15 Jun Novecento, parece que ya no
Novecento, parece que ya no
Hemos recibido unas noticias de última hora en nuestra redacción que apuntan a la posibilidad de que la película Novecento ya no funcione. De confirmarse, supondría un vuelco en la mentalidad y en las emociones de algunas personas, y es previsible que de cierta magnitud. Se están preparando equipos de asistencia endocrina e ideológica ante lo que se prevé que sea una catástrofe personal de dimensiones inmanejables.
El caso es que no nos puede pillar por sorpresa: ¡si ya en el mismo 1977 muchos salían de los cines diciendo que sí, que muy bien esto o aquello, pero que un remontaje no le vendría mal! Claro que estos eran inmediatamente acallados por los cercanos, porque todos conocían que el pichi, también conocido como PCI (como quien dice en aquella época, para la mentalidad española, una sucursal del PCE, también conocido como el partido) había lanzado la consigna de que Novecento molto bene y senza fisuri, que diría el futbolista Juanito. Todo bien en esa película: todo es todo. ¡Era uno de esos comportamientos incomprensibles de la época (de la época de ver la película, no la que retrata la película)! Que nada, que a callar, que habían hecho un elemento de propaganda de lo suyo y que (como siempre, como antes, como hoy mismo) la más mínima crítica, la más pequeña disensión de detalle sería interpretada como enemistad, como desviacionismo y como fascismo. Al lector de hoy aunque no de entonces le debe de sonar, ¿no?
Qué gran película si oviera un mínimo de pudor (a los menores de cierta edad quizá habrá que aclararles, con todo el cariño y todo el respeto, que este oviera no es errata, sino una broma relacionada con el Cid, que insinúa la pretensión de Novecento de ser algo como una epopeya fundacional, igual que la española del Campeador). O por lo menos de contención. Qué maestría al hacer de la hacienda todo el mundo y de (algunos de) sus personajes sinécdoque de las sociedades; ya, ya lo oigo: las clases, nada de sociedades; qué es eso de sociedades.
Pero no sólo con anacrónicos ojos de hoy, ni juzgando pasados con valores del presente, sino que en aquel mismo entonces, en cuanto se comprobaba que ni detrás de las cortinas, ni debajo de la mesa, ni en los altillos del pasillo se escondía conocido alguno afiliado o más o menos afiliado al partido, las lenguas se desataban (¿quién contaba hace poco que allá por los sesenta preguntó a su padre: «papa, por qué no te haces del partido comunista, como todos tus amigos», y su padre le respondió: «porque en cuanto se han hecho del partido se han convertido en unos aburridos con los que es imposible conversar»?). Y por más que extendieras la investigación y sumaras más y más parientes, más amigos y conocidos, las regularidades no se alteraban y afloraban con majestad; casi todo el mundo señalaba lo mismo:
- Ese final, que al principio se recordaba como «los cinco minutos finales» pero que, repasada la película, resulta ser de 25 minutos, que se lo endilgue Bertolucci a su padre: fraseología de mitin grandilocuente, «cancelación» de opciones alternativas para la interpretación de la realidad, banderitas cosidas flotando en los brazos de los honrados contadini por la campiña emiliana, contadini que no dudan acerca de quién posee la verdad; ni de quién posee las llaves de la Lubianka, claro.
- La increíble conversión en intelectual, y hasta intelectual simbolista, de Olmo, Dalco, interpretado por Depardieu (probablemente el mejor de toda la película). Llegando al clímax con su insistencia en ese «el patrón ha muerto» aun teniendo vivo delante a De Niro, que quizá lo entendiera Derrida el 75 (o diría que lo entendía aunque no), pero en 1945 no, nadie, y menos en las filas del materialismo histórico triunfante. Olmo, el honrado zoquete, el chavalote recio y fiable para cualquier curro, más peleado con las letras y con lo abstracto que el gato Silvestre, metido a analista de trans-realidad lacaniana. No es de extrañar lo del psicoanálisis de Bertolucci.
- Las excursiones que se marca la película por la vida corrupta de la burguesía, sea en sus viajes de lujo, sea en su descenso a las tabernas (la burguesa inútil para el progreso si bien no fascista sólo concibe a los sucios -lo de sucios lo pone la película, como si no se lavaran- obreros como juguetes insinuadamente sexuales), su frivolidad, su canturreo en la vía muerta de la vida y (lo de siempre:) de la historia y del progreso. A lo mejor, en fin, puede que, es decir, ¡pero en todo caso con 40 o 50 minutos menos ya nos habría bastado para entender la cosa, hombre, que tampoco era tan complicada!
