01 May Mank
Mank
Película de 2h 11′ dirigida por David Fincher, protagonizada por Gary Oldman, Amanda Seyfried, Tuppence Middleton, Arliss Howard, Charles Dance, etc. Se puede ver en Netflix.
Qué peligroso es que el cine se líe a contar cosas del cine en películas comerciales: cosas que a lo mejor son de enorme interés para el cinéfilo avezado, y no digamos profesional, pero que puede que al público en general no le importen demasiado. Porque no hablamos de esos making-ofs de los que ya hablamos hace poco, sino de películas que hablan de películas. Hay muy buenos ejemplos de aciertos: La noche americana, de Truffaut, sería el modelo quizás extremo, porque ni siquiera relaciona esa historia de hacer una película con el mundo real de alrededor, o de fuera, del rodaje mismo de esa película, y sin embargo, que sepamos, ha conseguido entretener y emocionar a muchas generaciones de aficionados desde hace ya cincuenta años, y eso sin salir del mundo de ese rodaje artesanal, de esos estudios de cine reales y franceses, nada californianos. Sobre el papel, se diría que tienen más probabilidades de éxito las películas que, además de contar cosas de películas, relacionan estas cosas con el mundo real; inmediatamente pensamos en King Kong como el extremo opuesto al de Truffaut: sí, se descubre a Kong y se lía la que se lía todo por hacer y para hacer una película de aventuras exóticas, pero la que se lía, se lía sobre todo en el mundo digamos real. Recientemente se han hecho algunas sobre cómo Hitchcock rodó Psicosis, otra por cierto cercana a esta Mank acerca de cómo se rodó Ciudadano Kane, y no podemos dejar de recordar una en general tenida por menor pero que a nosotros nos parece magnífica por la cantidad de contenidos y comedia añadida que proporciona (aparte de la visión extática de la mejor Michelle Pfeiffer): Sweet Liberty, dirigida por Alan Alda, que además contiene alguna secuencia antológica por lo satírica, de estilo contrario al agrio tan frecuente por aquí, cuando el director de esa película (interpretado por Saul Rubinek) que se está rodando en el pueblo explica al ingenuo autor del libro (Alan Alda) qué es lo que debe llevar una película para que triunfe: «1, desafío a la autoridad; 2, destrucción de la propiedad; 3, despelote». Eso sí que es un ensayo sobre el cine comercial de los ochenta.
Pero en Mank hay poco de eso, y sin embargo nos ha gustado. En 1940, Mankiewicz el viejo (el joven haría no mucho después cosillas como Eva al desnudo, y luego Cleopatra) ha dejado la MGM de mala manera y ha sido fichado por el recién llegado Orson Welles para escribir un guión que acabará siendo el de la película que hoy conocemos como Ciudadano Kane; un reciente accidente de coche que le tiene escayolado de cintura para abajo y su alcoholismo aconsejan llevarse al escritor con un pequeño comando de secretarias y ayudantes a un albergue en el desierto para que se centre. Iremos viendo en sucesivos flashbacks escenas de los diez años anteriores a ese momento, cuando Mankiewicz todavía intentaba llevarse bien, o más bien pelotilleaba a Louis B. Mayer (cinismo puro: nadie se llevó nunca bien con él, y Mank lo sabe), al mismo tiempo que lo intentaba también con ese zafio y matón Hearst, que además financiaba a Mayer; la misma época en que tenía una bonita amistad con nada menos que Marion Davies, novia «o algo así» de Hearst y estrella cinematográfica de primera fila, pero guasona, descreída y neoyorquina (que en ese San Simeón hearstiano, o en general en Hollywood, era algo tan exótico como si hubiera sido de El Barco de Valdeorras). En fin, la cultura, el recorrido vital y la lucidez de Herman Mankiewicz, y la asquerosa política y los chanchullos que bordean lo filonazi de Hearst y sus diáconos, van fraguando una hermosa enemistad, y eso acaba como se puede prever; y quizá no muchas veces se ha explicado a qué vendría esa manía que Welles-Mankiewicz le tenían al grosero empresario periodístico que hay tras la máscara de ese ciudadano apellidado Kane, tal como se explica, y con bastante regodeo, en esta Mank.
