A propósito de Veneciafrenia de Álex de la Iglesia

A propósito de Veneciafrenia de Álex de la Iglesia

 

Esto del mundo de las películas y las series es muy amplio y, como decían antes los macarras, muy elástico. Así que, aparte de ver cosas, también oímos y leemos cosas acerca de esas cosas que vemos, y antes o después tenía que tocar que nos enrolláramos con eso incluso en una sección tan visual, oh, como esta.

Dejaremos para otro día lo de ver si comentamos la misma Veneciafrenia. Nos divierte mucho comentar con vosotros y que nos comentéis lo que os gustan o disgustan los slashers o las romanticadas, y esta podemos garantizar que de romanticada más bien poco, como seguramente ya sabéis. Quizá adelantaremos que en conjunto mola, pero que dos o tres detalles sobre todo de dirección artística convendría ir pensando en cambiarlos (no en esta película, claro, sino en lo que se va empezando a diseñar para sucesivas), porque parece que se han fosilizado y, desde luego, han perdido su valor y hasta su simple truco de aparentonas: las máscaras a lo bestia en plan barroco o rococó, desde que las puso de moda Amadeus, quizá han llegado ya al final de su recorrido (Casanova y alguna otra las utilizaban, pero no llegaron a tantos públicos). Lo que pasa es que Álex de la Iglesia sabe cómo hacer para que den miedo, y eso es mejor.

Pero vamos a otra cosa: repasados los alrededores de la película, como a menudo hacemos, nos hemos encontrado con una entrevista de hace como un mes (esperad, que lo consulto, que luego me llamáis cosas feas: del 10 de octubre, concretamente) en El Mundo, no muy larga, pero que contiene al final lo que nos impresiona y nos despierta zonas cerebrales que solemos mantener (quizá algo aposta) dormidas. El redactor recuerda El día de la bestia, y entre él y de la Iglesia afirman: esa película enseñó a muchos que aquí se podía hacer un cine como el americano, que las cosas no sólo pasaban en Nueva York, sino que también podían pasar en la Gran Vía.

Observación fundamental, y hasta fundacional. En aquel entonces, cuando El día de la bestia, las cosas audiovisuales estaban todavía en una época de cambio que sólo la perspectiva permite afirmar que era sísmica. Muchos de los que estábamos por ahí lo vivíamos con la angustia de los que saben su empleo puesto en cuestión casi cada hora, y además por todas las bandas y los bandos. Los más viejos del oficio no hacían con los más jóvenes lo que habían hecho con ellos los que eran los más viejos cuando ellos eran más jóvenes; y además lo reconocían y se escudaban con cinismo sindical en entonaciones argumentales: es que con lo difícil que está todo, no te voy a facilitar las cosas para que te den una dirección a ti y me la quiten a mí (en las teles, que ya proliferaban autonómicas o privadas, el equivalente fue: ante los próximos despidos, se quedarán los que estén afiliados a nuestro sindicato, así que ya sabéis).

En la busca que todos los que ya iban dejando de ser tan jóvenes realizaban cotidianamente de productores y productoras (esto no es desdoblamiento ignominioso, es que productores hace referencia a personas y productoras a empresas), lo que más frecuentemente se encontraban -lo hemos cotejado con ellos una y mil veces- eran comentarios del estilo (o exactamente como) «Es que no tenemos por qué hacer el mismo cine que se hace en América; nosotros a hacer nuestras cosas». Casi ninguno se quedaba en el despacho el tiempo suficiente para oír la contestación: «lo que no podemos hacer es el mismo cine que aquí se lleva haciendo treinta años, y copiar a Saura y a Chávarri y a García Sánchez y a…»

