PAROT

PAROT

Hola de nuevo, amigos. Esperamos que el verano os haya ido bien, que hayáis podido viajar si era lo que queríais, y que entre viaje y viaje, o, por el contrario, amarrados al mullido sofá, os hayáis pegado buenos atracones de películas y series, y os hayáis horrorizado lo suficiente y lo adecuado con esos killers con excusa afganos (y no menos con lo/e/as que han intentado convencernos de que aquí se trata igual a la mujer).

Nosotros nos hemos puesto ciegos, y vamos a empezar comentando un par de cosas de esta serie titulada Parot, que se puede ver todavía en Amazon.

En primer lugar, acudes a verla porque lo que te da en la nariz no te crees que pueda ser verdad y tienes que comprobarlo. ¿Parot? ¿El de o lo de la «doctrina Parot»? Todo el que tenga cierta edad recordará con algo de escalofrío aquello: decenas y decenas de terroristas y los más extremos delincuentes saliendo a la calle todos de golpe, porque de golpe el Tribunal de la Haya había vuelto a malinterpretar una norma del Derecho de una nación; y tratándose de legislación defensiva contra ETA algún día habrá que hacer una enciclopedia de la incomprensión europea hacia España: pocos recuerdan que esta incomprensión empezó a atenuarse pero lentamente, y con límites, sólo cuando un ministro español consiguió que Mitterrand viera ese vídeo increíblemente oportuno prácticamente en directo de la tragedia de Irene Villa y su madre en una calzada de Madrid. Mitté «no sabía que cuando hablábamos de terrorismo hablábamos de esto», el jodío.

No es inoportuno el recuerdo, porque casi reproduce, con otros personajes, el meollo de esta serie Parot. A nadie parece importarle que de entre esos que salen fiesteros a la calle haya condenados por múltiples violaciones, de 15 en 15 años, a condenas de 300, o atracadores torturadores de rehenes, o terroristas con 20 y 25 muertos a sus espaldas. Lo ha dicho La Haya y punto en boca. Total, si salen es que «ya habrán pagado su deuda con la sociedad», que es un irritante tópico vacío de contenido, muy de picapleitos o periodistas, pero que no se le ocurre manejar a… las víctimas que a duras penas han sobrevivido a sus delitos.

Así que hay una especie de vengador justiciero que, disfraz mediante, va localizando a los liberados, en su opinión liberados antes de tiempo, y los elimina en acciones, naturalmente, delictivas. Pero una de las víctimas que ha sobrevivido y se ha reconstruido se diría que muy bien es la protagonista (interpretada por una intensa y brillante Adriana Ugarte), ahora inspectora de la Policía Nacional, cuya hija quinceañera es precisamente fruto de aquella violación, inspectora a la que hoy encarga el comisario que, junto a un compañero, localice y detenga a ese vengador.

De entrada, plantear en la actualidad pudibunda de la sociedad española de las élites artísticas una serie dramática sobre las dramáticas consecuencias de aquella «doctrina Parot» es algo que merece todos los aplausos posibles, porque ya se sabe que hay cosas de las que es cool hablar y otras de las que hablar no es cool en absoluto; ni siquiera lo no cool es esta opinión o aquella otra, sino solamente mencionarlas, como el sexo en la burguesía victoriana o la televisión en las facultades universitarias de letras. Ya hablaremos otro día, porque hay material para Veedores, de ese no-sexo victoriano que desde luego que no fue tal: pues exactamente igual que estos conflictos terroristas o post-terroristas o parotianos: ya pueden no hablar de ellos los pudibundos, que va a dar igual, porque existen, y en particular estos de la serie existieron.

Existió la preocupación de la población, claro, y existió la liberación súbita de gentes que apenas habían cumplido, en muchos casos, el 10% de la pena impuesta; no existió, que sepamos, ese vengador solitario que fue persiguiendo a un liberado tras otro (pero nunca se sabe, claro).

