01 Oct Entrevías
Serie de 10 capítulos, de momento en Netflix
Nunca se agradecerá suficiente a Enrique Urbizu lo que hizo, ha hecho y sigue haciendo por el cine español (y por la televisión, en consecuencia). Muy francotirador, muy a su aire, sin pandillas claras ni de influencia ni de poder ni de nada, fue haciendo lo que le daba la gana. Suponemos que un 10% de lo que le daba la gana, pero en todo caso no hizo ni ha hecho lo que les ha dado la gana a otros. Su dedicación a una especie de narraciones negras cuando todos en el medio, y fuera del medio, gritaban que lo que había que hacer era Esa Otra Cosa o dedicarse a Esos Otros Argumentos (que cada cual ponga los significados concretos según su experiencia de veedor de cine español de los últimos 30 años) será una herencia que nos ha dejado (y todavía le queda por añadir mucho), para la cual es imposible encontrar compensación. Con ello, además, nos ha dado un montón de elementos y detalles que van como obligatorios: si dejas un barco en herencia, estás dejando una proa, una popa, unos mástiles y todo eso; es decir: José Coronado, por ejemplo, actor contundente y lejos a más no poder de lo que los cotillitas querrían de él, y de hecho quisieron hace tanto tiempo, cuando salía en portadas cursis y eso.
También aprendimos de Urbizu que un cineasta español puede fotografiar toda una secuencia en el interior de un bar de calamares sin hacer por ello una secuencia chusca de Zori, Santos y Codeso, o de denuncia de director bien de familia bien, a ser posible alavesa o guipuzcoana, de las pobres condiciones en que esos «poderosos» (a menudo las mismas familias de los cineastas, pero eso se lo callan) nos obligan a vivir, o sea a desayunar solamente churros. No: Urbizu ha sabido siempre que desayunar en un bar de calamares y churros no es pobreza, sino una posibilidad que ciertos lugares ofrecen a quien quiere esos placeres, y punto.
Todo ello parece lejos de un comentario sobre la serie Entrevías, porque, que se sepa, Urbizu no ha pintado nada en ella. Bueno, es que no ha pintado oficialmente pero, mientras uno disfruta de esta serie, no deja de recordar los mejores momentos del director de No habrá paz para los malvados, de la que, subtramas aparte, parece salir Entrevías, pero también de la brutal, transparente, inevitablemente comprensible serie Libertad, lo más reciente que nos ha regalado para las plataformas. Entrevías, con Aitor Gabilondo e Iñaki Mercero a su cabeza junto con otros, tiene como una de sus bases un bar de calamares y churros, churros que además juegan un papelito en la trama, y tiene también unos polis buenos, unos polis malos (pero no demasiado) y unos macarras de aquí te espero, chungos chungos hasta decir basta.
La acción de la serie puede ser tomada, si se describe con esquema, como un clasiquísimo argumento hasta de western (como por cierto la mayoría de las obras de Urbizu): en barrio problemático y casi dominado por delincuentes, un ciudadano intenta vivir con su pequeño negocio de ferretería mientras a su alrededor la inmigración, la nueva economía, los nuevos comercios y la delincuencia no por ridícula menos peligrosa (más bien más peligrosa cuanto más ridícula) le han cambiado el mundo hasta extremos que él no digiere. Y desde ahí se empieza: y una nieta del ferretero llega a alojarse con él, a pesar de proceder de barrio y colegio que se describen como pijos, refugiada de cierto contacto con esa delincuencia que ahora puede que vaya a por ella. El abuelo, que interpreta José Coronado como esculpido en granito, y que trae heridas viejas de ex-capitán del ejército español en Bosnia, decide que a su nieta la tocarán por encima de su cadáver. Y resulta que no esperan al cadáver, que esa nieta es la gran víctima de la serie, y bien temprano, y el ferretero sigue vivo.
