Patria: el abrazo

Patria: el abrazo

Los enemigos más o menos snobs de las adaptaciones literarias a una obra audiovisual han encontrado un nuevo tótem de anclaje de sus prejuicios en la serie de HBO Patria: casi todo el mundo está de acuerdo en que se trata probablemente de la mejor y más fiel y minuciosa adaptación de una novela a una película, en la que se han respetado paisajes, caracteres, hasta descripciones físicas de personajes y no digamos diálogos y por supuesto el contenido profundo, la intención y el objetivo. Entonces, ¿por qué va a ser tótem de los enemigos de las adaptaciones? Porque la novela incluye, al final, un acto de las dos principales protagonistas, acto descrito con una técnica y una filigrana de tal nivel que no permite a nadie interpretarlo definitivamente como un acto con esta o aquella intención; o, quizás sea mejor decirlo así, permite a todo el mundo, a todos y cada uno de los lectores, imaginar a ese acto la intención que quiera. Pero la serie de televisión es lo que es: cine, sonidos, lugares, carne, lana, cosas y actores y actrices. Y ahí no hay abstracciones: a ver, oye, y cómo hacemos lo de este abrazo, nos lo damos así o nos lo damos así, yo estoy a lo que digáis, que a ver si la vamos a liar, pueden (y suelen, y deben) preguntar los actores: y el director debe contestar (y seguro que tras cientos de horas de discutirlo con el productor, los guionistas y puede que hasta con el autor de la novela).

Nos ahorramos prólogos y prolegómenos, ¿de acuerdo?, y vamos a suponer que aquí todos sabemos lo que ha sido ETA, lo que ha hecho y lo que ha destruido. Y que nos dejamos de tonterías de izquierdita cobarde.

Quizá no hay que subrayar que una de las mayores discusiones que ha despertado la novela de Fernando Aramburu ha sido la de ese abrazo final entre Miren y Bittori. Muchos, lectores encantados por la lectura de la obra hasta ese momento, que es prácticamente al final, sintieron cómo su gozo se desinflaba de golpe, porque les pareció que ese abrazo es una traición a lo que la novela venía pintando. Si hemos asistido, y con una técnica narrativa de asombrosa ecuanimidad (que es diferente que aquella equidistancia, claro), a la historia de una aniquilación en el sentido más etimológico, de una reducción a la nada de las personas agredidas incluso una vez agredidas, cómo se atreve el autor a proponer ese final de reconciliación. Si Aramburu se ha atrevido a dibujar como nadie se ha atrevido hasta hora la inicua conducta de esas otras personas, o a lo mejor cabría hablar de inicua conducta colectiva de todo un pueblo, a qué viene ese abrazo con una inicua.

Las discusiones acerca de ese abrazo final entre la madre del etarra y la mujer del asesinado, amigas desde hace décadas y ahora, naturalmente, enemistadas, han adoptado todas las modalidades y tonos. Y es natural que sea así en la sociedad que tiene aún que metabolizar muchas de las bestialidades y burradas que ha sufrido a manos de esos idiotas con pistola, una sociedad que además ha buscado muy cívicamente la guía de las autoridades para esa metabolización y sólo ha encontrado, en un gobierno tras otro, en un partido tras otro, retórica vacua cuando no imbécil. La alternativa siempre ha sido la salvaje, la simétrica, tan hedionda de vapores épicos de la batalla de Brunete o de frases de requetés (muchas de estas hoy se toman por frases propias de abertzales, lo que hace la ignorancia) que lo menos que provoca en cualquier tío normal es ganas de vomitar.

Así que, como en tantas otras cosas, la casa sin barrer, y los que no tenemos graduación tenemos que establecer la táctica por nuestra cuenta. Es que los de Estado Mayor están muy ocupados con sus cosas.

