No habíamos caído en que alguna vez tendría que morir

No habíamos caído en que alguna vez tendría que morir

 

El otro día murió Peter Bogdanovich, y da la casualidad de que estas navidades estábamos repasando DVDs y, entre otros, nos quedamos con tres suyos: The Last Picture Show, ¿Qué me pasa, doctor? y Noises off. Y las vimos en sendas tardes, claro, y al poco va Bogdanovich y palma. Qué corte, pero es que es verdad, ya andaba el hombre con 82 años o por ahí, y de una vida no del todo entre algodones.

Hace tiempo comentábamos aquí cosillas de ese incaducable ¿Qué me pasa, doctor?, así que no las vamos a repetir. Pero no nos vamos a privar de decir de nuevo que de nuevo volvimos a llorar de risa en esta o aquella escena, y que seguimos arrodillándonos de admiración ante la habilidad del director para conseguir que los actores, Ryan O’Neal y Barbra Streisand, en la cumbre de su estrellato, se parodiaran a sí mismos y rebajaran las seriedades y las egolatrías a un muy agradable nivel de pitorreo. No, no es tan parecida a La fiera de mi niña como durante el rodaje alguno quiso hacer creer, quizá con peores intenciones de lo que en su momento se dijo; el mismo Howard Hawks llamó por teléfono (recuérdese que entonces sólo existía un extravagante cacharro que correspondería a lo que hoy llamamos «teléfono fijo») a Bogdanovich al mismo plató donde estaban rodando para decirle que por él no había problema, que siguiera adelante.

Nos da rabia que Bogdanovich haya muerto tan sin avisar, porque todavía teníamos abierta la posibilidad de liarnos la manta a la cabeza y buscarnos la vida en cualquier momento para llamarle y quedar con él para hacerle unas cuantas preguntitas o, simplemente, para pedirle que nos contara lo que quisiera. El hombre era una enciclopedia andante de cine, pero de las de verdad, no porque hubiera leído esto o aquello, sino porque repasas su biografía, sobre todo la menuda, y te tienes que quedar pasmado de la gente a la que conoció, la gente de la que fue amigo, la gente con la que comió y cenó y rodó, incluso antes de dirigir él su primera película. Algo parecido, pero mucho más a lo bestia, a lo de George Lucas, al que desde los primeros setenta (y creo que incluso antes, pero las fotos no están fechadas) ya se le ve, hecho un fideo de escuchimizado y juvenil con gafotas y rizos, enredando en mil y un rodajes por supuesto ajenos, tomando notas y haciendo amistades. O a lo de Scorsese, este algo más en plan erudito y artiste. Pero es que lo de Bogdanovich, quizá porque somos más mitómanos de lo que querríamos, supera las escalas. No hay un grande, pero de los grandes grandes, de los grandísimos, de la era esa de los titanes anteriores a los dioses, con el que no se le vea comiendo, riendo, escribiendo, atendiendo en una visita a sus rodajes, viajando, intrigando. No estaba mal para un cuasiinmigrante serbio: dicen sus biografías que «fue concebido» en Belgrado pero nació en Nueva York, que es una forma de narrar un exilio que no hemos visto en otra biografía (hablamos de finales de 1939, sobran las explicaciones). Él mismo dice en más de una entrevista que hasta los siete u ocho años no supo hablar más que (creo, exactamente) serbocroata. Yo creo que no se lo cree ni él, pero lo dice.

Era un tío agudo, muy culto, al que da gusto escuchar en su innumerables narraciones de documentales históricos que escribió sobre cine. El último, una belleza y una lección de amor, es de hace dos años y se titula El gran Buster. Como en tantos otros, está su voz tranquila por detrás, comentando la admiración que siente hacia el protagonista, casi como un operador mecánico de televentas, sin énfasis alguno, sin exclamaciones ni fortissimos. Se adivina que esa serenidad tiene por debajo una capacidad de descacharre íntimo (de risa, queremos decir) que es de tal grado que no hay forma de expresarla, así que mejor ni intentar expresarla, y decir las cosas tranquilitas, como si estuviera hablando de lo más convencional del mundo: «y ahora Buster se deja arrastrar por el viento y cae al río sin luchar», con la misma entonación que si dijera la hora.

