El último acto (All Is True)

El último acto (All Is True)

Película de 1h 40 min. Dirigida por Kenneth Branagh.

 

Es muy osado en la actualidad recuperar el modo de rodar y de montar del cine más sólido del pasado; las cosas han cambiado hasta extremos que se necesita un ejercicio especial y muy intenso para percibirlo: porque la mayoría de estos cambio se han naturalizado, y ya no nos parece que las cosas se puedan o se pudieran haber hecho de otra forma en otros tiempos. Quizá por eso hay que darse con regularidad dosis de clásicos, para recuperar la orientación y saber dónde estamos y dónde no, y dónde podríamos estar en lugar de donde estamos. Kenneth Branagh, que en general ha solido ir a lo suyo incluso hasta cuando ha rodado por la pura pasta (muy señor mío, por supuesto), en esta ocasión ha decidido ir más a lo suyo que nunca y de golpe fabrica y nos arroja una preciosa película que algunos de por aquí no se cortan de decir que es de un estilo casi casi Ozu.

Y defensas tienen. El argumento se puede prestar a ese ozuísmo; aunque en la actualidad decir esto es bastante vacío, porque hoy se coge cualquier argumento y se hace con ello trepidación y disnea de agitación, incluyendo un timelapse del crecimiento de la flor de la patata. Pero no, seamos cinéfilos tal como somos y recuperemos la sensatez: El Globe Theatre se acaba de incendiar en plena representación del Enrique VII de Shakespeare, y este decide, cansado y probablemente enfermo, que cuelga los trastos, que ya no va a escribir más, y que se vuelve a su pueblo donde por cierto desde hace veintipico años le esperan su mujer y sus dos hijas. En plan jubilación, o simplemente en plan depre. En la película, ese incendio es un plano muy lejano al principio del todo, y no volvemos a él. Lo demás es Shakespeare en su pueblo intentando aclarar las cosas con su familia, intentando levantar un huerto y viendo caerse las hojas de los árboles y de su propia vida. Antes decíamos con más libertad que hoy lo de que eso se presta a una película tranquila; pero, como decimos, sabemos todos que en la actualidad con eso se podría hacer una de palomitas y slapstick (Guy Ritchie tiene ejemplos muy duros de esto; y Baz Luhrmann lo exagera hasta lo ilegible). Branagh se remanga, porque es él y parece que dice que lo vale tras sus diez o doce películas shakesperianas, y se suelta el pelo y nos ofrece una preciosa narración en la que en lugar de los 350 o 380 planos habituales (habituales hasta 1995; hoy son habituales 600 o 700) habrá, a ojo de buen cubero, unos 200 como mucho para esos 100 minutos. Seguimos discutiendo por aquí si en efecto llega a pillar a Yasujiro Ozu.

Igual que este, Branagh nos regala además la oportunidad de reflexionar sobre ciertas cosas del cine y de nosotros como espectadores: entrenados en buscar el movimiento, la cinética en todas sus modalidades y además entrenados también aunque de un modo más sutil en buscar las horizontales para el posible desplazamiento tanto de los personajes como de la cámara, Ozu nos desconcertaba (y nos enseñaba) a todos con sus planos estáticos de 4 minutos y de composición vertical. Cuando se le alababa la creación, él se defendía diciendo que no sabía qué otro plano tomar de un pequeñísimo cuarto de estar japonés con el marido, la mujer y la suegra de alguno sentados en el suelo y comiendo ramen; que era lo que le salía. Branagh no se puede excusar así, claro: lo ha hecho porque le ha dado la gana. Y ni siquiera pueden irrumpir aquí los listillos haters de siempre: no, no es una cuestión de presupuesto, porque no hubiera subido ni un euro más si en ese escenario a la orilla del lago hace un plano corto de él y un contraplano igual de corto de la hija con la que está hablando para que luego el montador se frotara las manos, crujiera sus nudillos y se pusiera a cortar de master a cortos como un loco, en plan eso, el Sherlock de Ritchie o cualquier minuto de lo que sea de Luhrmann. No: lo ha hecho porque le ha dado la gana, y cuando un director hace eso, ya de entrada le damos un aplauso.

Él mismo hace del poeta, muy caracterizado, y la eterna Judi Dench hace de su esposa Anne con la sobriedad y la veracidad con la que hace todo. Los secundarios rezuman escuela hasta por los postizos del peinado, y en conjunto te vas felicitando, secuencia a secuencia, por haberte expuesto otra vez a una película en la que todos parecen saber lo que hacen, y que además te cuenta cosas de ese mundo que te importa, y que les importa poco a los instagramers profesionales o a los pragmáticos de la tarea rentable y medible. Pues sí, Shakespeare murió, relativamente joven para la media de hoy aunque no tanto para su época, y qué fue de él en esos últimos días en su pueblo.

Y de pronto se eleva a tono dominante un subargumento que ha venido por el subsuelo desde el principio: ¿la esposa de Shakespeare, analfabeta? ¿Sus hijas, la soltera igual que la casada con un puritano tarado, igualmente analfabetas? Menos mal que el hijo varón, Hamnet, desgraciadamente muerto a los once años, sí que aprendió a escribir e incluso había empezado a componer poemas…, pero tampoco. La intriga creada acerca de estos poemas, que enfurece a algunos shakesperianos de hoy aunque otros parecen tenerlo tranquilamente claro, es ya hasta el final lo que el espectador quiere resolver, y desde luego es así porque Branagh lo ha decidido: si ya sabemos tantas cosas sobre el bardo, y estamos de acuerdo en muchas, y en tantos desacuerdos en otras, y lo tenemos tan estudiado y tan ultracocinado, ¿qué hemos tenido delante de la vista todo este tiempo sin que reparáramos en ello? Pues estamos en estos tiempos en que esto se está planteando, y ya era hora, en tantos ámbitos y en tantos niveles: cuántas cosas han escrito mujeres pero han firmado hombres, cuántos cuadros se han atribuido a hombres siendo mujeres sus autoras, y avances científicos, y hallazgos matemáticos, y mejoras de ingeniería…

¿Cuánto ha perdido la humanidad por dar de lado a las mujeres? Recuperar todo eso, y recuperar lo que de verdad hicieron aunque no se les atribuyó, e impedir que se repita ese crimen, es una de las tareas más importantes de hoy. Y Branagh, el shakesperiano zumbado, el actor bastante narcisista, el presumidete guaperas, ha caído en ello y pone su grano de arena. Pues muchas gracias.