15 Ene Emigración, emoción, irracionalidad. ¿Sólo dos posturas?
Por azares, o puede que por las cercanas navidades, hemos visto últimamente muchísimas imágenes más o menos de reportaje que mostraban a migrantes en pleno esfuerzo, en la mayoría de las ocasiones pasando las de Caín. Tenemos la sensación, ahora que estamos en lo más profundo del invierno, de que estamos casi rodeados por el asunto tan extremadamente problemático de la emigración. Pero no nos pilla sin avisar. Cualquiera que no sea nuevo por aquí sabrá que llevamos desde siempre diciendo que la demografía es uno de los tres ejes reales de la política del siglo XXI: y que si no lo es en la acción de los políticos da igual, porque lo es en la realidad, aunque los políticos no se enteren. (Y cómo separar la demografía, es decir, las emigraciones como uno de sus problemas, de los otros dos ejes, los derechos humanos y la ecología -pero la de verdad, no la de los políticos-.)
Y lo que observamos en primer lugar es que a menudo parece imposible comportarse sensata y racionalmente cuando se reflexiona o de discute sobre el problema de la emigración, o sobre cualquiera de los muchos problemas que arrastran consigo estas migraciones que en nuestra época se están dando fuera de racionalización y de organización. Algo hay en el asunto que remueve lo más sórdido de las personas y las hace prescindir del intelecto cuando lo que se plantea es, simplemente, pensar en cómo organizar mejor y para beneficio de los más posibles, los movimientos migratorios de la actualidad. Inmediatamente empiezan a llover los insultos de (por supuesto) fascista, y desde el otro lado los de (naturalmente) buenista y afines.
Uno diría que hay que acabar con eso. Que esa que ya es casi costumbre que se ha impuesto, la de entrar en una conversación sobre emigraciones o migrantes o inmigrantes, de entrada pegando voces o soltando sarcasmos sobre el fascismo del interlocutor por el solo hecho de que este se permita hablar sobre el asunto, es algo que se debería dejar tan arrumbado en el vertedero de la sociedad como, quizá, se han dejado los insultos hacia el que se muestra partidario de organizar los abastos de las ciudades o las asignaciones de plazas escolares. Creer y apoyar que todo el mundo tiene derecho a acceder a la comida o a la plaza escolar no obliga a dejar de pensar y a dejar de conversar y a dejar de organizarnos racionalmente para conseguirlo. Pero así lo parece cuando se trata el asunto de las migraciones. Una víctima más de la polarización analfabeta que paso a paso ha conseguido ir imponiéndose en el tratamiento de casi todos los temas, incluso entre alfabetizados.
Se imponen los sentimientos de compasión, camuflados mejor o peor bajo otras denominaciones. Quién no es sensible a esas imágenes que, como veedores, recibimos diariamente, y muchas veces cada día, de personas hacinadas en zodiacs maltrechas o en pateras desencuadernadas; a quién pueden dejar frío esas historias que los supervivientes cuentan o a veces hasta traen pintadas en su gesto. Y esa sensibilidad es probablemente signo de salud mental, y los sentimientos que suscita son casi seguro signo de conexión con los demás. De esto se suele seguir: pues, entonces, obedezcamos a nuestros sentimientos y volquémonos en el elogio del inmigrante.
Lo malo es que ese elogio suele significar en la mayoría de los casos el vituperio del que de verdad pretende beneficiar a ese inmigrante mediante la reflexión y el cálculo de la mejor administración de recursos para, precisamente, favorecer al inmigrante.
Pero lo que se sigue de ello, en la discusión pública, es la medida maximalista e irreflexiva de parecer lo más compasivo (=»solidario») posible. Y no se puede descartar demasiado rápidamente que eso se adopte para librarse de ser insultado como ese fascista que, en este contexto de discusión, parece ser, precisamente, el que propone la racionalización: ignorando e invirtiendo, como se ve, el verdadero significado y el fondo del término y de la calificación de fascista, que tiene más que ver con llevar los sentimientos a la organización política que otra cosa.
