Hiroshima, mon amour

Qué placentera es la experiencia de volver a ver películas no sólo una vez sino muchas veces, y comprobar, con el paso de los años, que uno no sigue siendo el mismo que antes, y ve cosas que antes no vio, o no ve cosas que antes sí, y en todo caso comprende y asocia mundos nuevos en cada ocasión, y aprecia o desdeña elementos diferentes. Sobre todo, cuando en la última ocasión lo que has encontrado ha sido no un «cómo me pudo gustar esto a mí, qué horrible es», sino todo lo contrario, algo así como «era todavía más bonita y lúcida de lo que me había parecido». Por supuesto, eso es lo que nos ha pasado con esta película de Resnais pre-nouvelle vague y pre-muchas otras cosas.

Qué bonita película, y qué fe en el cine transmite, y en el trabajo actoral, y en el simple poner en pantalla lo que me parece que ahora debe ir en pantalla. Porque es así: Hiroshima, mon amour es innovadora y valiente y «transgresora» en muchos aspectos, precisamente esos que no suelen subrayar los que hoy quieren ser innovadores y valientes. ¿Y por qué va a ser un bien absoluto e indiscutible eso de ser innovador y sobre todo «transgresor»? Pues no lo es, en efecto. El que no entienda esto del todo, quizá acabaría de entenderlo viendo, precisamente, esta película (y teniendo información, por supuesto, del cine que se hacía en la época). No sólo son los valentísimos planos, que hoy nos parecen recatadísimos y pudorosos, de la ducha, al principio de la mujer y pocos segundos después, oh, escándalo, ¡de los dos! Pues sí: en 1959, en el cine comercial, eso era un escándalo, así como los desnudos, por más que sean de espaldas, sobre todo de ella, una Emmanuelle Riva que no parecía estar en su tercera o cuarta película, sino quizá en su centésima, por la maestría con la que se mete al público en el bolsillo, y controla la mirada de la cámara y la suya. Y quizá más escándalo todavía si se le unía la circunstancia de tratarse del primer personaje protagonista que es o era o había sido nada menos que amante de un alemán durante la II Guerra Mundial, pero es «buena».

A lo largo de las décadas posteriores pudimos conocer mucho más de la guionista Marguerite Duras, principalmente a través de su obra novelística nunca despojada de elementos autobiográficos, cuando no autobiográfica casi del todo. Y así, ver hoy esta preciosa película (no cuando la descubrimos en plan locos de filmoteca allá por los setenta, y quizá también en alguna ocasión posterior) añade a esa experiencia de «ver lo que antes no se vio» la de «saber cosas que antes no se sabían». Y puede que a algunos les moleste, pero desde luego a otros les aumenta el placer, ver la huella de los propios problemas de Duras consigo misma y con su historia personal, que en aquel entonces, cuando Resnais le pidió que escribiera el guión de una película que ya tenía medio rodada, eran absolutamente desconocidos por todos y probablemente ella misma no había terminado de organizar en su recuerdo. ¿Y qué más nos da? Bueno, a algunos no les importa nada, pero a otros les da información interesante: externa, quizá, a la propia película, pero eso no la hace ser despreciable; y todavía más: hace entender que, más aún de lo que al principio pueda parecer, esta película logra transmitir reflexiones y sentimientos sobre una categoría de problemas que no era tan particular de esta peripecia particular de estos personajes en particular: en 1959, y desde luego desde veinte años antes, y por supuesto hasta muchos años después, el mundo estaba poblado por millones de personas heridas, lisiadas, dolientes, que de todos modos habían tenido que vivir la vida como cada día le permitía. Y pedir cuentas, pasados los años, acerca de si una se enrolló con un soldado alemán o si esa misma que se enrolló con el alemán resulta que es más o menos representante del bando que, aquí en Japón, al final se cargó a todos los miembros de mi familia, empieza a poder pensarse como una acción inoportuna y probablemente injusta. Y no es que esto sólo pueda empezar a pensarse así ahora mismo, en 2022, sino que ya se pensaba en 1959, todavía entre personas lisiadas y heridas. 

No tanto la ducha mencionada, y la piel desnuda sobre la cama, y esas cosas (que sí), como esta propuesta de comprender y de compadecer, puede que sea lo verdaderamente revolucionario de esta película. La delicadísima, enérgica y entregada interpretación de Riva, encantadora, vivaz pero triste, animosa pero derrotada, logra poner ojos y voz a todo ese dolor, el dolor del pasado en su pueblo francés, y el de 1959 en Hiroshima con su amante también tullido emocionalmente. A ninguno de los dos se les puede encuadrar con simpleza en casillero alguno: ambos son ahora ganadores y han sobrevivido y prosperado, pero ambos son del bando derrotado, porque a ella la vemos en flash-backs y con mucho detalle sufrir, rapada, el castigo de sus vecinos, y él será para siempre un ex-soldado japonés; pero a ella se la toma hoy, sin conocer su historia, como representante, y quizá arrogante, del bando vencedor, el que acabó siéndolo por arrojar esa bomba atómica en la ciudad en la que hoy se está rodando una película en la que ella es actriz, y en la que murió toda la familia de su amante, hoy apuesto y próspero profesional. Nada es simplón en esta película, y no muchas cosas conectan a este Resnais de matices y compasión con algún Resnais posterior, ya surfeando en esa Nouvelle Vague que esta misma película prácticamente creó, porque no había nada de esa ola cuando se hizo; un Resnais mucho más de consigna de partido y de buenos y malos. Casi da hasta pena, al ver sus películas posteriores, lo que se echa de menos el megatón de empatía y de humanidad que ilumina cada fotograma de Hiroshima, mon amour. Y la exposición del dolor ineludible.

¿Por qué tiene que enamorarse ella de los imposibles o de los enemigos? Ahora un boche, luego un japo: ¿una francesa de la pequeña burguesía de provincias? Pero es que así son las cosas, así suceden y así hay que tragárselas. Y hay que tragarse, con ellas, la serena certeza de que hay dolores y lesiones que no se curan, y que todo lo que se puede hacer es seguir siendo, aunque se sospeche que eso va a traer nuevas lesiones. Las miradas de Riva (por cierto, tan inconcebiblemente clonada en la actriz inglesa de hoy Emma Appleton, por ejemplo en la serie Traidores; y, ya que estamos, casi en alguna política española muy de actualidad), el modo de aceptar con todo su cuerpo y toda su voz la permanencia de sus lesiones, la imposibilidad de encontrar utilidad alguna a consejos y soluciones más o menos ligeros y fáciles, van a conmover a cualquier espectador que no sea un marmolillo. La serenidad del amante japonés, quizá algo desconcertante al principio de esa colaboración con el cine occidental cuando todavía gestos y ademanes eran muy distintos allí y aquí, también conmueve por el conocimiento que delata: ella puede no acabar muchas frases y muchos relatos, porque él podría contar cosas muy similares, y entiende lo que hay cuando todavía van por la mitad, porque el dolor no admite fracciones.

Hay tristeza en Hiroshima mon amour, pero hay serenidad por encima de todo. Da la impresión de que es el informe de ese paso a la edad adulta en la que eso se incorpora. Un paso a la edad adulta no tanto de las personas como del conjunto de la sociedad, que tras esa espantosa guerra ha crecido y ya nunca será tan ingenua como antes, pero por supuesto será más sabia. Pero de la sabiduría de Emmanuelle Riva no hemos hecho más que empezar a hablar, por supuesto.