15 May La maravillosa señora Maisel
Serie que va por la cuarta temporada (la quinta está en rodaje) con 8, 10, 8 y 8 capítulos.
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Resulta paradójico que la más judía de las ficciones actuales de la televisión esté confeccionada desde los primeros guiones hasta la interpretación protagonista por italoamericanos e irlandeses-americanos. Si no se sabe nada de las personas que hay detrás, y se atiende sólo al resultado en pantalla, cualquiera juraría que está viendo la serie más brutal y humorísticamente judeo-neoyorquina que se ha hecho, seguramente conjuntando los talentos y la mala leche de Woody Allen y del Billy Crystal más sulfúrico, y desde luego recurriendo al fallecido y más ácido y crítico Lenny Bruce.
Lo que siempre se nos presentó como «humor judío», fuera correcto que lo era o no lo fuera, se componía y se compone (manuales canónicos aparte) de regodeo en la resignación, por supuesto fatalismo existencial, burla de la propia condición, incluyendo sobre todo la de judío, y eso que nadie menciona quizá porque es lo más visible, que se trata de una peculiar habilidad para manejarse en las alturas conceptuales más exquisitas de la abstracción chic y pegar súbitamente un bajonazo compuesto con las groserías más brutales y hasta contraculturales. Todo eso está en las tramas y compone el andamiaje y los diálogos de esta serie, La maravillosa señora Maisel, que al parecer no ha triunfado sólo entre los aficionados a ese subgénero, porque lleva en sus cuatro temporadas ya emitidas una buena colección de premios, incluyendo Emmys.
Nos divierte esta serie, y nos divierte también hasta qué punto la aborrecen amigos y cercanos a los que se la hemos recomendado (no todos). Algo tendrá esa agua, porque se trata de reacciones muy parecidas a las que desde siempre (y añadamos doloridamente: hasta que fue cancelado por muy oscuros motivos, tras dos investigaciones judiciales independientes y sucesivas que lo absolvían) ha despertado el cine de Woody Allen, que desde luego nunca se ha cortado un pelo de «hacer judío» con sus guiones: hay algo de mala leche retorcida, algo de velocidad endiablada, y desde luego ese hacer broma de casi todo lo sagrado, suponemos, que debe de estar en la base de ese rechazo; nada más legítimo que aborrecer libremente, por supuesto, pero a los que no lo sentimos no nos queda más que decirles que ellos se lo pierden. Esta serie se trata de uno de los productos de entretenimiento mejor acabados de estos años, y resulta que ello incluye todo eso que no se suele asociar con el «entretenimiento»: comentario social ininterrumpido, por supuesto la batalla femenina de allá por los primeros años 60, convivencia entre grupos culturales más bien incompatibles y casi un ensayo sobre la libertad de expresión. Son temas «serios» que, así formulados, no van a conseguir que aumente el público de la serie, quizá asustado ante la perspectiva de ser agredido por un festín de listillos teóricos semipolitizados: pero sería un error entenderlo así, porque con todo eso lo que ha conseguido la promotora, guionista, productora, showrunner y mil cosas más de la serie, Amy Sherman-Palladino, ha sido una comedia troceada en capítulos de una hora que, si ya has llegado hasta la pantalla para verla, te va a ser imposible abandonar y hasta te va a obligar a enganchar un capítulo con otro en plan maratón, porque el arco es amplio y pasa de unas entregas a las siguientes, pero también cada una de estas tiene sus propias subtramas. Y además no vas a dejar de reírte.
El planteamiento inicial era para asustar a cualquier guionista: una joven madre judía (interpretada con toda su energía y su inteligencia por la actriz Rachel Brosnahan), típica mimada niña bien del Upper West Side neoyorquino de los cincuenta, cumple con el papel que le han asignado y es devota ayudante de su marido, que hace sus pinitos como monologuista en horas libres; pero él fracasa en ello, y decepcionado y algo en shock deja a su mujer y se lía con su secretaria. La mujer, la señora Maisel del título, recurre para despotricar y desahogarse a ese mismo escenario de monólogos y así descubre ella, y descubren los demás, el talento cómico que tenía oculto hasta el momento. Y desde ahí comienza su carrera de monologuista cómica, junto a una agente artística de extracción, idioma, modales y horizontes propios de lo más bajo del mundo de los hampones: la co-protagonista Alex Bornstein (curiosamente, la única judía del reparto principal -a la que se añaden Kevin Pollack y Saul Rubinek-, y el único papel que cuestiona y ridiculiza las costumbres judías como desde puntos de vista cristianos), que también se ha ganado varios premios con este trabajo.
