¿Magia o making-of?

¿Magia o making-of?

Se ha emitido esta temporada la nueva miniserie documental de la BBC Un planeta perfecto, dirigida por David Attenborough, veteranísimo experto en ese arte, por cierto seguidor estudioso de Planeta Azul y de El hombre y la tierra, que fueron las series que empujaron al género a volar mundialmente. La serie es técnica y visualmente impecable, y más allá. La perfección de la fotografía es abrumadora; llegan a parecer en ocasiones escenarios y animales y lava y vegetales dibujados en postproducción; pero no lo son. Y sabemos que no lo son porque adjuntan a la serie, de 5 capítulos, unos capítulos más de eso que ya desde hace treinta o cuarenta años se llama hasta en castellano making-of, aunque en ocasiones hay más decoro y lo titulan Cómo se hizo y cosas parecidas. En este making-of vemos a los que ven en nuestro nombre y oímos a los que oyen en nuestro nombre, y recordamos ese plano de la iguana bajando por el volcán y ahora vemos, desde cinco metros de distancia, cómo se tomó ese plano, y resulta que es ahora cuando nos dan los escalofríos: el cámara estaba colgando de un arnesito de fortuna hecho con dos cuerdecillas que habían pasado por una roca que se podía desprender en cualquier momento, y evitando como quien espanta moscas unos soplidos azufrados de un agujero cercano, y con un ayudante de producción que iba apartando un poco más arriba los guijarros que se deslizaban sin parar como para fastidiar. También vemos cómo acamparon en el norte de Groenlandia a 40 grados bajo cero y cómo no podían soltar los drones para tomar planos aéreos (que se acabaron tomando, hoguera mediante) porque se habían congelado las articulaciones de los artefactos. Y el coletazo o casi coletazo que atiza a un fotógrafo apenas a 5 metros de profundidad uno de esos bellezones marinos llamados tiburón-ballena así al pasar, sin querer, y no obstante el plano que estaba tomando se metió en el montaje… Casi secuencia a secuencia, peripecia a peripecia, como sabe todo el que ha rodado cualquier modalidad de cine o televisión: cada plano tiene historia y drama y siempre comedia.

Y estos making-ofs evolucionaron desde las primera peliculitas que se tomaban a ratos en alguno de los grandes rodajes (por ejemplo, Cleopatra o Doctor Zhivago, y algunos anteriores) hasta lo que son hoy: prácticamente un género propio. Se considera en la actualidad una extravagancia, o signo de una pobreza miserable, la película o el documental y hasta el corto que no añade a su objetivo y a su producto primario una narración o por lo menos una colección de curiosidades de ese rodaje.

Y no hace tanto, una de las primeras directoras de la España moderna, de los 90 para aquí, antes actriz, comentaba a un entrevistador que ella en sus películas nunca había encargado un making-of porque no le cabía en la cabeza que eso le pudiera interesar a nadie. Pues resultó que sí interesaban, y no sólo a los cinéfilos, sino, mucho más, ha sido una de los creadores de vocaciones más fértiles que se conocen.

Y a todo esto se une el proceso que se ha venido dando ya desde hace treinta años, creemos que se puede decir que provocado un poco a propósito y a lo mejor hasta un poco por hartura por los entonces jóvenes profesionales sobre todo de la televisión de los 90: en cualquier modalidad de estudios de estas profesiones, en los exámenes prácticos, el hecho de que apareciera en el programa un plano en el que se veía una de las otras cámaras que estaban en el plató haciendo ese programa era motivo inmediato de suspenso. Además de otras cámaras, eran tabúes visuales, por así llamarlos, la parrilla de luces del techo, los cables y las mangueras de los eléctricos serpenteando por el suelo, cualquier artefacto o accesorio de los habituales como pantallas para la luz, esos trípodes llamados ceferinos… y el personal: regidores, operadores de cámara, gente de producción que pudiera estar por el contracampo que, por un imprevisto o por cualquier causa irrumpían de pronto en cuadro, todo eso llevaba a la catástrofe y al apocalipsis. Pero alguien fue el primero en decirlo: pero qué importará, si la gente en sus casas ya sabe que esto es un programa de televisión, y todo el mundo sabe más o menos cómo se hace. Y empezó a no importar que saliera en plano la cámara y su operador, esos del fondo, bien que algo en penumbra por no despistar, que estaban ahí para los contraplanos del debate (una vez más, el programa La Clave marcó el rumbo). Y se empezó a seguir a personajes desde que entraban en plató, y se descubría el tinglado de bambalinas, y al personal que pululaba por ahí o incluso mesas de maquillaje de urgencia al ladito mismo del decorado iluminado… Y no pasó nada, por supuesto. En efecto, la gente ya sabía que eso era un programa de televisión, y más o menos cómo se hacía.

