15 Dic Museo del Prado, bien hallado tras la epidemia
Museo del Prado, bien hallado tras la epidemia
¿Queremos o no queremos, ahora que ya parece claro que la epidemia se está superando, aun con sus regüeldos, que las cosas vuelvan a ser como eran antes? ¿Queremos volver exactamente al punto donde se suspendieron las actividades, y seguir con ellas como si nada hubiera pasado? Probablemente en muchas cosas sí; pero, si otras cambian, tampoco va a ser forzosamente un apocalipsis. Sin entrar en otros asuntos, que podrían ser sanitarios, políticos y hasta farmacéuticos, nos limitaremos a una recuperación que hemos conseguido hace poco y no nos ha merecido más que aplausos: puestos a ver, a ser veedores, qué mejor para ponerse a ver cosas que volver al Museo del Prado.
Algún compañero de esta web, si no recordamos mal, ya comentó que no hace falta ser un orgulloso chauvinista (si es que sigue existiendo alguien que entiende esta anticuada palabra en su sentido verdadero, y no en el vulgarizado de telefilm anglosajón) para pasmarse ante muchos de los logros y realidades de ese Museo del Prado, que por todos los conceptos se puede considerar a la vanguardia mundial de casi todos los aspectos que toca, que son muchos.
Es una delicia volver al Prado después de casi un par de años (parece increíble al decirlo) sin pisarlo. La encerrona general, la encerrona de la institución, luego sus cortapisas numéricas y de fechas, todo ha conspirado para que retrasáramos nuestra dosis habitual de toda una vida de adicción al placer de pasar unas horas por sus salas cada pocas semanas. De los últimos tiempos antes de la epidemia ya habíamos celebrado esas «nuevas» salas del siglo XIX, cuando expusieron, previos festejos, la pintura historicista, los Muñoz Degrain y Carlos de Haes y todos esos, que enseñan en cada una de sus obras toda una carrera de técnica pictórica, guste o no guste el tema de cada cuadro: además, mucho hay en el cine histórico de los años 40 de inspiración en estas pinturas, como Doña Isabel la Católica dictando su testamento de Eduardo Rosales o Doña Juana la loca, de Francisco Pradilla y Ortiz, y otros, que tienen una presencia perfectamente visible en películas como Alba de América, por ejemplo. Aunque siempre nos ha llamado la atención que nadie, que sepamos, ha cinematografiado obras maestras de sucesos tan capitales para nuestra historia como el gran retrato colectivo de Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga, de Antonio Gisbert, por coger un caso.
Pero en este final de 2021, cuando hemos vuelto, nos hemos sorprendido con los cambios que se han hecho en esas salas. Aparte de cambios de lugares y de salas de ciertas obras, se ve que algunos lo han pensado mucho, y muchos otros lo han calculado todavía más y, de pronto, lo que no era en la colección expuesta más que un leve atisbo se ha convertido en contundente protagonista de la sección. ¿A qué nos referimos? A la solución de ese problema crónico, arrastrado de más que décadas de antigüedad, parecido al que ha estado envenenando las salas de música «clásica» durante ese mismo tiempo: la pudibundez burguesa, la inercia de cierto concepto del decoro, que quizá a veces haya sido comprensible en origen, pero en modo alguno ha sido ni es defendible pasando los años y ya desde hace treinta o cuarenta, por lo menos. Decimos inercia y decimos arrastrado porque nos consta sin la más mínima duda que direcciones como la del Museo del Prado ni ahora ni hace ya cuarenta o cincuenta años comparten ni compartían esos criterios de estrechez de miras «conservadoras» (pero en el sentido moral cutre), de mojigatería o de «pereza». Por concretar algo: ¿acaso la pintura española del siglo XIX posterior a Goya sólo tuvo como objeto «condesas y duquesas», o, como toda variante, sus señores maridos enlevitados y cejijuntos? Porque algunos sacaban esa conclusión: sí, andaba por ahí, en efecto, lo de Torrijos (pero no se exponía), y alguna obra grande de batalla; y luego, los paisajes, primero más idealizados y románticos, y al lado los posteriores, muchas veces de los mismos autores ya evolucionando, más «realistas». Lo de Sorolla, con su apego a la realidad de las personas, siempre se consideró rara avis. Pero lo demás eran esas «condesas y duquesas», o aspirantes burguesitas a serlo. Lo malo es que algunos de estos retratos son de lo mejor entre lo mejor que ha dado la pintura española, por supuesto. Y se quedaba el personal embobado, porque las obras lo merecían. No hay remedio para el estupor con el que se queda el veedor, cualquier veedor, después de un rato de intentar descifrar cómo Federico Madrazo consiguió meter todo lo que metió en ese retrato de Amalia de Llano y Dotres; sólo se puede dejar que pase el tiempo y uno se cure con aspirinas. Pero… ¿en esas dos o tres décadas finales del siglo XIX era eso todo lo que les preocupaba a los pintores, más algún toquecito orientalista a la moda?
Naturalmente que no. Pero, simplemente, el Prado tenía todo lo otro en sus almacenes. Alguna empleada nos ha confesado que en ocasiones bajaba en horas libres con algunos compañeros a los almacenes a contemplar y a pasmarse ante otras obras, algunas de las cuales el Museo ha expuesto ahora a la luz y ha colocado en las salas 61A y siguientes. Y son, en efecto, de pasmarse.
Por empezar por alguna, Una sala del hospital durante la visita del médico jefe, de Luis Jiménez Aranda, fechada en 1889. Ah, ¿que en esa época había más que esos saloncitos coquetones y cursis sobrecargados de jarrones y cortinas y con sillones isabelinos rellenos de jóvenes aspirantes a aristócratas? ¿También había hospitales, con salas colectivas con decenas de camas ocupadas por enfermos a los que la visita del médico jefe levantaba para que el tropel de alumnos (algunos mirando para otro lado y desentendidos, por supuesto) aprendieran a auscultar y a examinar? O Una huelga de obreros en Vizcaya, de 1892, ¿de verdad que se pintó entonces? ¿No será Vicente Cutanda un pintor de ahora mismo que nos está intentando dar gato por liebre históricos? ¿No habíamos inventado nosotros las huelgas en nuestro sindicato con la que hicimos hace seis o siete años? O La bestia humana, de 1897: ¿qué pinta esa señora azuzando a esa puta que llora en la silla? ¿Seguro que también es de entonces? ¿No son estos problemas de hoy y sólo de hoy? ¿Quién es ese Antonio Fillol y a qué partido vota y, sobre todo, de qué comunidad autónoma es? O La esclava, de Antonio Fabrés, casi «retrato orientalista» de cuerpo entero de la ladrona encadenada (obra a la que una redactora de la nota adjunta en la pared tilda de «fantasía sexual masculina», quién sabe por qué) a un pared, de una técnica y una cantidad de información insuperables.
Se ha añadido, además, el comienzo de un camino interesante: por fin hay obras pictóricas de esas fechas firmadas por mujeres; habrá sido un calvario encontrarlas. Pero empiezan a salir a la luz María Luisa de la Riva, Fernanda Francés. María Blanchard ya no está sola.
Todo tiene aroma de comienzo de época para el Museo. Cuando se actúa así, cuánto más despreciable parece la retórica de la política.