- El tabú, lo inmencionable: el incomprensible trabajo de Donald Sutherland, por más que fuera su época gloriosa de, digamos, medicación extraoficial: pues se corta la toma, se le llama al orden, se le dan instrucciones, se le da un café o una tilita, según, y se espera a que el tío se centre. La interpretación más catastrófica de su carrera y de la película. Decir que hace increíble su personaje es quedarse corto. ¿Qué vería en el guión para plantarnos su personaje siempre con la boca abierta y la lengua fuera? ¿Por qué vocaliza así? Si ya su dibujo de bruto fascista es algo granguiñolesco (aunque ahí no nos vamos a meter, porque hemos conocido brutos parecidos), entonces el actor tiene que coger eso con pinzas del catorce, porque, a poco que descontrole medio segundo, el personaje derrapa y se sale por la curva. Y Sutherland descontrola los aproximadamente 140 minutos que sale en pantalla (recordemos que la película se derrama durante 240 minutos). Claro que Laura Betti en el papel de su esposa le da proporcionada réplica: una cosa es presentar como gilipollas a los fascistas, y otra cosa es presentar como gilipollas a los actores.
- Los que han vivido mejor contra el franquismo y por tanto han buscado siempre tener un franquismo presente en sus vidas contra el que luchar, nunca entenderán que el franquismo no fue malo por prohibir a las mujeres estudiar, por prohibir el biquini, por obligar a las mujeres a coser, por invitar a los hombres a pegar a las mujeres, por impedir que los pobres fueran a la escuela y por dárselo todo a Madrid: principalmente, porque todo eso es mentira. No vamos a entrar al detalle; allá cada cual con sus reconfortantes mentiras, pero dejémoslo en que el franquismo no fue malo por eso, sino por otras cosas. Por descender a Novecento: igual que el franquismo no fue malo porque reventara niños de siete años estrellándolos contra las paredes, el fascismo de la época fascista italiana tampoco. ¿El fascismo representado por Sutherland estrellaba esos niños por… consigna del partido fascista, por diversión, por ideología? Ah, es para que entendamos mejor: el fascismo fue malo porque estrellaba niños. ¿O no? ¿Hacía falta eso para que se transmitiera el mensaje de que el fascismo fue malo?
Seguiríamos hablando y replicando y contrarreplicando: que si las cosas que toma del kabuki, que si no lo entendemos porque alterna lo presentacional con lo representativo, y lo diegético con lo no diegético… Será que somos tontos. Pero estamos sumergidos en claves narrativas definidas por el sonido muy orgánico de chapoteo al pisar bosta de vaca como de medio metro cúbico, e incluso de un primer plano de ano de vaca con dedo de campesino estimulante y el surgimiento natural por su cauce natural de todavía más bosta: si eso no es realismo naturalista, que venga Blasco Ibáñez a corregirnos; y en esas, la hija ya adulta de Dalco Olmo recita como adolescente en fin de curso: «Oh, Olmo, veo en aquella lejanía (pausa) el refugio que el fascismo nunca alcanzará (pausa) y llamo a la libertad de mis compañeros para salir en su persecución» (más o menos): ¿esto qué es? ¿Ese Kabuki que dicen? ¿No es más bien Noh? Porque a nosotros nos parece más bien Bunraku, pero esto ya no se puede decir. ¿A qué viene ese cambio a clave de gesta cuando las vacas están cagando a nuestro alrededor? Y cortamos a un plano general del carro rebosante de heno, en el cual las ancianas campesinas (actrices naturales, a propósito) habían clavado sus horquillas muy paralelas, y ahora todas las desclavan a la vez, obedeciendo a un golpe del ayudante de dirección que casi hasta se oye, y todo muy natural, muy naturalista, muy creíble.
Un momento: es que no quiere ser creíble según los parámetros de lo creíble en el cine burgués de los setenta.
Acabáramos.
Pero, entonces, ¿por qué en tantos otros planos sí se esmera en la verosimilitud?
Ya lo decían en voz baja muchos al salir del cine: hay que remontarla. Ya sabemos que es ilegal «modificar» una obra de otro y todo eso, pero es que sería sólo para consumo privado, sin cobrarle siquiera a los cuñados cuando vinieran a casa a ver el remontaje. Porque las otras cosas de la película sí que valen, pero estas… ¡cuánto la estropean!
Y luego muchos se extrañaron del éxito de El árbol de los zuecos. Pero muchos no.