Pero le hemos dado vueltas, y hemos notado que se trata de lo mismo que hace desde, por lo menos, Targets, y no digamos desde The Last Picture Show. El que haya visto esta última no puede olvidar los planos tranquilos de la llanura azotada por el viento, del cruce de carreteras en pleno pueblo, o del pueblo en pleno cruce de carreteras, de los silencios y de la calma infinita con la que todos se toman todo lo que hacen, del sórdido adulterio tranquilo, de la luz tranquilamente aplastante y del polvo que todo lo inunda, y de la protección de Duane sobre el discapacitado Billy (Jeff Bridges y Sam Bottoms), de la frivolidad de Jacy (Cybill Sephard), de la nada que es todo lo que les queda por delante en sus vidas, sobre todo desde que el cine cierra y su conexión con el mundo desaparece. ¿Y con este material para un Tennesee Williams va Bogdanovich y prácticamente inaugura el documental minimal japonés? Hay que saber mucho.

Pero para falta de énfasis, estaréis de acuerdo, la de ¿Qué me pasa, doctor? y, muchos años después, Noises off. Cualquier otro (salvo Blake Edwards), se habría liado a cortar a planos cortitos en ese diálogo entre el estoico detective del hotel y Ryan O´Neill en el que el primero comunica al segundo, en esa habitación ya quemada y casi inexistente, que han decidido expulsarle del establecimiento. «¿Cuándo tengo que irme?», pregunta el expulsando. «Ayer», responde sobrio como un piñón el detective. «Ah, ¿tan pronto?», comprende O’Neill. «Sí», concluye, todavía más tranquilo el detective. Y todo eso en un solo plano general de habitación, al estilo, ya decimos, Edwards, que hay que tener mucha pero mucha sangre fría para mantener: y, sobre todo, saber mucho mucho de comedia y de la relación de la comedia con la elegancia, que es de verdad el asunto que estamos tratando aquí y que casi nadie ha tratado nunca en las clases de dramaturgia. Perdida esa elegancia, lo que tenemos es sátira, o parodia, o disparate cómico o alguna otra cosa, pero no comedia sulfúrica, de esa que notas que te obliga a reír con una risa que empieza en tus tripas bastante antes de que salga por tu boca, como el fuego que alguien prende en una turbera por debajo del suelo. ¿Cómo pudo hacer Bogdanovich una comedia elegante (no confundir con teléfono rosa, con alta sociedad, con burguesa, con cursi) con un guión así?

Lo mismo te tienes que preguntar con Noises off, que creo que aquí han titulado Qué ruina de función o algo así. Es evidente en este caso el origen teatral, pero no nos importa: ha conseguido otra película en la que tienes que cuidar mucho tus hernias. Es enredo puro de esos de puertas que se abren y se cierran, y de pronto se abre otra que no era la esperada. Y esos diálogos tan de enredo, que cambian de campos semánticos a la mitad: «¡Jamás había conocido unas sardinas tan… metálicas!», dice el personaje cuando a mitad de frase descubre que lo que tiene en las manos no es una sardina sino un picaporte. Y la acción sigue como si tal cosa, no hay parada «televisiva» para las risas; pero por ahí andan dos diosas de la pausa televisiva como son Carol Burnett  y nada menos que Marylu Henner, que además se dedica a dar lecciones de cómo salir a un escenario desde un caos apocalíptico que está arrasando en bambalinas: no lo dudes, camina en diagonal pero con los hombros al público, abre bien los brazos como al final de un número circense, mira bien alto, sonríe, y di el complicado texto: «Ya hemos llegado»; y da la impresión de que con eso el público ya olvida las cosas raras que está oyendo como desde detrás del decorado.

Bueno, hemos hablado de estas tres porque ha coincidido; pero recordamos otras; es encantador cómo narra los comienzos de Hollywood con esas polémicas para dar por acabada una toma, si con la palabra «corten» o con la palabra «cesen», en su Nickelodeon; o su extravagancia en Singapur en Saint Jack; o en tantas más.

Volveremos a ver sus películas una y otra vez.