15 Feb 7500: el nuevo hombre
7500: el nuevo hombre
Largometraje de 90 minutos dirigido por Patrick Vollrath, protagonizado por Joseph Gordon-Levitt. 2019.
(Título en español: 7500, avión secuestrado.)
Esta película (¡cine!, ¡no es una serie!) muestra por fin ciertos elementos que ese que podríamos llamar «cine aeronáutico» no ha mostrado, o lo ha hecho sólo muy parcialmente: la rutina de un vuelo comercial en la cabina, los preparativos sistemáticos que llevan a cabo entre comandante y piloto (o lo que se suele denominar «piloto y copiloto»), una normalísima relación de pareja entre ese piloto y una azafata, tan poco de playboy o de «azafata» que hasta tienen un hijo pequeño esperando en casa con un canguro… Quizá es que ha llegado al mundo del guión y al de la dirección una generación, por fin, a la que esas bobadas del glamour aeroportuario, avionístico y azafatístico ya no impresionan, porque probablemente hicieron su primer vuelo con menos de un año. Ahora se trataría de contar otras cosas, y menos de lucir el decorado, las nubes, lo que impresionaba a los de antes hasta el punto de admitir películas «de aviones» aunque no tuvieran argumento presentable, y sólo por los paisajes, digamos.
Ahora, por fin, el avión comercial no es más que un escenario más, muy frecuente y para algunos casi cotidiano, de nuestras vidas normalísimas. Así como lo es para esos pilotos a los que acompañamos desde que entran en el aparato, en el aeropuerto de Berlín, y se ponen a chequear y revisar todas esas cosas técnicas que hay que chequear y revisar. Nos hemos asesorado por profesionales de ese ramo, y nos aseguran que las conductas y los diálogos son perfectamente verosímiles, y los tecnicismos no son camelos. Muy bien. La verdad es que es lo mínimo que se les podría haber pedido a las anteriores aeronáuticas, pero estaba esa fascinación, creemos. Es como si nos hubiéramos estado tragando películas de médicos en las que veíamos que a un tipo en el quirófano le sacaban un pulmón del cráneo o le arreglaban un ojo de un martillazo; pero bueno, se ve que la veracidad va por barrios. Y quizá ahora ha llegado a este barrio de aviones.
Todo marcha así de rutinario, hasta confortable: un breve vuelo de esos que da gusto hacer, Berlín-París, el tiempo de tomarse un café y leer un par de noticias en el periódico. Pero sucede ese 7500 del título: es el código de transpondedor para comunicar a tierra que el avión está siendo secuestrado, o gobernado irregularmente, o una expresión similar que es al parecer como se denomina oficial y reglamentariamente. El piloto coloca esa cifra en el transpondedor (el emisor que comunica permanentemente la existencia y la posición del avión a los centros de control), y todos saben en tierra lo que está pasando (más o menos) sin que los secuestradores puedan conocer, por su parte, que esa comunicación se ha hecho. Como el asunto es peliagudo, parece que este código era algo muy cercano al secreto hasta hace poco, que se popularizó en novelas y series de televisión, y ahora ha llegado nada menos a título de película; de modo que, según nos informan, hay otras medidas paralelas a este código numérico para comunicarse entre pilotos y control aéreo, pero esas ya no son conocidas, ni deberían serlo, por el público. Estas otras medidas no aparecen en esta película. A no ser que de tan secretas y crípticas sí que aparezcan, y nadie las haya percibido; pero, entonces, para qué incluirlas en el montaje.
Hay un elemento en el guión que quizá es más original de lo que a primera vista parece: los secuestradores son tres sujetos de los cuales todo lo que llegamos a saber es que son musulmanes, y uno de ellos, el de 18 años, nacido en el mismo Berlín. Nada más: no hay escenarios paralelos de un estado mayor de una yihad nosedónde siguiendo el secuestro, ni mucho menos catecismo visual desde un campo de refugiados de guerra alguna, inicua o no. Lo máximo a lo que llega no es ni de lejos una explicación, ni mucho menos una justificación, cuando en un único diálogo, el más joven y evidentemente desnortado dice que «está ahí porque hay hermanos suyos muriendo en guerras». El piloto no le llega a decir, pero le dice por otros medios, que no se tire el rollo, que qué tendrá que ver eso con él, consigo y con el resto de los pasajeros. Al final y en suma, no nos importa por qué estos individuos secuestran, coaccionan y matan, y además quieren matar a miles estrellando el avión en Hannover; ni nos importa a nosotros ni le importa a la película: nos ha gustado esta película por eso, porque hace que nos sintamos representados en esa medida en que los pasajeros lo único que quieren es seguir con sus rutinarias, medianas y convencionales vidas, y no morir de pronto y tan pronto porque a unos alunados les ha dado por pensar que tienen derecho sobre ellos. ¿Por qué piensan eso? Porque alguien allí ha entendido muy bien enseñanzas de aquí y le ha venido de perlas la idea de que todo el que no combate a mi favor es cómplice de mi enemigo; tampoco es que hayan sido muy originales con esto, pero es cierto que en estos asuntos de cargarse población de clase media que va al trabajo o a la universidad en Madrid un 11 de marzo, por ejemplo, o que se divierte en un concierto de rock en una sala de París o pasea por las Ramblas, esa idea de que es culpable todo el mundo es tan jesuítica, tan montonera, que da asco y además les funciona.