Un blanco y negro magistral, digno de los años cincuenta (diez años posterior a los hechos narrados: más propio de La humanidad en peligro, o incluso de Cayo Largo; pero no lo anotamos como defecto sino casi como cortesía hacia el público de hoy) nos transporta algo idealizadamente a la época, con uso abundante de claroscuros muy marcados, y contraluces, especialmente cuando hay rostros humanos: ¿acaso son todos los personajes dudosos, incluso los solamente medio conocidos? Y la intriga de siempre cuando se ven estas películas de historia de las películas: los jefazos de Hollywood, más malos que un bocata de dog-chow, se diría que se portaban así de mal casi como personajes de guiones de los de entonces ,y exagerando un poco la cosa, como si lo hicieran para ser retratados en el futuro en estas películas que cuentan precisamente lo malos que eran. Esos episodios narrados en ocasiones como esta, con todas las reclamaciones de veracidad, son a menudo demasiado perfectos, demasiado bien construidos, son historias de malos muy bien dibujados como malos (y en la realidad no suele haberlos así) enfrentados a buenos muy bien dibujados como se dibujan hoy, es decir, no buenos beatíficos a lo Hollywood sino más como el diseño moderno, o sea con sombras y defectos. Otra cosa es, a lo mejor, que gente inteligente como Fincher elige lo que sabe que está claro: de la maldad de Louis B. Mayer no duda nadie en el vastísimo universo del comentario hollywoodiense, y de la de Hearst dudan menos todavía en el todavía más vasto universo de la política y el periodismo en el cambio del siglo XIX al XX (y que se lo pregunten a nuestros tatarabuelos muertos en Cuba).
Mank nos cuenta, y es de agradecer, ese otro mundo, menos veces retratado que el de los rodajes, que es el de los escritores de guiones. En este caso, además, de la película Ciudadano Kane, tenida por cientos de clasificaciones como la mejor de la Historia hasta hace poco (desde que esas listas se confeccionaron, a pesar de que han sido heredadas una y otra vez por posteriores generaciones, se han hecho miles de películas más, y alguna de estas disputa a menudo ese primer puesto). Casi no hay plano ni diálogo en Mank que no sea significativo del argumento mayor: por contrato, Mankiewicz había renunciado a ser mencionado como autor. Pero, al acabar el guión, él mismo fue consciente de que había hecho algo excepcional, y se arrepintió de esa renuncia. Hasta el mismo Welles, que se diría en el bando de los buenos, le visita enfadado, codicioso de figurar como único autor.
Creemos que, aunque nadie lo confiesa, la película va de eso precisamente: el pacto con la realidad triste, la concesión de supervivencia. Mankievicz, acosado por deudas de las que sólo su ludopatía es responsable, cede a todo, acepta todo, y se calla, con tal de cobrar (por otra parte, fortunas). A lo largo de la película muchos personajes, sobre todo los próximos a Mankiewicz, van rodeando a este de esas concesiones o renuncias: Marion Davies acepta lo que sea que digan de ella a cambio de tener la protección de su amante Hearst; el malo L.B.Mayer, tan matón y tan soberbio, es un corderito al lado de ese Hearst que, como descubrimos al final, le da la mitad de dinero que gasta… Así uno tras otro, incluso del mismo Hearst sabemos, también al final, que renunció a sus ideales de juventud, casi socialistas, a cambio de la riqueza que vio venir con la condición de esa renuncia.
«Es un pobre diablo: no sólo está sin un centavo, sino que además es un idealista», dicen los guionistas en pandilla acerca de Upton Sinclair, el candidato a gobernador.
¿Sólo es posible ser un idealista si se está forrado?
Esa es la pregunta de esta película. A lo mejor también es la de Ciudadano Kane, claro.