01 Abr Peaky Blinders
Peaky Blinders
Serie británica de tv. 5 temporadas de 6 episodios, 2013-2019.
Vista la serie completa de un tirón, se entiende que a lo largo de varias semanas, todo lo que queda por hacer al acabar es pedir plaza en un balneario y programarse un buen reposo y un buen alimento. El espectador atento quedará agotado, y además saturado de burradas y brutalidad, pero como debe quedar un espectador de una buena obra cinematográfica. Y, además, intrigado por algún aspecto del contenido, especialmente al final.
La serie nos coloca en el interior de un clan gitano de Birmingham en 1919. Los tres jóvenes hermanos, y protagonistas de la serie, han vuelto hace poco de las trincheras de la Primera Guerra Mundial, y no precisamente en buen estado mental. Pero ¿cuánto de la bestialidad que está a punto de desencadenarse se debe a eso? Porque su tía y algo así como «reina gitana» (sic) no ha estado en el frente, y en muchas ocasiones es todavía más burra que ellos; y muchos otros personajes, de la familia o de familias rivales y enemigas, igualmente salvajes, tampoco han pasado por el Somme. Muy pronto da igual. Algún personaje nos va a recordar con pequeños flashbacks aquel infierno bélico, y con un hábil montaje vamos a relacionarlo con su presente inglés y delictivo, pero inmediatamente eso se va a quedar casi como una ilustración de descanso (minar el territorio de trincheras alemán y caérsele a uno encima el túnel que está construyendo, defenderse a cuchilladas en el cuello de un soldado enemigo en una pelea celebrada en un pasadizo de un metro de diámetro a diez de profundidad: bagatelas; pero sí, para volver algo afectado). Todo se queda chico en comparación con lo que esta familia de la aristocracia delictiva está a punto de mostrarnos.
Estos autodenominados Peaky Blinders, de traducción complicada por polisémica, pero en primer lugar «los cegadores de la gorra» acostumbran a cortar los ojos de sus enemigos con las cuchillas que llevan en la visera de sus gorras (peaky, algo así como la parpusa madrileña); pero vemos enseguida que fueron conocidos así en la realidad histórica, y consiguieron que esa denominación más bien macarra se convirtiera casi en una antonomasia por «los reyes del hampa»: ¡cuidado con nosotros, que somos peaky blinders!, dicen los hermanos y todos los de su clan a cualquier rival al que quieren dejar, para ir empezando, asustadito (y lo consiguen). Pues es con ellos con quienes recorremos los años veinte ingleses: años, en otros lugares, de reconstrucción y más o menos «felices» y desmadrados, pero en los barrios bajos de Birmingham no tanto. Aquí la familia se dedica a convertirse en hegemónica entre unos y otros, y a lo largo de las temporadas tendrá que sofocar la amenaza de «los italianos», que tienen una especie de primo de zumosol en el lejano Chicago que se apellida Capone, y de clanes «judíos» que también tienen su ración de ganancias negras, oscuras, oscurísimas. (Antes de que se pase, hay que señalar el secundario que hace Tom Hardy, el jefazo máximo de los clanes judíos de la periferia de Londres, que sumará en las dos últimas temporadas quizá no más de veinte minutos, pero casi se come la serie él solo, si no fuera por la calidad de los otros actores.)
Con esa excusa conocemos lo que se podría considerar la otra cara de la moneda de Downton Abbey. Ambas series están situadas en los mismos años, pero me parece que no hay ni siquiera una misma estrella del cielo nocturno que salga en ambas, tan distantes y hasta incompatibles son las realidades que la una y la otra muestran.
Y además la narrativa y el estilo: abundando en cierta escuela, Peaky Blinders no se corta al respaldar con músicas de ahora mismo, y a menudo duras, eléctricas y hasta salvajes, lo que la imagen muestra. Y lo hace muy bien, porque se percibe inmediatamente que nos da a entender algo más que con otra música no habríamos alcanzado, y que procede y hace avanzar la serie. Nada de músicas de época. Apenas un minuto de un borracho canturreando penosamente una de esas penosas canciones inglesas de apoyar con golpes de la pinta en la mesa, y nada más. Y eso en un entorno narrativo en el que la producción y la dirección artística han cuidado hasta la obsesión los vestuarios, el mobiliario, el mobiliario urbano y no digamos los dialectos y los acentos de las regiones y de la época, desde ese famoso inglés todo con la vocal u, y en los días buenos con la o (la cantidad de veces que ellos mismos se llaman «blounders» no se puede contar) propio de ciertas regiones irlandesas de las que provienen muchos Blinders y muchos de sus enemigos, hasta el cockney que traen algunos de la capital (y que los protagonistas desprecian expresamente), hasta el casi culto, o por lo menos cuidadoso, de haber ido al colegio, del personaje irlandés, pero de clase media más apañadita, de la divina Annabelle Wallis (no es ironía: otra que casi se come la serie también por su cuenta con dos o tres de sus parpadeos entre hoyuelos mientras declama como en una cátedra de interpretación).
Resulta que a lo largo de esos años veinte, entre compraventas con estafas, chantajes y coacciones, palizas policiales, detenciones ilegales, latigazos en comisaría y coches-bomba, un pelagatos de los bajos fondos podía llegar hasta MP, o sea diputado en los Comunes. Bueno, eso ya lo sabíamos. La serie casi sugiere que será raro el miembro del parlamento que no haya dejado detrás un reguero de sangre y vísceras como ha dejado el personaje del tremendo Tommy Shelby, encarnado insuperablemente por Cillian Murphy, el primero de los Blinders. Lo que intriga desde el principio sordamente y a sorbitos, y al final de la quinta temporada se ha convertido en una marejada, es la posibilidad de que un verdadero asesino falto de cualquier emoción o empatía o escrúpulo, un canalla por mucho que la serie consiga que el espectador empatice con él y su clan de canallas asesinos, un verdadero monstruo que deja a Toni Soprano convertido en educador social, tenga al principio un poco, luego algo más y por fin mucha conciencia social. Mucha. Tanta que acaba casi asociándose con la sindicalista comunista de la zona, y sobre todo trazando el plan más descabellado posible para cargarse a nada menos que Oswald Mosley, el verdadero e histórico líder de los fascistas ingleses de los años treinta, personaje completamente asqueroso y despreciable, y no principalmente por su asquerosa ideología (que, entre otras cosas, se fundamenta en el asco conjunto al «judío» y al «gitano») sino por sus costumbres personales y su actitud social.
Esta es la intriga que nos deja la serie: qué podría tener alguien como Tommy Shelby contra alguien como Mosley, que en definitiva quería dedicarse y dedicar toda Inglaterra a lo que los Blinders llevaban dedicándose décadas: a odiar al irlandés, al francés, al judío, al católico, a extorsionar y a torturar y a matar y a incendiar a todo aquel que les molestara en su camino. Hay que tener cierto cuidado hoy con estas cosas, porque entre la generalización idiota del insulto «facha», y la glorificación falsaria de pasados heroicos «antifascistas» van a acabar presentando como antifascista a Clara Petacci, quién sabe, o a Ernesto Giménez Caballero. ¿De verdad unos facinerosos como los Blinders pueden ser presentados hoy como antiguos antifascistas?
No queda claro, pero la serie evita el debate, si es más fascista Mosley que el clan Peaky Blinders. ¿Su odio quizá no sea por oposición, sino por competencia?