Furtivos, sí, la de José Luis Borau

Furtivos, sí, la de José Luis Borau

Cuídate del futuro, lector, que nos hemos ido a ver Furtivos, la de Borau, de 1975. Qué placer y qué atracón. Y qué blast from the past, por supuesto. Las películas así de sólidas, de serias, de honradamente escritas y rodadas y montadas (e interpretadas) son al cabo de poco tiempo casi documentales de tu propia vida, que te ponen esta en perspectiva y, aparte de hacerte sentir viejo, te recolocan los desenfoques que con el traqueteo de los años y los zarandeos del clima se han ido acumulando.

Qué potencia de interpretaciones las de Lola Gaos, Ovidi Montllor, Alicia Sánchez y hasta del propio Borau, que lo último que se planteó en la Escuela de Cine fue eso de meterse a actor, pero acabó haciendo papelitos y a veces papelotes en muchas películas. Lo de Alicia Sánchez, que todavía le mete kilowatios a su presencia ante una cámara, por ejemplo en la trilogía del Baztán, nada menos, es de esos casos de dudar: ¿está interpretando o es que esa mujer es así en su vida real? Que nadie lo dude luego, claro: una actriz joven, muy fuera de los vitrubios del destape, de la sueca, de las nadiuskas y todo eso, pero que, paradójicamente, les da a todas estas beldades sopas con honda en el momento de desnudarse por completo en pantalla de 9 x 16 metros. Qué pedazo de actriz, qué castellana rezongona, sarcástica en su inmensa paletería (el personaje, no Alicia Sánchez, claro), se ve desde el principio que estafadora, víctima de todo pero al mismo tiempo victimadora. Lo de Lola Gaos es parecido, sea en Viridiana, en aquel Verdugo de Berlanga robando plano sin quererlo en brevísima aparición disputando un piso todavía sin paredes al protagonista, o en esta Furtivos; en todas te preguntas algo parecido a eso de si está actuando o no. Ovidi Montllor, un descubrimiento para el cine, tras su todavía corta experiencia teatral, clava el personaje de, cómo decirlo, Edipo montañés, quizá. Y Borau hace del «gobernador» se entiende que «gobernador civil» de la provincia, encarnando lo que todos teníamos entonces, y los de un poco más edad como él tenían más, de mirado y memorizado y aprendido de ese personaje que en todas sus encarnaciones sucesivas o simultáneas parecían ser el mismo: un trepa de habla autoritaria a la vez que paternalista, un apparatchik del régimen (sí, eso es, joven lector: ¿de qué régimen? Bien preguntado: del franquista) que había recorrido desde su carrera de Derecho sacada a trompicones los despachos de las delegaciones de Agricultura, quizá algo de Vivienda u Obras Públicas, pronto había pasado a Gobernación (lo que hoy es Interior) porque un concuñado de su madre tocaba palo alto ahí, y a la primera mala gripe del gobernador de la provincia, tachán, el clímax de su carrera.

Se decía de cierto personaje de entonces y de luego, y de después, y casi hasta de hoy aunque ya no ejerce, que al nacer le habían metido en un coche oficial y ya no se había bajado de él (y no era cualquiera, hizo casi todo ese cursum honorum y luego recorrió los sillones de varios ministerios; como ministro además). Pues algo así parece sucederle a este gobernador de Furtivos, que va en su coche oficial, y a veces con amigotes en otro coche también oficial de caravana, hasta el remotísimo y escondidísimo paraje donde está el caserón que gobierna Lola Gaos, base de sus correrías cinegéticas por lo que parece una serranía de otra era (se rodó en Montejo, Madrid, y en Segovia). Por supuesto, con guardabosques y guardias civiles de escolta, saludando bien dirigidos con la mano palma abajo contra el pecho cuando llevan fusil, todo ajustado al protocolo y a la realidad, y todo al final colaborando a esa sensación de verdad con la que la película te entierra y te sofoca… y te informa de los errores de hoy al hablar de aquello.

Tantos que afirman, en el extremo, que nada ha cambiado desde el franquismo, y tantos otros que afirman que bueno, algo sí, pero que no tanto desde la Transición, harían bien en ver Furtivos. O no: porque les cabrearía tanto ver sus propios errores de discurso que seguro que nos lo hacían pagar desde sus cargos o sus escaños.

Para empezar, Furtivos se estrenó de milagro, con la censura detrás (y delante, y por encima)… pues no se sabe muy bien por qué, oficialmente: porque no había ahí insultos ni llamadas a la rebelión, ni mucho menos petición de asesinatos para cargos públicos ni, el colmo de los colmos, personaje alguno con sotana más o menos malparado: sí hay un cura, Ismael Merlo, que furtivea como todos y nada más. Ah, sí, ese desnudo de Alicia Sánchez: a esas alturas (pleno 1975, antes de la muerte de Franco), con todo el destape a tope, eso lo consideraban en la censura casi un desahogo necesario para, por otro lado, mantener las esencias del régimen; o algo así. Pero bueno, la censura estaba ahí, sobre Furtivos: hasta le impidieron ir a algún festival de cine europeo (en aquellos a los que acudió, además, ganó un torrente de premios).