Como decimos, y todas las veces que lo digamos serán pocas, la velocidad a la que discurren los acontecimientos, pero sobre todo los diálogos, superan lo que hemos visto y oído en cualquier otro producto similar. Hay que estar concentrados para seguir las tramas y las anécdotas, porque unas traen a las siguientes y no te puedes saltar ninguna; y todas son hilarantes de puro realistas. Quizá no tan realista (o sí, vaya usted a saber) es que esa velocidad y ese sarcasmo judíos son perfectamente continuados por la nueva novia del marido infiel (marido que sigue como amigo y personaje muy protagonista), una joven china que ejerce algo así como de delegada de sus mayores chinos más o menos mafiosos en el local del barrio chino que él alquila, y que en ocasiones parece un hampón temible aunque de 1’50 de estatura, y a veces parece un cruce de Noises off y Billy Wilder por la facilidad con la que interpreta su papel de destripadora verbal a hipervelocidad, como cualquier otro judío de la serie.
En fin, dada la densidad de los guiones (y la densidad cómica), se podrían llenar libros sólo con la mención de las subtramas, así que mejor verla. Lo que nos interesa ahora es que estamos ante un producto extremo de (tiemblen todos) perfecta apropiación cultural. Ya decimos que ni la showrunner ni el productor ejecutivo, ni los productores varios que hay por ahí, ni los actores en general (salvo la coprotagonista Bornstein) son otra cosa que italoamericanos o irlandeses o suecos-americanos, y así podríamos seguir mencionando todos los orígenes regionales europeos de inmigración estadounidense (y el importantísimo padre de la protagonista, Tony Shalhoub, es libanés de Wisconsin por los cuatro costados, por ejemplo). Y todos se visten como se debe para celebrar el Yom Kipur y dicen o chapurrean las oraciones rabínicas adecuadas, y saludan como se debe saludar al rabino, y así todo aquello que la vigilancia anti-apropiación prohíbe y castiga. La mezcolanza de religiones, tradiciones y culturas es tal que se llega a perder muy pronto la noción de qué es cada cosa y de dónde procede. A partir de cierto momento, por poner una ilustración, tenemos un local en el barrio chino, perfectamente decorado «a la china» con puertas con arquitos lacados en rojo y todo, en cuyo sótano hay un garito ilegal de juego chino, por supuesto, y en el que se toca jazz negro y acaba actuando la señora Maisel con un monólogo que parece una transcripción al inglés de una parodia de la Torá, local lleno de público casi todo él blanco anglosajón, salvo algún italoneoyorquino que deja oír su acento por ahí. Y en la tercera temporada, Maisel se enrola como telonera del espectáculo del cantante Shy Baldwin, una especie de representación de Harry Belafonte cruzado con Nat King Cole, y el ambiente no se puede poner más afro, pero los éxitos y los aplausos provienen sobre todo de tejanos algo sonrosados de más que están de picos pardos en Las Vegas.
Un follón, como se ve, que, por otro lado, no se subraya en absoluto en la serie. Simplemente, se incorpora y se retrata, como quien tiene conciencia, puede que cierta y atinada, de estar retratando la realidad. Nunca podremos decir esto de la compleja sociedad estadounidense, por supuesto, que parece condenada a no ser ese melting pot del que algunos presumen, sino a quedarse en ser un rapsody pot, sin demasiadas mezclas ni fusiones y, como mucho, una convivencia vecinal delicada. No así en esta serie, que quizá retrata, según las informaciones, la infancia de la showrunner Sherman-Palladino, de padres cómicos en aquella época retratada, en la cual quizá vivió algo de esta festiva confusión. Hasta la muerte de Lenny Bruce, que parece marcar una de esas fronteras de época que imponen rápidamente nuevas normas, especialmente en la cultura norteamericana. Personaje el de Lenny Bruce que no diremos que es el único histórico pero que es el más histórico de la serie, sobrecogedoramente interpretado por el canadiense Luke Kirby, que ha sabido incluir hasta ese aire de fatiga y un poco como de afectada ausencia del personaje real que se puede ver en antiguas filmaciones: y que a veces hace pensar, por la calidad conseguida en su interpretación, por su relación amistosa e intrigante y envidiable con la señora Maisel, por su posición en los guiones (está desde el primer capítulo de la primera temporada, sin prodigarse demasiado, pero fiel como una buena amistad silenciosa, hasta una cuarta temporada en cuyos últimos capítulos casi iguala a la protagonista en tiempos y escenas), si no será él, el trágico y heroico Lenny Bruce histórico, el verdadero objetivo de los esfuerzos y los gastos de esta serie. Poco a poco crece en nuestras pantallas y Kirby da nuevos matices y facetas, mientras todos sabemos cómo va a acabar (cómo acabó en la realidad histórica) dentro de pocos años, y las oscuras causas de su final: ¿vamos hacia ahí con esta magnífica señora Maisel? ¿Va a ser todo la incontenible risa de la ironía de la existencia antes de la catástrofe, como en un buen chiste judío?