Sí tuvo eso el efecto lateral de acabar con esa supuesta magia que algunos afirmaban que había en esos programas en los que todo parecía flotar en un espacio etéreo ajeno a esta tierra y a sus leyes físicas y hasta químicas; pero… ¿alguna vez alguien en sus cabales dejó de saber que eso se hacía en un estudio de ladrillos y cemento con luces y cables y con gentes que en los descansos se tomaba un café? Bueno, admitamos que alguien habría.

Desde luego, nos hemos ido de excursión a la televisión, pero por supuesto eso de la magia y del espacio ajeno al nuestro funcionaba mucho más en el cine. Gentes de la mejor preparación, o incluso de no tan buena pero sí preocupados de parecer que la tenían, no se cortaban en decir: «Yo no quiero que me cuenten cómo se rueda una película, quiero quedarme con la magia». Como Carmen Sevilla en el Diario Pueblo a principios del verano de 1969: «No quiero que vayan a la luna, no quiero que la descubran». A los aficionados que iban conociendo cómo se hacía el cine siempre les reprochaban: es que sabiendo esas cosas, sabiendo que ahí hay unas vías de travelling o que eso otro es un fondo falso, no disfrutas de la película «como los que no lo sabemos». Nunca entendieron que se disfruta el doble, porque esos aficionados, quizá ya muchos de ellos postulantes a profesionales, lo que sí habían desarrollado era un mecanismo mucho más engrasado de entrada y salida en ese fenómeno que a veces se llama «suspensión de la incredulidad». Yo ahora me meto en la nave espacial y doy tumbos entre asteroides y disparo a los malos y aúllo y aplaudo como un niño; y a continuación repaso la secuencia y me maravillo del uso que han hecho del steady-cam o de los fondos verdes.

Luego, es decir hoy, como ya sabemos, se ha generalizado lo del making-of. Se hace incluso sobre los telediarios. Cómo hacemos los telediarios. Siguen tenaces los que quizá deberían recibir el nombre de fantasistas o algo parecido en su rechazo a que los intríngulis de los rodajes y las grabaciones se difundan, pero cada día se entiende menos por qué. Hoy es algo equivalente a que se negaran a conocer que un libro se imprime (hasta hace unas décadas) con letras de plomo en cajas alineadas, o (más modernamente) en rotativa de cuatricromía, o (casi siempre hoy) en impresora o plotter…, porque saber eso quita la magia de la lectura.

Bueno, está bien, que cada uno elija lo que quiere convertir en casa de muñecas y en fe sobrenatural. Pero nos da que ya hace tiempo que no deja de haber una cierta impostura algo primitivista, como la de los universitarios de los setenta que se indignaban cuando iban sabiendo que los insuperables documentales de Félix Rodríguez de la Fuente estaban producidos: que no se habían esperado los equipos diez o doce meses en esos neveros con las cámaras preparadas para rodar a que llegara el jabalí y la emprendiera a golpes con el tejón, sino que producción había llevado un jabalí y un tejón al lugar donde se solían pelear sus iguales. Por lo visto lo que importaba no era cómo luchan el jabalí y el tejón sino cómo unos humanos operadores de cámara y ayudantes se congelan y van perdiendo miembros a la espera de que esos animalitos tengan a bien entrar en plano allá por las alturas del Moncayo. Un punto de vista que tendrá su interés para algunos, pero que a nosotros nos parece lejano al cinematográfico y en todo caso muy apegado a preocupaciones morales y casi penitenciales, que no nos interesan tanto.

¿Hay menos magia en una película dramática o documental porque sepamos cómo se hizo? Nosotros diríamos que, al contrario, hay más. No se puede seguir pensando que el personal medio de hoy es igual en estas cosas (y en casi ninguna) al de hace setenta u ochenta años: hoy todos conocen cómo se graba y cómo se rueda y cómo se hace un directo. Todo eso se sabe. No se va a decepcionar a nadie por mostrarle que esos planos increíbles de zorros árticos se tomaron con cámaras y con tecnología y con personas. Al contrario: ¡documental doble!