Sucedía que esos jóvenes que ya iban dejando de serlo lo que llevaban en sus guiones eran películas bélicas, de acción, de terror, policiacas, de aventuras… Y al parecer ninguno de los productores y ninguna de las productoras (ojo otra vez) entendía ni dónde estaban ellos, ni dónde estábamos nosotros, ni dónde estaba el cine. Incluso ha sucedido que, pocos años después, alguno de los que más fervorosamente sostenía que no se saliera del primer plano intimista y el silencio comunicativo, sorprendían a todos con sus producciones de acción y hasta bélicas, con la colaboración del ejército y todo. Pero no se lo afeábamos: simplemente, nos lo reconociera a la cara o no, había reconocido que estaba equivocado. A su lado, seguía perorando el conocido como Cretino (nos aconsejan que no digamos su nombre verdadero, pero subrayamos que es cierto que se le conocía en el oficio como El Cretino), niño muy de papá (hasta el punto de jugar incluso públicamente a estar siempre peleado con él, no se puede ser más), ínfulas de Lennon pero con modales de hampón, colocado como todas las suegras quisieran ver colocado a su yerno desde muy prontito, sin mérito alguno más que el de sus posibles argumentos familiares con algunos de los directores, y lo que dejaba claro a todo aquel que no pudiera evitar escucharle era: «Nunca jamás se podrá hacer cine policiaco en este país, con la policía franquista que hemos tenido». Y no ofenderemos al lector haciendo la lista de películas y series, algunas de calidad triple A, que han «avalado» sus sabias palabras.

Eso era en los 90. Así que España, por mucho que los boomers hubieran ascendido de edad y un poco, paso a paso, de escalafón profesional, todos les dejaban claro que su destino estaba sellado como ayudantes de dirección como máximo o, en las teles, quizá realizador, aprobando las adecuadas oposiciones o su equivalente privado: para ganarse la vida, quizá, (lo de las teles; lo otro no, claro), pero de hacer una película nada, chaval, no te vayas a creer, Ángel Fernández Santos en la comisión de guiones del Ministerio ya se encargaba de que no pasara uno que no fuera como los que él hacía; y el otro productor, que sólo si es en los decorados naturales de la finca de su familia, y… dale que te pego con las Gimnopedias de Satie y sobre todo con Falla: si una película que proponían no tenía algo de esto no colaba. Así que los boomers hicieron (casi) todos los adecuados cursos para pasarse a la tele y fueron encontrando ahí algún huequecito, y unos pocos han hecho ahí toda su carrera, pero otros cuantos se toparon con esos filantrópicos sindicatos que hay por aquí y tuvieron que inventarse nuevos oficios.

Pero aún no habían arrojado la toalla cuando un yogurín les afeitó las barbas al pasar como un meteorito por delante de ellos y colocar en cartel una película «como la de los americanos», y sin Falla ni Federico ni banderas de la CNT: ¡Tesis! Un pequeñín que ni siquiera había acabado la carrera y que, además, para más pitorreo, había rodado la mitad de su película en la misma facultad de (entonces) Ciencias de la Información de la UCM. Un generación X con todas las credenciales que, de un plumazo, se había saltado todas las reglas «produccionales» más o menos (no: más) absurdas y gremiales que los boomers no habían sabido cómo saltarse (algún día habrá que preguntar a Bovaira cómo lo hizo). Y que además había conseguido el aval de José Luis Cuerda y hasta de Miguel Picazo, que incluso actuaba en un secundario. El acabose.

Es cierto que el mismo de la Iglesia se había adelantado con la descacharrante Acción mutante; pero eso parecía, cómo se dice, flor de un día. No iba a prosperar; seguramente encontrarían su cadáver en alguna morgue cualquier día. Pero… ¿Tesis? Claro que, inmediatamente, para que nos atragantáramos de la sorpresa, llegó este Día de la bestia que terminó de desvelarnos a todos y, por supuesto, de dejarnos claro que la siguiente generación nos había sobrepasado y que si había algo sería para ellos. Pero lo curioso es que, hasta donde pudimos conocer, esos boomers echados a un lado, lejos de hacerle ascos a esas novedades que, aun siendo de más jóvenes, habían conseguido romper esa especie de oligopolio de la «generación de la guerra», se pusieron a aplaudir como locos. Porque lo que querían era recuperar el contenido, la diversión, el llanto, la aventura, y la vida para el cine, aunque lo rodaran otros. Alguno rabiaría, quizá, en lo más escondido de su desván; pero no se hizo ideología de ello.

De estas sorpresas sí se hizo ideología: en efecto, como dijo hace un mes de la Iglesia, se demostró «que las cosas no pasaban sólo en Nueva York»: y de ahí a todo lo demás y bueno que le ha venido pasando al cine y a la televisión en España no había que recorrer mucho: simplemente, trabajar y trabajar y dejarse los lomos, como en cualquier oficio. No, por fin, añadir a eso el recitado de memoria del Romancero Gitano, la lista de los ministros de la República, o diálogos de memoria de Bearn, de Chávarri.

Consiguieron abrir el cine español. Chapeau.