«Cosas tristes»

Nos debería tener siempre en alerta un caso como el de la película Thérèse Raquin, de Marcel Carné. Una pequeña joya del cine casi negro y algo pobretón, dicho sea esto último como elogio y en absoluto despectivamente, que deja al personal pasmado a cada plano; una película que se hace corta y obliga a pedir bises cuando se acaba.

La película es eso, más o menos la segunda parte de la novela de Zola: una sórdida vida doméstica de provincias (no se corta la producción de sacar el nombre de Lyon), un mal matrimonio cutre de horizontes mezquinos y opresivos, y un pedazo de camionero con forma de Raf Vallone que aparece en las proximidades. Y Simone Signoret, que es la víctima, tiene mientras tanto al espectador ofreciéndole kleenex y tilitas en todos los idiomas, porque se marca un papelazo de derrotada sin esperanza que le quita el aire al más entusiasta. Y dobla telas en la tienda y pone la mesa para la cena bajo la mirada rapaz de su suegra.

Todo se dirige a que no nos quede más remedio que bendecir los besuqueos a los que se entregan Vallone y Signoret, y a que sigamos bendiciendo lo que suponemos de las elipsis. Pero ella, Thérèse, Signoret, no puede salir de ese rincón vital último al que se retiró un día. Más adelante en la película conoceremos que eso sucedió probablemente el día de su boda, cuando su suegra daba botes de contento con la música nupcial que Signoret sólo recuerda como marcha fúnebre. Muy Zola; pero ya hubiera querido Zola que sus textos los leyera Signoret en voz alta, con su aire de barítono y sus ojos algo a medio camino entre Lauren Bacall y su cuasi clon Romy Schneider. Qué diálogos en susurros suelta en varias ocasiones en esa casa avejentada, reventada de alfombras mugrientas y cortinones oscuros y churretosos.

No deberíamos entrar en las tragedias personales de Signoret ya a alturas tan iniciales como en ese 1953 para explicarnos su manejo de la desesperanza, y no lo haremos. Sólo mencionamos el asunto, porque, por más vueltas que le damos, nos acaba pareciendo siempre que lo que saca en otras películas, y desde luego en varios momentos de esta, sólo puede hacerlo una actriz que tiene experiencia vital de donde tirar. Reconocemos más que nadie que el trabajo actoral es trabajo actoral; pero precisamente por conocerlo de cerca sabemos que en ocasiones algún actor se ha pasado y ha puesto ahí lo que nadie más que él podría poner. Y, en fin, estás viendo un modesto y encajadísimo thriller francés una lluviosa tarde de sábado, y estás por tanto en una de las versiones del paraíso, cuando de pronto Raf Vallone, el amante extranjero que no por serlo es malo, le propone a Thérèse que cambie de vida y se vayan a bailar.

– No sé bailar -dice ella.

– ¿Cómo que no? -responde él, incrédulo.- Todo el mundo sabe.

– No, yo no -concluye Thérèse.- Sólo sé hacer cosas tristes. Arreglar cosas, curar…, contar dinero.

Y a lo mejor hay más diálogo justo a continuación, pero no importa mucho, porque nos acabamos de quedar planchados. Un simple thriller de entretenimiento, que además tiene muchas cosas de calidad pero no ha querido ser más que ese thriller de «cómo hacemos ahora para que la policía no nos coja», te suelta sin ponerse serio ni profundo y ni siquiera pedante una observación así.

Naturalmente, dicho en plan barítono por Signoret, te detiene todavía más las funciones vitales. Pues en efecto, hay cosas tristes, hay cosas tristes que hay que hacer (hasta aquí lo sabíamos todos) y, por último, hay gente que sólo sabe hacer esas cosas tristes, y así discurre su vida y algunos hasta así la aceptan.

Y esto es una reivindicación a la que nos adherimos. El prestigio idiota de lo alegre (puede haberlo no idiota, pero hablamos del idiota) que parece haberse convertido en emperador tanto de la vida de relación como de la misma vida personal e íntima, ha ido acorralando desde hace tiempo a la persona que sólo sabe hacer cosas tristes, a los individuos simplemente no alegres, hasta convertirlos, primero, en pararrayos de burlas y menosprecios; después, en sospechosos de algo; por último, en el momento más actual, en prácticamente inexistentes. Ese sólo sé hacer cosas tristes nos hace recordar la (por otro lado irritante) traducción de Pedro Salinas de A la busca del tiempo perdido, en cuyo primer libro se insiste tanto (se podría decir que hasta el hartazgo) en esa calificación que la familia «de al lado» adjudica al tertuliano que después de unas cuantas sesiones tras su presentación no ha dado muestras más que de ser una persona tranquila, interesante, informada, cortés y oportuna en sus intervenciones, pero, oh, no se suma demasiado a gusto a los juegos de adórnate la pechera con esta boa de plumas, ni da saltos para burlarse de los nuevos bailes de salón, ni se ríe a carcajadas de esas horribles partituras modernísimas de ese Debussy: Salinas lo ha traducido por «pelmas». Qué anticuada resulta hoy esa palabra, como de señora frívola de clase alta y voz engolada que se ha negado a conocer las lesiones de su hijo en las trincheras de Verdún (o de Teruel), y a cualquiera que le pida que le ayude lo va a tildar de eso, de «pelma». Por algún motivo que no querremos descifrar, ese sólo sé hacer cosas tristes se nos ha asociado inmediatamente a ese «pelma», y nos ha producido una pena fabulosa. Porque a las personas así la vida ya las ha castigado antes, y por eso son así, pero siguen recibiendo el castigo del presente, proporcionado por las personas que las apartan y que se apartan de ellas. Por eso nos gusta también el personaje de Raf Vallone, que le echa morro y sencillez, y no pone nada oscuro ni gangrenado en su affaire adulterino, sino sonrisas y ánimos: vamos a bailar. Él no abandona a la persona triste, no se ríe de ella, ni la supone culpable. Hace lo que muchos querríamos hacer con personas que sólo saben hacer cosas tristes; pero a menudo es difícil hacerlo. Ahora, sustituido el Rey Sol por otro de su mismo calibre, el Juvenilismo Carcajeante, nos ha parecido muy oportuna esta invitación a pensar en estas personas y a quererlas.