No vamos a ser por completo crueles y desvelar todo lo que sucede; es muy en el centro del drama cuando sí nos enfrentamos a lo que nos deja definitivamente intrigados de esta película, un clímax que aparece entre otros, pero que a nuestros ojos condensa el contenido: el piloto observa por circuito cerrado de tv cómo los secuestradores han cogido a su mujer, azafata, y amenazan con degollarla si él, desde dentro, no abre la puerta de la cabina. Hemos asistido, probablemente con toda intención, a esos chequeos técnicos previos al despegue; hemos despegado en cabina y hemos observado y casi aprendido a manejar el aparato. Estamos abrumados y agradecidos por la tecnología que es capaz de hacer todo eso que hace un avión comercial. Y además por la actitud serena (nada estridente, al contrario que las anteriores películas) de los controladores, que se ve que lo tienen preparado y saben qué hacer. Si hay que desatender el mando inmediato del vuelo, para eso está el piloto automático, que ya es antiguo pero que en la actualidad es todavía mejor con sus ayudas informáticas… Hasta sabemos que esa puerta es imposible abrirla a golpes, fabricada con la última tecnología, y además vemos en un monitor lo que sucede al otro lado: ahora, por ejemplo, vemos a un sujeto apoyando un cuchillo de cristal en la garganta de la azafata, que además conoce las normas y… no vamos a decir más de su conducta. «¡Abre o la matamos!», grita el secuestrador. «Usted sabe que no puedo abrir», responde el piloto por el micrófono. Qué hacer. Su pareja y madre de su hijo de dos años o el control del aparato y la supervivencia del pasaje.
Sí, hemos presenciado situaciones similares desde que el drama es drama, e incluso algunas de ellas en verdaderos episodios históricos. Pero no lo habíamos visto en nuestro mundo de pilotos automáticos, de decisiones compartidas con algoritmos, o en el mejor de los casos con asesores humanos del otro lado de la radio, controladores, gentes del orden público, técnicos. ¡Si los diferentes softwares hasta te deciden la dieta de hoy calculando las calorías y los colesteroles de la semana pasada! ¡Para qué molestarse en pensar un menú! Cuesta mucho encontrar algo que no sea «Computer-Assisted».
¿Este es el mundo nuevo, por fin? ¿Es un nuevo ser humano? ¿Ese de algunas ficciones que con poner la muñeca bajo un láser recibe su desayuno más adecuado, una sugerencia de lectura, una prescripción de ejercicio, y consejos para imponerse a los hijos a la hora de mandarlos a la cama? Si es así, ese ser no es el mismo que salía de Salamanca de lazarillo de un ciego, ni el que volvía con su familia después de dejar que Moscú fuera reducido a cenizas ante Napoleón, ni ese niño que empezó su carrera trabajando en una fábrica de betún junto al Támesis.
Pero el piloto mira alrededor. ¿Abre, o deja que maten a su mujer? No hay aparato que se lo resuelva. Comunica por voz con Control Aéreo: «Me dicen que abra la puerta o que, si no lo hago, matarán a mi mujer». De Control le contestan, serenos como siempre: «Usted sabe que bajo ninguna circunstancia puede abrir esa puerta».
Ni siquiera un humano le ayuda. Y ningún software, ni hardware. Ninguna ecuación para resolverlo. El piloto es, de pronto, el hombre de la actualidad: el de hace un siglo, el de hace diez siglos y veinte siglos, y todos tienen que resolver ese dilema con los mismos medios. Siguen sin tener ayuda. De pronto tiene ocho años y está de ayudante de un fabricante de ataúdes en la Inglaterra de 1830, o con diez corre y se escabulle de las pedradas de la fuerza pública en las afueras de Cádiz justo cuando la batalla de Trafalgar, es todos los niños a los que han encerrado con cinco años en una despensa a lo largo de la historia para castigarlos por nimiedades, es la niña de seis años vendida como esposa a un potentado, es el canijo de nueve años mal comido al que usan los mineros para llevar la dinamita por la conejera riéndose en su cara mientras le dicen que seguramente no vuelva.
Se diría que no hay formas nuevas de maldad; y que, frente a ellas, tampoco hay nuevas formas de ser víctima.