El estrangulador de Boston

pero una nueva película de 2023, y no la mítica de Fleischer con Tony Curtis.

Dirigida por Matt Ruskin y protagonizada por Keira Knightley y Carrie Coon

Qué cinéfilo no recuerda la de Fleischer, que ofrece la que acabó siendo probablemente la mejor interpretación de toda la carrera de Tony Curtis y una de las mejores direcciones de Richard Fleischer: este no es que exactamente inventara lo de partir la pantalla mostrando a un tío más escindido que la izquierda política, pero desde luego lo convirtió en signo y contenido que a lo mejor nunca se ha superado.

          Lo de ahora es muy otra cosa, pero no queremos decir con esto que sea algo menor. Por cierto, puede que se trate de la interpretación más «seria» que le hemos visto a Keira Knightley, o a lo mejor es que ya va cumpliendo años, muy para bien, y hay una densidad y un poso en su gesto cuya carencia precisamente le ha acarreado muchas críticas en su juventud. Ahora es una periodista seria, jodida y agotada con sus tres hijos, y desde luego menospreciada en una redacción sesentera de machotes, y más todavía en las comisarías a la antigua. Su compañera, más veterana, interpretada por Carrie Coon, es todavía más seria, pero es que eso en el caso de Coon no merece demasiado comentario. Todas las actrices que quieran dibujar un personaje femenino con cosas en la sesera, que miren cinco minutos de Coon en cualquiera de sus películas y aprendan.

          El caso es que estas dos periodistas, personajes reales e históricos, fueron las que tiraron y tiraron del hilo durante años en pesquisa inacabable sobre ese estrangulador de Boston que todos pensamos automáticamente como aquel Albert De Salvo, porque la película de Fleischer nos lo enseñó y luego el personaje ha sido mencionado por aquí y por allí como uno de los casi arquetipos de majaras criminales. Bueno, pues eso era mentira. No una mentira de Fleischer, se entiende, que contó lo que entonces se tenía como verdad, sino una mentira de las autoridades policiales, que sabemos ahora que entonces no vieron otro modo de quitarse el marrón ese de encima más que admitiendo a un culpable más o menos de ocasión, semifabricado y además no muy probable, pero presentable como culpable.

          Son muchas cosas las que nos han interesado de esta triste película. Primero esa: es una película triste. ¿Por qué? Su acabado es perfecto y sus interpretaciones lo bordan; no es un problema de «triste resultado», sino que, simplemente, retrata una atmósfera y un ambiente y un mundo tristes. Es verdad que los tiempos son muy otros que aquellos años sesenta en los que se fotografió varias veces un Boston luminoso, a menudo nevado o lluvioso pero siempre con luz y con una especie de optimismo que probablemente no era más que esa cosa algo infantil de la época kennediana. Luego vino el Boston de los artificieros de Volar por los aires, interpretados por el padre y los dos hijos Bridges, y las cosas ya eran de ladrillo sucio. Y luego vino la magnífica Ciudad de Ladrones dirigida por Ben Affleck, y se notaba mucho que estábamos en otra era. Hubo algunas otras, en general policiacas, con las cuales ese Boston iba dejando de ser la «ciudad más europea» de la costa Este y cada vez era un poco más un escenario de fechorías de hampas y hasta de ampas: no olvidar la campanada de Spotlight y los colegios religiosos y los abusos sexuales, y ya estamos definitivamente en nuestros tiempos. Y por fin, con una jugada algo retorcida del espacio-tiempo, en 2023 volvemos al Boston de 1963 y lo releemos y lo revemos y lo reolemos y es todo diferente a lo anterior, y desde luego a lo que habríamos contestado como reflejo si nos preguntan por las luces de aquel Boston del estrangulador. Todo es turbio, todo es neblinoso, todo es oscuro: ¿todas las cosas contrarias a estas no habrán sido a lo mejor más que un producto de propaganda? La redacción del periódico es magistral. Siguiendo toda la documentación y las narraciones veraces de la época, y contradiciendo los tópicos de las direcciones artísticas perezosas, toda la redacción es una especie de nave desangelada de cinco o seis metros de altura, normalmente llena de humo de tabaco, mal iluminada y, sorpresa, sin esas carreras espectaculares ni esos griteríos ni esas histerias que todo el que desconoce ese mundo se espera que le muestren. Las comisarías, no te cuento. Las cárceles, no hay palabras. Y resulta que todo coincide con lo que cualquiera puede averiguar por su cuenta, porque estamos hablando de épocas muy cercanas y más que documentadas, claro; pero los tópicos audiovisuales tienen energía nuclear aunque sean mentirosos.

