Queridos camaradas

Película dirigida por Andrei Konchalovski en 2020

Actualmente en Movistar.

Retratar con precisión y decoro artístico la idiotez es una de las tareas más difíciles que hay. Muy pronto se te va la pluma (que es un teclado, o un pincel, o una puesta en escena y una foto) y no te puedes aguantar y te pones a hacer sátira sin darte cuenta. O, lo que es más peligroso si no lo quieres, parodia. En ocasiones lo que se quiere y probablemente se necesita, como creador, es plasmar esa idiotez, y sus inevitables compañeras la estupidez y la maldad, con el menor desparrame posible y ceñidos a los hechos reales como la lapa a la roca. Y Konchalovski lo hace en esta película con toda brillantez.

Nada de hacer leña del árbol (soviético) caído, como algunos listillos: la biografía de este director es casi inverosímil no sólo por longeva, que empieza a no ser tan raro seguir en activo con los 83 años que tenía cuando hizo esta obra, sino porque lleva vivido todo lo que parece que sólo en un personaje ideal y creado para la novela puede condensarse. Nació en Moscú en 1937: ¿es suficiente con esto? Compañero en la escuela de cine de Tarkovsky y colaborador suyo en un par de películas, y hermano mayor de Nikita Mihailkov. Director de éxitos comerciales en EEUU en los ochenta (sí, antes de la caída del muro) como el famosísimo El tren del infierno. Es decir, nada de joven airado ni de indignaciones retrospectivas: sabe de lo que habla, entre otras cosas porque lo vivió o sucedió a su lado.

Y con esta Queridos camaradas consigue, como quien no quiere la cosa, pegar un trompetazo en la tranquilidad del espectador que está viendo un insuperablemente bello Blanco y Negro con una historieta que parece un sucedido local de la ciudad de Novocherkassk allá por 1962, en pleno reinado del traidor Kruschev. Una huelga en la fábrica local pilla a todos los cuadritos, cuadros y cuadrazos del partido descolocados y mirando para otro lado: ¿Cómoooo? ¿Una huelga contra el Estado de los Trabajadores? La cosa económica va tirando a fatal, y en Moscú han decidido recortar los sueldos un 30% con un buen sentido de la oportunidad, porque lo hacen mientras anuncian un alza de los precios de todo lo de primera necesidad. Casi todos ven que eso no es cosa, digamos, para ponerse contento: esté por ahí el Partido con sus sucesivos comités locales, regionales y lo que quieran, esté el KGB o el zar de todas las Rusias. La huelga es desoída por las autoridades, por supuesto, y se llega pronto a las protestas en las calles. Nuestra protagonista es mujer modesta y de orden, con hija de 18 años que viene a ser lo que todas las de esa edad en (casi) todas partes: vuelve a casa por la tarde contando lo que ve, que por supuesto la madre no admite y hasta rechaza a bofetadas (y se pegan unas cuantas en esas escenas que ponen los pelos de punta). Como es heroína de guerra y mujer seria, pertenece al comité local del Partido: es el primer escalón de estupor con el que conectamos. Ya sabemos que esa proximidad del estupor y la estupidez a menudo produce fusiones de ambos términos. 

Hay drama serio pero sin subrayados, hay nitidez extraordinaria en la narración y hay decoro por todas partes. Ese comité local es el esperable grupo de catetos acojonados con lo que van a tener que presentar al comité regional. La cosa se ha desmadrado, no pueden contener solos la huelga, un escalón tras otro hacia arriba, hasta que llegan los hombres «de Moscú». Y con ellos el ejército, cuyos mandos no viven otra cosa que una continuación del heroísmo y la época de la Gran Guerra Patriótica, en la que empezaron de tenientes y capitanes los ahora generalísimos de cien divisas y mil charreteras; y sobre todo, generales de mala sombra, de dogmatismo, de sordera y de ceguera y de… miedo al Partido, por supuesto. 

Las organizaciones satélites de aquel PCUS en occidente mostraron desde siempre, y siguen mostrando, una carrera de sacos y tropezones que siempre nos hacía preguntarnos de dónde salía: no bastaba con ser simplemente un militante o un convencido, sino que había que cometer la tropelía más aparatosa o más extravagante o más extrema. Y si otro la cometía de grado 18, pues el siguiente la tenía que cometer de grado 19, no fueran a pensar a su alrededor que flojeaba en sus convicciones. A esta ciudad problemática de la película van llegando esos personajes cada vez más mal encarados, más uniformados y más enjoyados, y todos van abroncando a los anteriores, y prometiendo posteriores entrevistas «personales» con algunos de ellos, y corrigiendo las órdenes dadas para darlas más duras, hasta llegar, por supuesto, a la de municionar las armas de los grupos del ejército que han llegado más o menos, de momento, para asustar, y que acaban no asustando sino disparando fuego real. Y todo por un par de dogmas y otro par de prestigios personales. 

Anécdota aparte, que, insistimos, está narrada con una claridad asombrosa, lo que aquí y allí muestra Konchalovski con toda su maestría de más de sesenta años dirigiendo es el poder de la idiotez. La cara de estupor baboso que ponen todos los anteriores cuando cada poderoso recién llegado les zurra es todo un curso de política (este poderoso estará entre los zurrados en la siguiente zurra): ¡vaya si saben quién tiene el poder y ante quién hay que callarse! Pero, al mismo tiempo, qué renuncia a la convicción personal y a la lógica e incluso a la verdad.

Y reina omnipotente esa perversión de la moral y de la humanidad tan ubicua como el resfriado: la mayoría de los trabajadores (y parece que de los habitantes) de esa pequeña ciudad son liberados kruschevianos de los campos de Stalin; para esos mandos, por supuesto stalinistas, son por tanto ex-convictos; son, por tanto, ex-delincuentes. Porque si no hubieran sido delincuentes no habrían acabado como convictos. Con lo cual nos las estamos viendo con un artefacto ideológico-moral que permite dejar atrás cualquier escrúpulo al plantear su neutralización, porque estamos tratando con la hez de la historia.

Suena, ¿verdad? Es como para ofrecerles una buena ONG llamada, por ejemplo, Hijos de Puta sin Fronteras.

Y Konchalovski lo cuenta sin que se le altere el pulso. Qué máquina, el tío.