A este lado de esta pantalla hemos discutido mucho lo de este abrazo, primero en la novela, y luego en la serie de televisión, que es de la que hablamos ahora. Y aunque, como era de esperar, no hay ninguno que esté de acuerdo con otro, en un pequeño matiz si hemos coincidido todos: ninguno se había imaginado, al leerlo, ese abrazo tal como lo han escenificado las actrices. Unos por más, otros por menos, otros por su tono, otros por su color…

¿Es ese abrazo una propuesta que hace Aramburu al lector, y en la persona de este, a la sociedad española en general? «Abrazaos las dos partes de este lío». A lo mejor lo es. La escritura es en ese instante de la novela lo suficientemente distante de las emociones de los personajes como para que podamos imaginar casi cualquier cosa en cuanto a las intenciones del autor. Y al mismo tiempo podemos imaginar también que es así la escritura para, con todo cuidado, no proponer nada en absoluto. Puede que simplemente esté diciendo «esto va a acabar sucediendo, y lo dejo en lo más abstracto posible, y vosotros veréis qué acorde queréis que suene en ese instante, qué significado tiene que tener; pero suceder, va a suceder lo queramos o no». Por supuesto, hay muchos a los que ese abrazo les ha indignado inmediatamente: después de lo que ha contado, cómo puede (unos:) proponer (otros:) tolerar (otros:) quedarse tan tranquilo con ese abrazo, vaya decepción.

Claro, en efecto, en muchos aspectos, por más que no nos guste, el discurso colectivo, público, cívico español se sigue enseñando con esas radicalidades. En qué inmensa cantidad de asuntos impera ese asqueroso «o estás conmigo o estás contra mí». Aunque tampoco podemos quitar el suelo a los que les indigna que vaya a haber una «reconciliación» con esos matones de los que hasta los funcionarios de prisiones decían que no han dado muchos problemas porque son unos catetos (sic). Es verdad que lo de reconciliación es algo probablemente demasiado intenso. Y más si eres un afectado directo del terrorismo. Por cierto, uno de los consejos salvables del pastoreo parroquial católico siempre fue: «Nadie te pide que quieras a tu enemigo; con que no vayas hasta él para matarlo ya se te va a apreciar como virtud» (y el incienso pinta mucho en la novela y en la serie, y por eso viene aquí). Es decir, no está en nuestra cultura solamente el contraatacar hasta aniquilar al abusón o, por el contrario, ceder a este todo el discurso. Hay puntos ni siquiera intermedios, sino muy otros, que puede que procedan de culturas ajenas, pero que podrían examinarse. ¿Qué se puede hacer con un enemigo ensañado que ni siquiera pide perdón, que no le convierta a uno en un miserable como él, pero que tampoco consista en humillarse ante él? Menudo problema.

Y como es tan grande el problema, y probablemente tan irresoluble, por eso las posturas extremas. Que incluyen las posturas pueriles, como recientemente alguien ha recordado: ¿cómo que Lluch hubiera querido dialogar hasta con los que le mataron a tiros? ¿No los tuvo ante su cara y él echó a correr entre los coches del aparcamiento, sin intentar ese diálogo ni nada parecido? Cruel recuerdo. Aquel discurso de la locutora, apenas a 24 horas del asesinato, pasó a la historia, probablemente no por lo que aquella locutora hubiera querido. ¿Y con esos tíos, que te persiguen hasta zigzagueando por los huecos que han dejado los coches aparcados, vamos a darnos ahora un abrazo?

En cuanto a la postura del otro extremo, no sabemos si hace falta decir mucho o sacar la guitarra y la botellita de anís (no para beber). Al final se resume en algo así como «si miras en el fondo de las personas, en todas hay bondad, y es a esa bondad a la que te tienes que dirigir». Además se unen los balbuceos de esa izquierdita cobarde a la que siempre le falta tiempo para comprender al abusón, al chantajista, al ladrón de supermercados e incluso a los asesinos, porque ella sí entiende, y nosotros no, nadie sabe por qué, que no son sino, respectivamente, agraviado, robado, hambriento y represaliado; y cómo, con esos títulos, no se va a poner uno de su parte.

