La verdad de entonces y la de después: Le père tranquille, Francia, 1946

Ya hemos comentado en otras ocasiones, cansados, que a veces tenemos la impresión de que se hacen demasiadas películas sobre la Segunda Guerra Mundial. En otros momentos no nos lo parece, pero es que estas cosas de los cansancios van y vienen así. Lo que no nos varía es la certeza de que desde hace cierto tiempo, como unos cincuenta años, se consolidaron unos cuantos tópicos tanto verbales como de modales, pero por encima de todo visuales, en esas películas que, ahora que lo pensamos entre varios, probablemente son la causa directa de esos cansancios que nos dan. Por eso, una de las mejores medidas de higiene mental que se puede adoptar es acudir a aquella época cinematográfica pero de verdad. Nada de referencias en pasado ni de dirección artística erudita. Ni mucho menos de lindas francesitas en bicicleta con la boina ladeada y una baguete bajo el brazo saludando a los aldeanos gordos y narigones sentados ante una mesa de aluminio verde bebiendo pastis y todos enseñando el carnet de miembro de la resistencia.

Así que hemos dedicado nuestro tiempo, y muy felices de hacerlo, a unas cuantas películas rodadas entonces y allí, en aquellos lugares y en aquellas épocas de las que luego tantas películas hablan o creen hablar. En primer lugar, nos ha complacido enormemente la película El padre tranquilo, de René Clement, protagonizada, y parece que co-dirigida, por el entonces popularísimo actor francés Noël-Noël. ¿Cómo que entonces? ¿Cuándo es eso? Pues nada menos que en 1946. Y la película va de resistencia francesa durante la ocupación nazi.

Sí, de acuerdo, sentimos exactamente lo mismo (ya decimos que a temporadas): pocas cosas nuevas nos quedarán por descubrir de ese asunto tratado de mil y una formas diferentes. Da casi hasta pereza, si te anuncian «una nueva» sobre la ocupación de Francia. Pero esto es diferente. 

Está rodada entre 1945 y 1946. Todos los actores que vemos, y todo el personal que no vemos, son gentes que de verdad han vivido ese escenario infernal de la Guerra Mundial y además en su versión Francia ocupada. Aquí no hay camelos ni idealizaciones. Precisamente, el secuestro posterior de este tema literario-cinematográfico de la resistencia fue tan profundo y tan eficaz y duradero (y lo sigue siendo), que casi lo que dificulta ver al principio esta película, y otras de su familia, es precisamente el deslumbramiento de la veracidad; la narración, el argumento, y la interpretación, y la producción toda están en absolutamente otras coordenadas que aquellas a las que no mucho tiempo después la industria cultural de la Guerra Mundial se llevaría todo esto. Aquí los uniformes son de verdad los uniformes que se acababan de usar apenas un año antes. Y el armamento, y los muebles, y las casas, y las vestimentas domésticas; y hasta los perros, pocos, que incomprensiblemente habían sobrevivido a las hambres y las penurias. Hay historias, que a los veedores les importan en general menos, pero que aquí es leal mencionar, de participación de los actores en hechos similares a los narrados. Son todos franceses (salvo algún alemán que te tiene preguntándote de dónde lo habrán sacado), franceses y francesas de verdad, no Angelina Jolie haciendo de aguerrida francesa estereotipada.

Y los escenarios, los caminos y las casas, que serían el paraíso narrativo de Ramón Nogués, son los auténticos en los que hechos muy similares a los narrados tuvieron lugar. No son el mismo plató donde ayer rodaron Spiderman y mañana rodarán Vikingos. Pero ¿es que acaso esto debe importar al que mira la pantalla? Pues se suele decir que no, pero lo cierto es que en esta ocasión y otras cercanas sí que importa, porque se siente. 

Es el neorrealismo que siempre hemos echado de menos del cine francés. Cine francés liderado en los tratados por el de cierta época posterior; un cine muy rápido en olvidar su argumento y concentrarse en la discusión inacabable entre personajes que pronuncian con mucho cuidado, demasiado cuidado, «asphodels», o a planos más o menos rodados a lo bestia, y sin licencias, de aceras lluviosas y nocturnas con luces de cabaret. ¿Por qué no iba a haber un Rossellini o un De Sica  o un Mur Oti o un Edgar Neville francés? Probablemente, tal como muchos defienden, la France ha sido siempre la pionera y la más experta nación en publicitarse a sí misma, y desde muy antiguo ha despreciado ciertas realidades de sí misma que, vistas desde fuera, no tendrían por qué despreciarse, pero que no casaban ni han casado nunca con la imagen perfumada y rutilante que esos publicistas franceses han querido presentar de sí mismos. Pero no sólo es esta imagen de escombros y sufrimientos tan real como la otra: es que hasta nos reconcilia con ese mundo francés de la narración y de la reflexión, narración que de pronto es sincera, veraz y además verosímil, y no se empeña en hacernos creer que hasta la guerra se hizo entre copas de champagne: como el piso miserable donde viven el niño y sus padres de Los 400 golpes, con la cocina más que renegrida y las tuberías al aire y la bombilla pelona para hacer los deberes bajo ella. Es que sólo decirlo ya suena a De Sica, que nunca tuvo más pretensión que contar la verdad (y a menudo reírse de ella). René Clement dirige Le père tranquille, y parece que con la misma intención, y se nota; y produce, para empezar, agradecimiento en el espectador.

