Ahora sí, la película: Veneciafrenia, la de Álex de la Iglesia

Hace unos días, o sea unos meses, comentamos cosas de Álex de la Iglesia a propósito de entrevistas que le hicieron sobre este rodaje. Ahora podemos comentar ya la misma película, estrenada como a finales de mayo en Amazon, que ha intervenido en la producción.

Género-género: eso es lo que tenemos ante los ojos. Como es de lo más difícil de hacer, porque obedecer a tantas leyes a la vez es lo más complicado, esto del cine de género ha sido desde antiguo lo más denostado por los críticos insatisfechos de ser críticos y no ser grandes gurús culturales. Lo primero, Derrida; luego, todo lo demás. Así que si una película no es derridiana, para empezar es menor y nos interesa menos. Y las menos derridianas de todas las películas son las de género (salvo las del género derridiano), así que son de las que peor vamos a hablar; así parecen decirse estos insatisfechos. Y sacaremos terminachos despectivos como «directores artesanos» y otros parecidos, y hasta hablaremos de que estos «han claudicado» al hacer películas no-según-las-directrices-del-último-ucase, sino bien hechas, con miga, interesantes, divertidas, intrigantes y del gusto de muchos. Todo esto se puede decir de Veneciafrenia.

Así que estamos hablando de una gran película que probablemente se apreciará dentro de poco tiempo como una de las mejores de su director. Y eso aun con su intención visiblemente humilde. Pero no modesta.

Porque además, y lo diremos desde ya mismo, introduce una variante no de esas revolucionarias que se acaban cargando un género (un James Bond empático con los pangolines, por ejemplo; unos vaqueros que hacen paellas comunales solidarias con los comanches; unas Mujercitas empoderadas todas tenientes de los GEOs), sino una especie de invento de esos que algunos dirían que es «muy técnico» pero que su resultado está a la vista de todos, y funciona, y mejora y fortalece todo el atracón de género que nos vamos a pegar en la hora y media siguiente. Nos referimos al conocidísimo hecho de que las películas de tensión, persecuciones y asesinatos y todas las cercanas empiezan, por supuesto, con unos largos quince minutos, y a menudo veinte minutos, tranquilísimos y hasta poéticos y pastoriles. Quince o veinte minutos que se ponen ahí como anticlímax anticipado, con el antiguo efecto de sedar, o algo así, al público, para que el efecto del primer garrotazo sea mayor. Brian de Palma llevó al extremo este planteamiento, como podemos recordar si avivamos el seso y nos traemos los primeros minutos de Carrie, de Vestida para matar o de cualquiera de sus películas. Y todos, sin excepción, los que han cultivado esta cosa del thriller-suspense-ay que nos matan han aceptado que las cosas eran así, y que así funcionaban. Probablemente porque ha sido verdad, y ha sido verdad hasta ahora. Álex de la Iglesia se ha cargado el truco, y ha puesto otro que, a nuestro parecer, funciona probablemente mejor, o por lo menos funciona mejor con nosotros, los ya muy corruptos y degenerados espectadores de finales del primer cuarto del siglo XXI. Lo que hace esta película no es mecernos para luego darnos un corte; lo que hace es zarandearnos sin piedad desde el minuto 1, pero todavía mejor que si lo hiciera de cualquier modo. Nos zarandea, nos pone los nervios de punta, nos obliga a concentrarnos en cada segundo y en cada medio segundo pero no con lo que a continuación va a desarrollar en la película (dejémoslo en que, ya se sabe, hay malos que pinchan con estoques a los buenos y a los tontos, y bastante sangre por aquí y por allí), sino con la velocidad y la trivialidad y el frenesí desatado de cinco amigos tirando a atontados de unos treinta años, tres mujeres y dos hombres, españoles que llegan a Venecia en un megacrucero para algo así como que dos celebren su compromiso de casarse. Se hacen selfis, se increpan, se soban mientras no paran de andar a la legionaria por el muelle, hablan y hablan y hablan, y sólo se adivina algo de sentido en lo que dice una (suele haber una amiga más organizada, sobre la que recaen las reservas de hoteles y todo eso, ¿no?), y todo lo demás es mal castellano de instagramer, y tonterías y tropiezos del más instagramer de todos, que por serlo es el más incompetente, ligoteo torpe e inoportuno de nanosegundos, y primeros planos de microsegundos, frases de treinta sílabas pronunciadas como si sólo fueran dos, y acciones simultáneas de los amigos de las que forzosamente te vas a perder algunas si miras las otras. De modo que cuando nos encontramos con el Rigoletto que se les cuela en la lancha, unos cinco minutos después, que ya deja mal cuerpo y da un mal rollo total porque haciéndose el gracioso y jugando a su disfraz les amenaza sin tapujos, ya estás como pisando cristales y casi entiendes de golpe lo que está pasando y lo que va a pasar.

Es decir, de la Iglesia acaba de dejar atrás prácticamente todo el thriller cinematográfico que se ha hecho desde Tren llegando a la estación, aquella cosita tan bonita, que algunos recordaréis, de esos hermanos Lumière, y que si os paráis a pensar, dio pie a todo lo demás: los primeros segundos son una vista plácida de las vías y la estación, y luego ya llega el tren y desencadena el apocalipsis en los corazones de los espectadores.

En Veneciafrenia es un frenesí ese comienzo, y digamos, para resumir, que los anticlímax son, por ejemplo, como ese caminar atemorizado de un protagonista por el escenario roto y ruinoso de un teatro donde el más malo de todos los malos le acecha para matarlo. Con anticlímax así quién necesita lexatines.

Pero por encima de todo eso, que tampoco hace falta ser un quisquilloso exquisito para apreciar, sucede que esta película se coloca, quizá, a la cabeza de una clasificación más difícil, quizá, más «elástica», como decían los castizos hace tiempo, pero no por ello menos real: resulta que es una película entretenidísima, que no te deja de divertir un segundo, y cuya innovación no llega a serlo de lo que no hay que innovar, porque te ofrece en todo el momento el refugio recapitulador del respeto a las normas de ese género que aquí no llega a ser el slasher, aunque lo roza. Pero son tantas las películas que lo rozan que probablemente no merecen ser llamadas así, porque las que son slasher de verdad son mucho, mucho más slasher. Aquí hay, como hemos dicho, sangre y puñaladas y tal, pero ninguna de esas acciones o cosméticas son subargumentos o ni siquiera temas. Todo eso son cosillas accidentales de los que se han metido en la camisa de once varas de cruzarse en el camino de los venecianos aborígenes, hartos de ver caerse a cachos su ciudad, dicen ahora que por causa de los cruceristas que llegan a miles cada día. La cosa empezó bastante antes de los cruceros, nos tememos, pero estos barcos, estas navi grandi, que dicen los manifestantes de allí, son muy buen objeto visual para no tener que desarrollar más la idea, cuando los vemos amenazar con su caminar, aunque sea a dos nudos, con los edificios venecianos a su vera.

Hay sociedades secretas. Hay secuestros. Hay venganzas. Hay hasta polis buenos. Así que coged palomitas. Haceos una buena tortilla de patatas. Preparad las cocacolas.