Lo incómodo de esta serie es que pinta a la familia del etarra sin brocha gorda alguna, y al que no conozca la familia vasca por dentro, pero sólo a este, le va a parecer extraño lo que cuenta. Cualquier otro con un mínimo de conocimientos acerca de cómo es esa sociedad se quedará pasmado por la fidelidad y a un tiempo la moderación con la que aparece. Y también es incómodo que pinta a la familia del asesinado, un pequeño empresario de transportes, con igual moderación y a pinceladas finas, nada de ese orondo obeso de puros y sortijas de oro que dicen las fábulas. Después de todo lo sucedido, ¿cómo puede haber un abrazo entre esas dos mujeres? En el cine, ya se ha dicho, las cosas necesitan causas.

Y lo han conseguido en esta serie: las dos mujeres se cruzan por primera vez en la plaza, se cruzan físicamente, cuando ya han pasado años de lejanía y de odio  (como es sabido, más de la madre del asesino hacia la viuda del asesinado, algo sólo incomprensible para el que no conozca nada en absoluto de aquello). Se cruzan cuando ambas están ya erosionadas. Una está enferma. La otra está sola, con un hijo en la cárcel y una hija mayor en casa que la desprecia y acaba de pronunciar su primera palabra después de años tras un ictus (que sugiere la recuperación de la sociedad pero, eso sí, sólo una palabra de momento). En esa plaza están rodeadas de gentes en fiesta que ya no quieren saber nada de esos asuntos, para bien y para mal. Y se dan prácticamente cara con cara.

Qué escena más difícil de dirigir. Qué difícil de interpretar para las actrices. Dentro de nuestras discrepancias, a este lado de esta pantalla casi estamos de acuerdo en lo siguiente: han conseguido el mismo abrazo que tú te darías con ese amigo que lo fue durante muchísimos años, y que dejó de serlo súbitamente, y que te vuelves a encontrar. Dejó de serlo no por una degradación de la relación, cualquier proceso de esos lentos de decadencia, una erosión de la amistad. Al contrario: súbitamente. Un mal decir de alguien, una torpeza inesperable, una borrachera torpe con metedura de pata, algo que pocas horas antes no se podía prever. Una amistad que acaba así es siempre más trágica que la que va muriendo, y mucho más en la medida en que a menudo la causa del corte súbito la conoce una de las partes pero no la otra. A menudo son infundios de los que esta otra parte, entonces, no se puede defender; a veces son terceras relaciones. ¿A veces es que tu hijo ha matado a su marido? Uf. No serán muchos estos casos, pero Aramburu y la serie consiguen que comprendamos lo que el caso tiene de sinécdoque. No somos tan minimalistas para que nos interesara si no lo tuviera. Peripecias individuales sin proyección, las justas.

Y ambas por fin no pueden evitarse. Y tienen décadas de conversaciones, de cafés con churros, de paseos del brazo, de bromas y llantos compartidos, hasta de carreras por el Bulevar huyendo de la kale borroka. Es un abrazo seco, breve, sin expresión en la cara. ¿Alguien se imagina un clímax con llantina y perdón y revolcón místico? Se equivocará. Es un abrazo de respeto al pasado compartido. Un abrazo de reconocimiento: por mucho que haya sucedido, yo no voy a mentir sobre nuestro pasado, porque cuando lo vivimos fue verdad.

La verdad: lo que cotiza más bajo, tras tanta basura retórica en su contra. Pero fue verdad que fuimos amigas, las mejores amigas. Y si por lo menos estamos de acuerdo en no mentir sobre eso, a lo mejor hay una esperanza ya no para nosotras, sino para los que vienen detrás. Tú y yo no vamos a volver a ser esas amigas. Ni podríamos, ni lo queremos intentar. Pero cada una se debe a sí misma, por dignidad, reconocer que no éramos mentirosas cuando éramos amigas.

Ese abrazo seco, rápido, inexpresivo, es el abrazo que cada una se da a sí misma.