          Pero todas las investigaciones de las dos periodistas, toda su tristeza personal y familiar, todo ese maltrato de arrogancia y displicencia machota que sufren (y todo muy cuidadosamente retratado: ahí no ha habido adanes ni adanas asesorando, sino gentes que lo vivieron de verdad) resulta que nos llevan, por si todo lo anterior fuera poco, a lo que resulta que con el paso de las décadas y de la Historia ha acabado consolidándose como la verdad. Una verdad que no coincide en casi nada o puede que en nada con lo que creíamos que era la verdad; y ahora nos referimos no sólo a «la época luminosa» que no lo fue, sino a lo que te tiene que descolocar si es que hace mucho que no has leído del caso, y estas cosas, por otro lado, te interesan: que Albert de Salvo no fue el estrangulador de Boston, ni en esta película ni en la realidad. Precisamente, lo que dieron por satisfactorio las autoridades de la época, y a continuación la literatura periodística, y la popular, y el cine consecuente a estas, y lo que todos hemos sabido y creído y pensado cuando alguien ha pronunciado ese nombre propio con ese apellido, era todo un montaje. Pero no exactamente un montaje «de los poderosos», como se dice ahora desde el poder, sino que, para goce y deleite de los lectores aficionados al thriller, a lo policiaco y a lo negro (y todo esto sin olvidar que se trató de un caso real con víctimas reales, y sin menoscabo de la compasión que las pobrecillas merecen), se trató de un montaje de los verdaderos estranguladores, que fueron varios, relacionados entre sí y conocidos unos de otros. Y que se pusieron de acuerdo en ofrecer beneficios a ese idiota de De Salvo (que al parecer también había practicado ese oficio, pero menos) a cambio de que se reconociera autor único de todo de lo que todos eran autores. Esa es la verdad conocida y comprobada en la actualidad. Parece que alguno de esos (en total, sugieren que cinco o seis canallas) sigue vivo en la actualidad y sigue cumpliendo esa muy literal condena «de por vida» (seguramente hablamos de un nonagenario, claro).

          Esto es suficiente terremoto para un leedor o un veedor de narraciones negras, y se convierte en fulminante inmediato de mil y una conjeturas. ¿Cuántas veces más habrá sucedido? ¿Acaso hay alguno que no haya imaginado escribir una buena novela en la que se toman por asesinatos en serie de un asesino en serie lo que al final resulta que no son más que asesinatos, por así decirlo, sueltos, cada uno de un autor y sin conexión con los otros? ¿Cuántas veces hemos leído en la novela u oído en la pantalla eso de «no consigo encontrar la conexión entre estos crímenes» y hemos pensado «a lo mejor es que no la hay, y os estáis rompiendo la cabeza sólo por suponer que sí la hay»? En esta película, y al parecer en la realidad, sí la hay, pero no exactamente la que se supuso y se siguió suponiendo durante años: no eran «en serie» ni del mismo autor, aunque los malvados consiguieron, entrenándole, que De Salvo describiera los escenarios como si hubiera sido él. Qué pena que no haya sido algo inventado por un guionista.

          Es muy bonito que nos desperecen de este modo simple y limpiamente narrativo y sin ensayos ni sermones, y nos llamen una vez más a no caer en la rutina mental. Habrá otras mil situaciones de la vida en las que estamos aplicando esos sesgos, esos «idolos» que decía Bacon, y que estamos dejando pasar con su verdad inadvertida por nosotros. En realidad, eso venía siendo la filosofía hasta hace poco: buscar y buscar y buscar «unidad» a  pesar de que la realidad nos gritara que no la había; y ha habido tal empacho y han sido tantas y tales y de tal extensión las consecuencias de esas totalizaciones que puede que hoy estemos en el extremo opuesto, el de suponer y hasta forzar diferencias y variaciones (pero no las de Cabezón) cuando y donde puede que no las haya. Pero es otro el lugar en el que esta película nos invita a estar: no te acomodes en regularidades, en uniformidades ni en uniones, que «everything put together sooner or later falls apart», con perdón por la cita paulsimonesca. Pero es que sí.