Tenemos múltiples ejemplos de emigraciones «bien hechas» en un pasado reciente, que nos impedirían comportarnos hoy tan irreflexiva y emotivamente como nos estamos comportando ante un problema político por excelencia como es la emigración. ¿Cómo se organizó la emigración a lo largo de una década de españoles hacia Alemania o Suiza o algún otro país? Nadie llamó ni consideró fascista a quien hacía previamente un cálculo de las posibilidades laborales del lugar de llegada, y su consecuente traducción a oferta de puestos de trabajo con inclusión en esos cálculos de posibilidades de vivienda y de atención sanitaria. Y a continuación se comunicaba a los países de origen de los emigrantes, en los cuales ciertas oficinas creadas ad hoc organizaban la difusión de esa oferta y la recepción de solicitudes. ¿Por qué no podría ser así en la actualidad? ¿Por qué proponerlo es arriesgarse a que tilden al que lo propone de fascista?
Fascismo es el de Rodríguez Zapatero que, por lo que respecta a España, desorganizó y desautorizó a los que quisieran volver a organizar la inmigración, entregándose por intereses meramente comerciales a los brazos de organizaciones privadas que viven precisamente de la emigración y sus problemas, problemas que a menudo crean para poder tener algo que arreglar después. Eso de crear los problemas no es tan difícil ni de hacer ni de entender: se crean, precisamente, logrando imponer la irracionalidad en la aceptación de emigrantes. Luego vienen todos esos caos parciales que, de entrada hay que negar, porque afirmar que existen ya es «ser fascista» una vez más: por cada inmigrante sudamericano activo en la masa laboral hay una media de tres que viven de él pero solicitan servicios públicos, tanto de enseñanza como sanitarios, sin que ninguna autoridad haya tenido la ocurrencia de reforzar esos servicios en esa, exactamente esa medida. La atención primaria y las urgencias de los grandes hospitales conocen perfectamente la causa de su saturación. ¿Por qué poner palabras a una verdad que cualquier usuario conoce es ser un desalmado? Y eso por no hablar de la saturación de los colegios públicos, que nadie ha remediado en esa, exactamente esa medida, la medida en la que ha aumentado el número de demandantes de plaza muy por encima, inverosímilmente por encima de la natalidad española. Las cifras lo hacen evidente, pero no se puede ni hablar de estas; y mucho menos, antes, hablar no ya de las cifras sino simplemente de las realidades vividas y vistas y tocadas independientes de las cifras. Todo es castigo en el mundo irracionalista de la compasión ciega. Se salva del castigo el idiota que casi no tiene para comer él pero mete en su casa a 12 personas; ¿a qué? A pasar hambre, y a pasar él más hambre todavía. Vaya una solución, eso sí, «solidaria» y «humanitaria». Al parecer, examinar el propio presupuesto y llegar a la conclusión de que puedes alojar a dos, o a cinco, y alojarlos, es ser… sí, eso: un «fascista».
Pero la solidaridad y el humanitarismo están en hacer bien las cosas para que el que pasa necesidades deje de pasarlas; no en ofrecer falsamente alojamiento y recursos que apenas existen, o por lo menos no existen en la medida en que sería conveniente que existieran si se quiere de verdad atender a esas cantidades de personas.
Y todo eso lo sabemos y lo vemos como veedores: casi no ha habido día de los últimos 90 en que no nos hayan puesto ante los ojos las realidades de grupos de personas prácticamente naufragando en el mediterráneo. Un poco menos durante el invierno, y aun así. Y no digamos las migraciones hacia el norte de los centroamericanos, recientemente incluso aplastados por la ola de frío polar que ha llegado hasta Texas. Lo que vemos es que entre los que se oponen radicalmente a admitir inmigrantes y los que aceptan radicalmente cualquier cantidad de inmigrantes falta una tercera postura: la de portarse como gentes civilizadas y racionales, y no meros agentes tribales o emotivistas, y organizar el desplazamiento de poblaciones de modo constructivo y beneficioso para las poblaciones que se desplazan y para las que reciben a estas.