Historia o catequesis

El corazón del imperio. Miniserie documental de 6 capítulos, dirigida por Israel del Santo. De momento en Movistar.

 

¿Es legítimo que un historiador se emocione al narrar cierto suceso de hace 2.000 años hasta el punto de indignarse con las gentes de hoy a las que considera herederas de las que le hubieran indignado entonces? ¿Qué preferimos, una historia narrada con humanidad e implicación o una historia de pesos y medidas y datos objetivos con referencia a legajos y pliegos de archivo?

¿O quizá esas dos no son las únicas posibilidades?

Vemos y volvemos a ver esta serie sobre las mujeres en la Roma de la transición (glups, quizá es esa palara la que trae por asociación el problema que viene ahora) republicana a imperial, y nos saltan a la vista, en primer lugar, tres elementos:

– albricias, aleluya, parece que por fin los sofisticados y chic y gauche-jabugo admiten ya como normal la textura de vídeo en sus pantallas, y no se lanzan a llamar «cutre» a cualquier producto que no ofrezca la misma «raya» (que dirían los geólogos) que ofrece cualquier cosa de Douglas Sirk, o la misma Cleopatra de Liz Taylor o, ya puestos, los desparrames draculinianos y afines de la Hammer: que estos sí que eran «cutres» aunque encantadores, por supuesto; pero cutres cutres hasta decir basta. Lo que pasa es que nos gustaban porque eran sinceros y sin dobleces, y Vincent Price era Vincent Price y todo eso. Pero de eso a que todo lo que no tuviera esa textura muy muy de Kodak saturado, de terciopelos bermellón y rubios de Jane Wyman, tuviera que ser calificado de «cutre» pues no. Algún día habrá que sacar de las estanterías los heroicos productos, por cierto muy similares a esta serie, hechos por heroicas producciones allá a finales de los 90, cuando todo estaba cambiando y algunos supieron ver que eso de las texturas era una bobada y se iba a quedar atrás, y que más valía empezar a trabajar con video, que lo posibilitaba, y dejar atrás el súper Kodak, y no digamos el Agfa, que lo imposibilitaba (el trabajar: por su coste de monopolio, claro). Hemos visto alguna obra de finales de los 90, producida a lo bestia reuniendo ahorros privados, a la que no se dio salida, pero sí se plagió; esa es la maldición de esos procedimientos: para que la acepten, tienes que mostrarla, y siempre hay un listillo que sabe copiarla. El día que se descubra va a hacer que muchos balbuceen esas clásicas disculpas de «entonces es que era normal estafar al honrado y yo creí que…» Esta El corazón del imperio se revuelca, por fin, se regodea y retoza con estas texturas del video, y nadie ha dicho esta boca es mía en cuanto a la cutrez de su aspecto, porque es que resulta que no es cutre (o quizá sí lo han dicho, pero será en sus zahúrdas vanguardistas de niños bien, vestidos de trapillo para la mani de hoy). Además, el grupo productor es el que es, y dice que esto hay que aplaudirlo, y punto en boca. En cuanto a la reconstrucción de escenas de personajes históricos, pocas cosas hay que decir que sean diferentes de las dichas acerca de eso de la textura: también se acusaba de «cutre» al hecho de poner a unos figurantes picando (figuradamente) en una cantera romana (figurada), porque se reconocía en ellos a muchachos de hoy. A Liz Taylor o a Richard Burton, por lo visto, no se les reconocía como los mismos de esas portadas revisteras por Heathrow camino de su enésima borrachera en Gstaad. Algo había en esas críticas demasiado emocionales que tenía que ver con ese sentir más abstracto de algunos grupos españoles extremadamente nacionalistas sin saberlo, y encima creyendo que son lo más fino del espíritu crítico antinacionalista: si no es perfecto y no tiene todo todo lo que cualquiera pueda exigir, es una típica cutrez (o caspa, también les gusta) hispana, porque a buenas horas van a hacer algo así de malo en Dinamarca, o en Liechtenstein, no digamos en Francia, o en Vanuatu. Décadas y décadas de hegemonía audiovisual anglosajona consiguieron que si se veía a unos muchachos morenos y de pelo oscuro en espinilla, labios carnosos y tez templada, o sea a cualquiera de los de por aquí, eso resultara «cutre» por artificial, porque, como todos saben, los romanos tenían que ser rubios rubios, imberbes, de labios finos o inexistentes, blandos de carnes blancas y músculos risorios esparramados, como corresponde al hábito de pronunciar en inglés, y no afilados, como corresponde a los que habitualmente hablan español o italiano.

