¿Quién es Anna? (Inventing Anna) ¿Se puede no odiarla?

Serie de 9 episodios, de momento en Netflix

Anna Delvey, joven rubia superguay con acento entre alemán y ruso, llega a Nueva York y de pronto parece que es el ama. Está en todas las fiestas chic, se reúne con todos los ricachones tanto viejos como jóvenes, dicta qué se debe vestir y qué bolso llevar, y gasta pasta a lo bestia a base de tarjetas de crédito y, sobre todo, a base de invitar consiguiendo que al final paguen otros. Eso, hacia 2015. Y hace pocos meses, recién salida de la cárcel a mediados de 2022, la han vuelto a meter los de inmigración estadounidense por algo del visado.

Es decir, se trata de un personaje real, y las peripecias por las que nos pasea esta serie también son reales. Claro que, como advierten al principio de cada capítulo, «todo en esta historia es real, salvo las partes que son pura invención»: y eso hace referencia, más bien, a lo que la misma Delvey se inventó (y se inventó, y se inventó, y se inventó sin parar) acerca de sí misma, y por supuesto de sus finanzas, y de sus amistades y de todo lo que una persona puede inventarse. El caso real acabó, como decimos, con ella en la cárcel con un montón de acusaciones de estafa y fraude y asuntos afines; antes de ese final, se había metido en el bolsillo a medio mundo del empingorotado mundo del Manhattan finolis, incluyendo abogados financieros de altísimo nivel, inmobiliarios e hijos de inmobiliarios, unos cuantos políticos, y por supuesto gentes del arte, de la moda y de la fama.

La serie es clara desde el primer minuto, y no crea intriga donde no la hay: la tal Delvey es una sinvergüenza horrible con más cara que la luna, una tía insoportable, arrogante, insultona, chillona, manipuladora, aprovechada y parásita. ¿Cómo se pone a hacer Shonda Rhimes, por muy Shondaland que tenga, una serie con eso como protagonista? Hay que reconocer que hasta los más bragados y aguerridos veedores, es decir, nosotros, nos hemos sentido tentados en varios momentos de apagar la pantalla entre insultos. Pero algo nos ha contenido: quizá pensar en el ridículo en el que caeríamos, haciendo lo mismo que todos aquellos que se iban de las salas de cine indignados por el James Bond imperialista o el Harry el Sucio fascista. En fin, hemos aguantado, y nos ha costado; pero la interpretación de Julia Garner como esa Delvey y no menos la de Anna Chlumsky como la reportera que se mosquea y se pone a indagar nos han invitado a seguir admirándolas y nos han avivado el seso casi perdido en la indignación, por un lado, hacia la estafadora, y el pasmo quizá también algo indignado hacia los estafados (varias decenas, pero principalmente tres o cuatro buenas chicas, «amigas», que acaban despedidas del trabajo, perseguidas por los bancos y todo eso; y la Delvey ni inmutarse). Rhimes, la que tuvo la idea de hacer la serie, ya ha demostrado sobradamente que sabe de televisión como pocos: su Anatomía de Grey se impuso en el universo en el que todos tenían claro que ya no cabía una sola serie más de médicos, y toma del frasco. Y así otras cuantas: Scandals, Sin cita previa, nada menos que esa cosa incalificable pero hecha con un par titulada Los Bridgerton, Cómo defender a un asesino, y una joya en forma de tv movie (el género sin joyas por excelencia) protagonizada por Halley Berry, biopic de Dorothy Dandrige. Más calidad, menos calidad, más sutiles o decididamente groseros, pero todos éxitos para unos u otros sectores del público. Y ahora se saca de la consola de edición esta Inventing Anna que nos expone un nuevo género o producto o aroma: ni es una ordinariez bastorra ni es agua con azucarillos sin aguardiente ni es una de abogados inverosímilmente pop. Hay que decir que tampoco es Persona, de Bergman; hay que añadir que tampoco haría falta. Pero es algo entretenidísimo, tenso, que mantiene al espectador (ya decimos) pendiente entre su cabreo, sus ganas de que inflen a sopapos a la imbécil y lo, por otro lado, divertido y ágil del tratamiento que le da a todo. Algunos capítulos empiezan siendo algo así como de ese sub-sub-infragénero llamado «comedia de adolescentes», y uno se asusta un par de minutos, y no más porque inmediatamente nos descubren que es que es eso precisamente lo que la impostora Anna y algunos de sus amiguitos creen estar viviendo. Imposta ella y consigue que imposten todos a su alrededor; y los que no impostan, simplemente se dejan hipnotizar y luego se preguntarán cómo fue posible; qué les hizo; no recuerdan; qué pasó que la creyeron cuando a todas luces era una niñata sin solvencia ni fundamentos.

