Las chicas de Manson

LAS CHICAS DE MANSON

Las chicas de Manson. Película de 110 minutos, dirigida por Mary Harron y protagonizada por Merrit Wever, Hannah Murray y Matt Smith. En Movistar.

Tenemos la impresión de que estamos algo cansado de películas sobre Charlie Manson, ¿verdad?, pero no sabemos de verdad por qué, porque lo cierto es que no se han hecho tantas. Recientemente, Tarantino ha hecho de aquel agosto del 69 en Hollywood el territorio de su última película, y hay por aquí y por allá unas cuantas cosas, pero no recientes. El personaje Manson sale como secundario en alguna serie policiaca, y mencionado en decenas y decenas de ficciones, pero eso tampoco es constituirse en protagonista.

Mary Harron adapta la novela The Family de Ed Sanders y con ella nos lleva al rancho famoso donde Manson tenía montado su harén y centro de operaciones. Pero esta vez lo vemos desde el punto de vista de tres de esas chicas más o menos hipnotizadas que tenía el monstruo bajo su dominio, y desde el punto de vista de Karlene Faith, que además ha asesorado en el rodaje, y que es la psiquiatra que trató con las tres principales acusadas ya en la cárcel, y que en la película está interpretada soberbiamente, como no podía ser de otra manera, por Merrit Wever: y sólo con un cambio en el ángulo de su mirada o una leve arruga junto a una comisura nos propone una interpretación de lo que piensa acerca de lo que acaba de oír.

Nos ocupan sobre todo, como decimos, tres de las «chicas de Manson», quizá las más famosas: Leslie Van Houten, Patricia Krenwinkel y Sadie Atkins. Son muy protagonistas también las demás, hasta doce o quince, pero el meollo de la película está en las sesiones de las tres primeras con la psiquiatra de la cárcel, que nos llevan en flashbacks a la vida en ese rancho-comuna, a la llegada de una temblorosa Van Houten, a los episodios de tiranía y demagogia del monstruo, y de… ¿qué?: ¿idiotez, estupefacción, hipnosis, gilipollez? de las chicas, que a pesar de las bofetadas y del despotismo y del machismo desatornillado adoran a Manson, lo idolatran y se someten a lo que sea que pase por su podrida cabeza en el momento en que le pase, y ellas como si les estuvieran echando caramelos.

Algunas de por aquí han estudiado mejor que muchos el asunto ese de las sectas, y no es cosa de que ahora nos pongamos a tirar de su obra; pero nos deja situados, por lo menos, en el fenómeno de la disolución del yo en un universo de premio continuo, y todo eso, que a pesar de todo no nos llega a quitar cierta proporción de asombro ante la potencia del sometimiento. El título original de la película es mucho más malintencionado que el español: Charlie Says…, que es a lo que parece que todas juegan continuamente, en lugar de a Simon says… Abrumador; y no por conocido y mil veces documentado y documentalizado es menos abrumador.

Pero la película no es un slasher de los que hablábamos hace poco, ni mucho menos. Paso a paso vamos viendo que casi más que flashbacks hacia la vida en el rancho antes de la noche más trágica de asesinatos, la película resulta que estaba siendo más bien, y nos la había colado, una sucesión de flash-forwards. Esto puede parecer muy tiquismiquis a algunos, pero será entonces que no lo expresamos tan sutilmente como la película nos lo ofrece: lo que importa de Las chicas de Manson no es lo que hicieron en ese rancho y luego en las «casas de los ricos» en aquellas noches de orgía criminal, sino lo que están hablando con la psiquiatra las tres a la vez, en sesiones conjuntas, ya en la cárcel y de hecho en el corredor de la muerte (que como en California ya no había pena de muerte se utilizaba simplemente como de aislamiento o cosa parecida). Dicho de otro modo: nos ha parecido que el centro argumental de la película es ese después de los autos, porque es ahí donde se cocina la presencia más intensa o menos intensa de humanidad en las tres chicas; su posibilidad de, en realidad, volver al mundo real.

Nos lleva de la mano Merrit Wever cuando en su papel de psiquiatra conversa con la alcaide. Esta afirma con rotundidad que «la cárcel está para expiar el mal de cada criminal» (sin paños calientes ni concesiones a enfoques reeducativos o similares); la psiquiatra, que ya está viendo que se acerca el éxito de su trabajo y empieza a temblar, contesta con claridad, como adelantándose a posibles acusaciones de compasiva o buenista: «En cuanto llegue al objetivo de mi trabajo con ellas, habré conseguido que tres personas conozcan de golpe el mal que han desatado y del que han sido agentes, y que tengan que vivir con la conciencia de ello el resto de su vida».

Esa es la paradoja, entre otras, que nos lanza esta película a la cara. Tres individuas por cierto criminales en el más extremo de los grados de crueldad y saña concebibles viven ya en la cárcel y todavía citan sin parar a «Charlie» como quien cita a Marx o a monseñor Escrivá, y sonríen al recordar episodios festivos en el rancho, y no perciben, se diría, que los brutales asesinatos que perpetraron fueran ni siquiera asesinatos. Pero la psiquiatra es mano de hierro en guante de ricitos de oro, y propone sencilla que no nombren más a Charlie, que él no está ahí y ella lo que quiere es hablar con las tres. Una se abstrae unos segundos y vuelve al presente con una petición: no me llaméis más Lulu (el mote que le había impuesto Manson), yo soy Leslie. Acaba de salir de eso, de la idiotez, o estupefacción, o hipnosis, o gilipollez. Es decir, se da cuenta de golpe de la monstruosidad incalificable de lo que ha hecho. 

¿Qué es más moralizante? ¿Considerar que la cárcel está para castigar o considerar que la cárcel está para rehabilitar? Porque algunas de las rehabilitaciones traen consigo inevitablemente un castigo, como dice la psiquiatra… de por vida. Que levante la mano el que tenga la solución. No os amontonéis. ¿Ni una?