– Una segunda cosa que salta a la vista es lo adecuado de trabajar en la actualidad estos contenidos, que en el mundo de la buena divulgación ya empezaron a airear Mary Beard y Britanny Hughes con algunos documentales: ¿Y las mujeres, qué? Pues en efecto. Y a poco que se rasque, se ve que «las mujeres» bastante más de lo que la historiografía había iluminado hasta ahora. Hay que rascar, eso sí, porque se las ha ocultado  muy sistemática y, se diría, muy técnicamente. No hay que apuntarse a adrenalínico «enfoque de género» alguno para percibir esa ocultación, así como desde hace algunos años se percibe y se va intentando remediar  la de las pintoras desde el Renacimiento, o la de las filósofas, y un poco más acá las científicas, y así hasta casi el total de actividades. La tragedia de prescindir del talento y del trabajo de la mitad femenina de la humanidad a lo largo de tantos siglos a lo mejor sólo tiene comparación con la tragedia de haber ocultado lo que, al final, hicieron las pocas que consiguieron llegar a hacer. Y documentales como este son oportunos porque siempre lo serían. Hoy, quizá, corren el peligro de quedar disueltos en la marea general como gotas de agua en una riada: hay demasiado ruido. Porque la erudita investigación y consecuente escritura de Santiago Posteguillo, así como los conocimientos de algunas de las juristas y lingüistas que comparecen ante la cámara ofrecen crédito; pero parecen exponerse, cómo diríamos, como un bebé ñu solitario en la sabana, a que pase por ahí cualquier guepardo oportunista y se haga un cinturón con su piel y un bocata con sus tríceps.

– Así que la tercera es esa: eso del ñu, decimos, casi sucede, y en el mismo documental que alabamos. Porque la ecuanimidad, los conocimientos de detalle, la necesaria distancia intelectual, incluso cierta guasa en ocasiones, de casi todos son muy frecuentemente interferidos por el aprovechamiento ventajista militante de una cierta interviniente, además en plano muy cerrado y contrapicado, dominante, que nos transporta mágicamente a una reunión-asamblea en la facultad, o quizá en «el local» de por las cercanías de Antón Martín, en plena competición de a ver quién tiene más ira que mostrar (hacia el día de hoy), más burla que hacer (al día de hoy), más indignación que proponer (para el día de hoy). De pronto abandonamos los conocimientos y lo que nos llega es «Y va Marco Antonio muy en plan machoooote, machoooote, y dice…»; por no ahondar, que no ahondaremos, en ese espeluznante «Como hoy» que suelta de pronto esta misma interviniente cuando termina de relacionar los sometimientos legales a los que las esposas se veían condenadas en relación a sus maridos en la Roma republicana. «Como hoy»: le damos vueltas y más vueltas, pero al final llegamos siempre al mismo sitio: sí, mejor no ahondar en ese comentario. Y cuando se habla de si Cleopatra murió así o asá, el comentario a la conjetura del áspid no podía ser otro más que el que es: «Y como está escrito por hombres, pues claro, no podía morderle más que en una teta». Todo lo que dice esta invitada está entorpecido de militancia, de rabia, de reivindicación actual. ¿Alguien puede, por favor, llevarla hacia delante? Ah, no, que eso sería delito de leso… algo (no nos atrevemos a bromear igual que en este documental alguna vez se bromea sobre escrotos y así). Pues que se lleve ella sola. Muchos y muchas no sólo de este lado de esta pantalla sino, nos consta, de todas partes, estamos un poco hartos y hartas de esas sonrisitas de sobreentendimiento (supuesto) cuando se habla de ciertas cosas, y de las ofensas con peligro adjunto cuando se habla de las equivalentes en otra dirección. Baste pensar qué se comentaría si en lugar de lo visto, fuera un historiador «macho», o sea «varón», o sea «hombre» el que hubiera puesto ahí en plan atrezzo la ilustración verbal de «Y como Livia era muy femeniiiiina, muy femeniiiiiina…»

En fin, confesamos nuestra cobardía, y no nos atrevemos a ser los primeros ni las primeras en llamar perturbadas a quienes lo sean tan visiblemente; en la misma medida en que no dudaríamos en llamar perturbados a quienes enfocaran sus intervenciones de historiador en un documental así sobre comentarios como «Y al ser mujer, y cobarde por lo tanto…», o «Disminuido su intelecto como en todo el bello sexo…» Conocimos en el pasado a gentuza que se permitía hablar así; por supuesto, de lo malo siempre queda muestra, y por ahí andará alguno que diga cosas de ese estilo, probablemente entre vinacho y vinacho del figón inmundo en el puerto en el que ya ni le dan trabajo de barrendero. No es injusto ni inconveniente poner un espejo.

Ensucia ese sesgo agrio y fuera de lugar el documental por otro lado informativo, bien producido, realizado, escrito e interpretado. Avisamos: probablemente merece la pena verlo, y siempre se saca algo que no se sabía; pero no te acomodes al conocimiento y a la divulgación, porque igual que antaño había quien estaba obsesionado con el largo de las faldas o los escotes, y con esa obsesión interrumpía y manchaba y saboteaba todo, hoy hay herederos de aquellos, sí, pero no son quienes al principio de este veedor se señala que esa interviniente señala, sino otros, y están hoy mismo muy en auge y en vigor, e invitan al personal a pasar a otra cosa, porque aquel que se dice autorizado para dar catequesis, mientras la gente lo que quiere es que no se la den, ¿quién se cree que es?. Una pena. Pasarán a otra cosa, y se dirán: «bueno, ya me informaré de estas cosas en otro momento y lugar, cuando no me den cachetitos con cada lección».