Aquí seguimos discutiendo si eso no es más que una especie de pequeña alegoría de todas, es decir todas, nuestras vidas. Anna se inventa por completo unos padres mega-ricos que andan allá por Alemania (los tiene, pero son humildes), y en un momento dado añade que es como es por el maltrato que de estos ha sufrido (los conocemos después, y de eso nada); se inventa eso que en las teleseries les gusta mucho mencionar: un «fideicomiso» con el que promete a todos que «algún día volverán los liberales cual torna la cigüeña al campanario», o sea que en cuanto ella cumpla nosecuántos tendrá tropecientos millones, así que ya le pueden ir prestando. A ver, lector, si lo decimos claramente: uno de los valores de todo esto es que la auténtica Anna Delvey lo hizo de verdad. Y no en un tiempo lejano, en que «las gentes aún creían en el valor del honor» y bla bla bla, sino ahora mismo, hace seis o siete años, en este mundo que tan a menudo nos hinchamos de orgullo al calificarlo de resabiado, sobreaprendido, experto en todo.

En efecto, esa Anna se inventa todo, y en ese todo se inventa a Anna. Ni siquiera se apellida Delvey, por supuesto, como hija de ruso emigrado a Alemania. ¿Podemos asegurar que nunca hemos conocido a alguien así? ¿Por qué nos repugna, si no es por cómo esta impostora en particular trata a todo el mundo, desprecia a «los pobres» y saca las tripas a las que se creen sus amigas de buena voluntad? Es verdad que estas no dejan de ser también algo así como la esposa del narcotraficante a la que absuelven de todo: a su marido le caen doce cadenas perpetuas, pero a ella la absuelven y se va a su casoplón con sus visones, eso sí; pero en su caso es que acaban siendo ellas las que lo pagan todo, pero como que no se enteran de momento. Es verdad que tampoco vamos por ahí exigiendo a las gentes que sean rectas y frías como un padre Damián, ¿no? Y en todo caso, si tuvieran algo de lo que redimirse, estas amigas lo pagan con superávit. Vaya un campo de cadáveres que deja la Anna de la serie, y que al parecer ha dejado la real.

Nos ha interesado esta serie, ya hemos dicho, porque es divertida, porque tiene algo nuevo todavía difícil de definir: lleva nuestra mirada a escenas de esas vidas que hasta ahora no habían sido del interés de los guionistas, probablemente. Se sale, por muy Shonda Rhimes que sea, de los calcificados raíles de las situaciones convencionales televisivas, y nos lleva y nos trae a veces con risas, a veces con imprecaciones, de un modo ágil y nuevo, a nuevas situaciones. ¿Si no fuera porque vampiriza a las gentes, nos daría igual que esta Anna Delvey se inventara todo lo que se inventa y lo vendiera como lo vende? Miente más que un concejal; casi todo lo que sale por su boca (y por sus cheques, y por sus extractos bancarios) es mentira: ¿y a nosotros qué? Pero no, no nos deja indiferentes.

A lo mejor es que cruza ciertas fronteras inadmisibles no sólo por su cantidad (que sí, las cruza todas) sino por su cualidad: vale que tengas un sueño idiota desde tu frustradísima infancia de inmigrante eslava en la Alemania cateta; vale que te aceleres o te engañes algo creyendo que vuelas cuando no das más que saltos de gallina. Pero de ahí a haber olvidado el respeto a los que trabajan (como decían ciertos carlistas provincianos de por aquí: esa persona no es de fiar, lo que tiene se lo gana trabajando), a condenar a la indigencia y casi a la cárcel a los que te han tratado bien, o a exigir que no la esposen por su supuesta calidad personal… Ahí ya se ha pasado. A lo mejor es que nos recuerda a gentes no tan famosas.