Ya hacia el final de la película vemos un grupo, quizá denominado compañía, de franceses que se han echado al monte, o más bien a la llanura, con sus fusiles y sus escopetas de caza, cada arma de su padre y de su madre, y cada uno vestido como ha podido: mono de trabajo de tirillas anudadas en los hombros, camisola de segador y pantalón retenido con cuerda y alpargatas, incluso alguna americana sobre camisa y corbata: y nosotros, que no estuvimos ahí, sabemos de golpe y sin duda alguna que eso fue así en la realidad, y que no fue verdad que los grupos de resistentes vistieran siempre chaquetón más o menos marinero con jersey de cuello vuelto debajo, ni gorra de ferroviario, ni botas de soldado, como los estereotipos cinematográficos amanerados ordenarían poco tiempo después. Muchos planos de esas escenas parecerían tomados en la misma Guerra Civil española, tan iguales son vestimentas, desaliños, modales y ademanes de esos grupos armados irregulares franceses y aquellos otros españoles. Sin haber estado tampoco en esas casas (la película se subtitula: Vida de una familia francesa durante la ocupación), sabemos sin dudarlo que el jefe regional de unos resistentes no tenía pinta de jefe regional de resistentes, ni mirada torva de secretos, ni caminar apresurado de comando, sino que seguramente en todos los casos tendrían pinta de cincuentón y mediocre corredor de seguros del pueblo con hijo adolescente peleón y despectivo siempre al borde de meter la pata ante los alemanes. Y que las esposas de estos hombres serían… vaya usted a saber, como casi todas las pobres mujeres de esa época con dos hijos ya criados, dedicadas nada más que a cocinar y a no saber demasiado del mundo y viviendo sobrepasadas por todos y por todo. Y que ya anunciaban las nuevas mujeres, como la hija mayor, única que descubre el secreto de su padre y ayuda y anima y por fin participa.

La película contiene algunas escenas perfectamente neutras que en realidad muestran lo que ni hoy ni hace ya tiempo se atreve nadie a mostrar: porque ya empezaron los tópicos a funcionar y a imponer su ley de predigestión esquemática: cómo iba a haber crueldades frías entre los de la resistencia, si eran los buenos. Bien, pues en 1945 y 46 no había pudores para contar lo que de verdad había sido aquello, y alguna cosa se cuenta. Al traidor no se le echaba precisamente una regañina, y en 1946 todavía regía la moral y el estoicismo de la supervivencia, y en esta película hecha entonces se exponen las cosas sin suavizar. Y tiene el espectador la certeza inmediata de que le cuentan la verdad. Pero, ¿sabéis qué? Los buenos siguen siendo los buenos. Y los malos son los malos, porque si de verdad alguien sabía lo malos que fueron «los malos» eran los que estaban haciendo esta película, que los habían sufrido en sus carnes. Pero no son esos malos ya manieristas del Hollywood (e incluso de Shepperton, que duele más). Aquí y en otras películas de esta familia (nos será, probablemente, imposible, no comentar alguna más) los boches que piden los papeles por la calle la mayoría de las veces sólo piden los papeles, los leen y dejan seguir al que han parado. Maleducados, claro; invasores, por supuesto; pero no todos y cada uno la encarnación de Belzebú, tal como se pinta en ese universo de iconos simplificados de otros cines, y sobre todo posteriores y lejanos.

Si hay tanta distancia entre la IIGM contada en cine por los que la vivieron y además contada inmediatamente, y la contada por los que no tuvieron que sufrirla pero sí la oyeron y masticaron resúmenes para seguir contándola, qué no habrá cuando se trata de sucesos más lejanos. Pero tenemos estas películas verdaderas. ¿Os imagináis a una tropa de guionistas adocenados y simplistas de Hollywood intentando sacar algo en limpio para armar una película titulada Roma citá aperta? ¡La que hubieran liado! Pero afortunadamente Roma la hicieron los que lo habían vivido. 

Ah, y en Le père tranquille no sale ni una sola francesa, ni una sola, de ninguna edad, con boina ladeada.