Resulta que el que violó hace ya quince años a nuestra protagonista es, además de un monstruo, un heredero aristócrata con más pellizco que una monja y, aparte de un cabrón con pintas, un brillante calculador de tácticas y puteos: y consigue que a la inspectora hasta la encierren en un manicomio, eso sí, muy cool, que es a lo que vamos: a los manicomios cool.

Justo al empezar este verano comentaba Isabel del Val dos series que también se enredaban con las psicologías y las psiquiatrías, o más bien contaban cómo estas enredaban las vidas ya de por sí complicadas de las gentes. Brillantísimas 4 partes que invitamos al despistado a que las lea (Pacotillas del 15 de junio y del 1 de julio). Resulta que hemos hecho una rápida encuesta «a la salida de las urnas», o sea que no pretendemos que sea científica, y a muchos les parece que cada vez es más frecuente encontrar en ficciones dramáticas el personaje negativo de «el psicólogo» (o sus variantes Psi, que diría J.A.Marina) aferrado a su supuesta superioridad a un tiempo intelectual y moral, entrenados para interpretar cualquier dato contrario a sus conjeturas como corroboración de lo correcto de sus conjeturas. Muchos recordaréis aquellas guasas sobre las «resistencias» freudianas, que en boca de muchos hooligans tenían su principal argumento en el hecho de que muchos las examinaran, las pensaran, las analizaran, las estudiaran, y al final dijeran: pues a mí me parece que no existen; y los hooligans quemaban en ese instante bengalas y venteaban sus bufandas gritando: ¿Lo ves? No las aceptas; luego te estás resistiendo; luego las resistencias existen. Algo muy parecido pasa con la protagonista de Parot: el malo le cambia las pastillas por unos somníferos, le cambia el coche de sitio, le roba el collarcito que va a regalar a su hija, y mil enredos más: y de todos esos enredos, los demás, y para empezar la madre (que es psiquiatra carcelaria) sólo deducen que ve visiones, que está afectada con la liberación de su violador y… hasta la suspenden por majareta transitoria de sus funciones de inspectora: y la ingresan en un manicomio súper-súper-cool.

Comprendemos que hay muchas gentes a las que todo en la vida les ha ido suavecito, despacito y engrasadito; pero todos, y especialmente estas gentes, tienen que comprender que hay muchas, y probablemente son más, que han vivido atolladeros como el que esta serie acaba convirtiendo, se diría, en argumento principal. Y al verla se experimenta esa paradójica sensación positiva y negativa del «esto me pasó a mí, muy bien contado» y del «no puedo volver a vivirlo, voy a arrojar este narguilé a la televisión» (si es que es un narguilé lo que tienes a mano; o un güiro -pero de los grandes-, o lo que haya por ahí).

La serie Parot parte de una situación que se dio en la realidad, discurre por peripecias dramatizadas y probablemente la mayoría discurridas por los guionistas, y desemboca (bueno, casi; no lo vamos a contar todo) en una situación que se da frecuentemente en la realidad: la que Isabel del Val llama con mucho acierto la protocolización de la realidad.

Que nos apetece ser más duros que Isabel y hacer de la palabra protocolización un sinónimo de falsificación.

No habrá olvidado el lector que, al fin y al cabo, los de por aquí somos de filosofía, y qué menos que una afirmación así es lo que se puede esperar.

En la serie Parot hay muchas virtudes, empezando por su valentía anti-cool, como hemos dicho, pero continuando con sus magníficos actores, desde Ugarte hasta Javier Albalá -un inspector indudable, que parece que a veces hace películas- y por supuesto el malísimo Massagué, y el veterano que todo lo controla para bien del espectador, Antonio Dechent. Añade a esa valentía la de retratar una psiquiatría, una psiquiatra, unos psiquiatras y un psiquiátrico perfectamente inútiles por su egocentrismo y, como decían ciertos curas majetes de cierto seminario, «tanto buscar la verdad por ahí, para qué: que vengan a la Iglesia, que ya la tenemos».

Lo que pasa es que esa Iglesia no puede ya meterse demasiado en las vidas de las gentes (más que las que ellas quieran), pero esas psiquiatrías de protocolos… quizá deberían hacer un Concilio de Trento.