Eso es lo de fuera de la película. Dentro de esta, lector, déjate llevar por las puestas en escena y por las secuencias que no han sido precisamente puestas en escena: hay muchísimos planos rodados, como se dice ahora, «en guerrilla», o sea a lo bestia, y uno diría que hasta sin pagar licencias, derechos y todo eso, por ejemplo en dos mercados, o mercadillos enormes, en la capital de la provincia. Puro documental, con más energía, extensión e información que si se hubieran propuesto hacer un documental. Los protagonistas recorren el mercado, en él se conocen, regatean, compran y se persiguen, y lo hacen todo entre gentes de verdad de 1975, ni siquiera figurantes (puede que algunos próximos e inmediatos, pero no los varios miles que se ven, desde luego). Se alejan del mercado por calles y callejones de 1975, y persiguiéndose se rozan con fachadas de 1975, de un modo hoy intolerable, con su grasa y su hollín de décadas, y sus desconchones de antes de la guerra. Y todos tiran al suelo en el momento en que les place esos papelotes, o el resto del bocadillo, o sólo las sardinas que sobraban, o el pan «de abajo», y no digamos la lata que acababan de abrir para sacar de ellas esas sardinas y montarse ahí ese bocadillo. Y todos fumaban y echaban el humo hacia otro y dejaban caer la colilla sin cuidarse, y a todo el mundo le parecía bien. Y, sobre todo, todos gritaban. No un griterío como el que puede haber hoy en una playa o en una calle animada. Más bien un griterío de latigazos de bocas a menudo desdentadas, algo parecido a rugidos agudos de risotada inoportuna y además ajena a la presencia a escasos centímetros de los oídos de una persona que no era la destinataria de ese grito. Pero a todos les parecía bien. Como las vestimentas tristes, tristes, tristes y malolientes de lana mojada y dadas la vuelta una y mil veces. Y los modales también tristes de los hombres maduros y solteros, desesperanzados de todo, dando vueltas en sus manos, ante un puesto, a un almirez de cobre que no iban a acabar comprando, con ardor de estómago crónico por el vino malo, y una tos oscura de mal augurio.  Y las posturas tristes de las veinteañeras con medias transparentes o de color carne, cortas, de viejas, estrangulando y marcando sus pantorrillas, el abrigo a veces de color más claro pero siempre por debajo de la rodilla, los brazos bien cruzados ocultando cualquier signo de pecho, gafas horrendas vendidas como de «estrellas de cine», muchas veces gestos inteligentes y perspicaces en sus conversaciones a tres o a cuatro, pero al final una caída de hombros triste y seguir hasta el siguiente puesto. Y vendedores venidos desde ese lugar intrigante del que salen los vendedores de mercadillo todos iguales a lo largo de las décadas y no importa de qué géneros, y árboles escuálidos siempre sin hojas en cualquier estación, y setos de boj ralos y sucios de humo y carbonilla, separando una fila de puestos de la otra. Y puestos de comidas hoy quizá imposibles, desde oreja y manitas de cerdo a tocino crudo para untar en pan, aceitunas gordales y muchas variantes provocando a su alrededor la salivación de todos por su aire agrio. Y siempre un puesto más apañado, como lujoso, donde alguien vende «cariñena». Y siempre llovizna. Uno diría que en esos mercadillos de provincia del franquismo final siempre estaba lloviendo.

Quien diga que la España de hoy era igual que aquella no sabe de qué habla. Sabemos bien que no por democráticos ni por elegidos (o, por lo menos, elegida la lista de su partido), los alcaldes y los amigotes de estos dejan de tener esos modales impostadamente rústicos, falsamente campechanotes, y llaman guarro a lo que todos llamamos jabalí, pero siempre con un bordón por debajo amenazando, porque como te pases un pelo sale el autoritario que ahí habita y sin el cual no habría llegado al cargo; pero es que creer que eso es España, todo un país, toda una sociedad, es ser muy cortito de miras. Quizá compartimos con aquella España precisamente eso: los más presumidos, los más largones y cursis, son precisamente los más parecidos al pasado, y muchas veces tanto da un alcalde o un concejal de hoy y unos de entonces, en su habla, su conducta y a menudo en su vanidad y su picardía (y no nos metemos siquiera en lo de colarse en la lista de las vacunas, los miserables). Esos sujetos y sus apoyos mediáticos son los más iguales a sus fantasmas de 1975.

Lo demás, como dos planetas distintos. Esos «furtivos» no eran sólo, naturalmente, los que cazaban. ¿Hay furtivos hoy?