Nos importa de esta serie que es una obra audiovisual que se lanza a su argumento sin remilgos ni payasadas: el abuelo Coronado es un borde racista e intransigente de un modo en parte explicable por su historia personal, pero no lo es visceral porque, en cuanto algunas circunstancias cambian, eso de las razas y los panchitos y los chinos deja de importarle. Eso es algo muy original en el contexto actual: en nuestro ruido público, los racistas son racistas porque son, normalmente, ricos y de derechas, y a ser posible aznaristas (aunque nadie se acuerde ya de qué es esto, pero es que las luchas del insti dejan marcados a muchos). El abuelo Coronado, sin embargo, no soporta a los chinos porque con su bazar están acabando con su ferretería, y no por «ideología» alguna. No puede ni ver a los americanos o, en general «panchitos», porque en ese barrio, que es una especie de Entrevías idealizada al revés, sólo se les ve bachateando, peleándose y en la cola de la disco. Pero su nieta es «china» (vietnamita) adoptada; y no sólo la aloja en su casa, sino que la protege, se parte la cara por ella literalmente y hasta se propone educarla, porque sus padres idiotas han hecho todo lo posible para maleducarla.
La acción es veloz y violenta en muchas ocasiones; no hay descripción pasiva del entorno, en el que la serie nos sumerge a lo bestia, a propósito de esta pelea o ese atraco, y allá el que no quiera situarse. Da la impresión de que se van perdiendo aquellos tan académicos (y académicamente obligatorios) planos de situación. Probablemente las series policiacas inglesas, que nunca nos cansaremos de elogiar, son el motor de esa evolución. Los escenarios están soberbiamente construidos o elegidos, desde la casa del abuelo (modesta-de-Entrevías pero amueblada con comodidad un poco de otro barrio) y el glorioso bar de churros y calamares, hasta los descampados anejos a los narcochalets en los que se cuecen cosas importantes. Alguien ha comentado que Coronado está algo «tieso» en esta serie: pudiera ser que no fuera un error de actor, sino una elección, porque desde luego su guión es el de un tío rígido y cabreado.
Todo ha sido hecho para que los actores nos lo cuenten, y resulta que nos lo cuentan. A Coronado le acompañan Luis Zahera (quizá es el tercer personaje de policía gallego que le vemos en el último año; ya hablaremos de La Unidad); Manolo Caro, que se ha especializado en ese papel de tío leal pero taradillo; la increíblemente veraz actriz cubana Laura Ramos; y la todoterreno y multifacética Itziar Atienza, que está llegando paso a paso al lugar del protagonista principal y cuando termine de llegar va a dejar estupefacto a más de uno porque, ya en la actualidad, de hecho se come los planos aunque los comparta con toda una grada llena del Wanda (de las guasas euskosulfúricas de Vaya semanita a la inspectora Amanda de Entrevías hay un universo entero de variantes, y las ha recorrido todas). Por último, la serie nos da a conocer a la debutante hispano-tailandesa Nona Sobo, que borda su personaje de nieta tontorrona de los barrios altos enredada con buenorros de los barrios bajos, tontorrona, sí, pero por otro lado intrigante adolescente que la caga una y otra vez, y lo ve, y se disculpa, y lo hace todo con una soltura y un control asombrosos. ¿De verdad es su primer papel, y lo anterior fueron solamente un par de anuncios?
Tiene algo «raro» esta serie, algo que quizá habría que calificar de original: no defiende a los malos de ningún nivel de maldad; no disculpa las fechorías, que las hay, y gordas; no se avergüenza de contar la realidad tal y como es, «aunque estropee la teoría». Serán sudamericanos, o chinos, o de Albacete, pero si son malas personas y asquerosos se les muestra como malas personas y asquerosos, y no se lía nadie a echarle la culpa al partido del que es obligatorio esta temporada hablar mal, o a catequizar con pretensiones políticas más o menos cogidas por los pelos, como se suele. La serie es lo primero que debe ser: una ficción dramática: honesta con la realidad. A lo mejor por eso nos recuerda tanto a Urbizu.