanza quitarse a estos «gilipollas» de encima?