15 May Redención de talentos
Redención de talentos
La semana del asesino. Película dirigida por Eloy de la Iglesia en 1972. Protagonizada por Vicente Parra. Con las colaboraciones de Emma Cohen, Lola Herrera, Luis Sánchez Polack y muchos otros.
Se puede ver en la actualidad en Movistar.
¡Otra vez de bronca a este lado de los pixels! Probablemente os pase algo parecido ahí fuera: los cinéfilos se dividen en completamente enemigos, o encantados y deleitados amantes del cine de Eloy de la Iglesia. Curiosamente, entre los compañeros de militancia de aquel entonces del malogrado director (palmar a los 62 hoy en día no es de recibo) se encontraban los más furibundos detractores del excéntrico comunista que no dudaba, película tras película, en pasar de consignas y lemas mineralizados y se dedicaba a glosar las vidas y las obras de lo más lumpen del lumpen, a saber, los pringaos analfabetos que no llegaban ni a veinteañeros y ya estaban colgados y eran muy adictos a casi todas las drogas. Nada de obreros y de luchas y de sindicalismos, que era lo que El Partido demandaba (de sus militantes y de los que no eran sus militantes: otro día hablaremos de José Luis Borau y los agobios que le hacían pasar por no «cotizar»).
En fin, hemos estado buscando, para empezar, cómo subrayar tanto como se merece la enorme calidad de la interpretación de Vicente Parra. Esto ya nos ha empujado a menos bofetadas, porque casi todos coincidimos en que no nos gustaba demasiado el trabajo de este actor esforzado, atormentado como pocos, traído y llevado por la industria de su tiempo, y se diría que al final de su carrera por fin un poco feliz. Pocas cosas se recomiendan menos cuando tienes una indigestión por la cena de ayer, o una resaca, que ver ¿Dónde vas, Alfonso XII? y Dónde vas, triste de ti y otras secuelas y afines, porque acabas con el estómago dado la vuelta y en el exterior de tu cuerpo, normalmente colgando sobre una palangana. Que tampoco era culpa suya: Luis César Amadori venía de la Argentina con ideas muy claras, pero raras, acerca de los protocolos de la Restauración, y desde Tomás Blanco de edecán (o algo así, ejem) a Mercedes Vecino, pasando por Rafael Bardem y no digamos Paquita Rico, todos tiesos como la mojama y respetuosos como juanistas en Estoril, y lo peor lo del pobre Vicente Parra: unos diálogos que no se los creía ni Juan Ignacio Luca de Tena, y un almíbar y una bondad que parecen de ERC o de Ómnium Cultural algo adelantaditos en el tiempo. Se le ve al hombre luchar, se nota que ha probado ocho modos diferentes de decir eso, y no funciona ninguno, y al final, en la toma montada, hay incongruencias de tono y de afectos que probablemente llevaron a los censores a pedir una tila, y a cualquier cinéfilo responsable y decoroso a eso, a desear para el pobre Parra otros toros que torear.
Y este es ese toro: La semana del asesino. Van y se unen el (no por su culpa) almibarado, envarado, falsote y ortopédico Vicente Parra con el que pronto sería ya para siempre conocido como tosco, chapucero, brutal y lumpenfílico de la Iglesia, y cogen y sacan una película que está a medio camino de Rocco y sus hermanos, El estrangulador de Boston y alguna otra que de momento no escribimos para evitar que a este lado arrecie la gresca. Una intensa, densa, entretenida pero calmada película, con personajes y sobre todo con el de Parra, y de montaje bien acabado, de músicas oportunas y en la onda, y de buena intuición al exponer (¡un zarauztarra!) el airecillo de los bares de la periferia chabolera madrileña en el tardofranquismo (que se dice pronto, ojo). Muy bien, Vicente Parra. Muy bien como ese Marcos que está algo así como absolutamente superado por las circunstancias. Recuerda por momentos, pero no hay comedia, y eso habla de la calidad de la narración y de la interpretación, a aquel chiste del conductor en el juzgado aduciendo que había atropellado al peatón «porque se había visto obligado». Marcos no quiere matar a nadie de los muchos a los que mata en sólo siete días. Hasta les advierte: no abras esa puerta; mira que te pido que no la abras. Y claro, la abren, y él se ve obligado. Muy bien Parra como ese Marcos triste, en realidad más pasivo que una anémona, creíble sin fisuras, a galaxias de distancia de esos papelitos folklóricos o cañís o amanerados que se empeñaban en darle.
Muy bien de la Iglesia, antes de que oyera más veces de las que es conveniente eso de que retrataba muy bien a los marginales y eso le consolara de las vejaciones de sus excamaradas (ya se sabe lo que pasa en ocasiones así, el refuerzo y todo eso) y se lanzara a no cuidar el montaje ni la iluminación y a dar por buenas tomas con el Pirri algo más que colgado casi conversando con un eléctrico del contracampo, y se dejara llevar (nos hacía recordar a Pasolini, por esto y por todo lo demás), nunca se sabrá si consciente o inconscientemente, a la obsesión de probar que sus preocupaciones seguían siendo emancipadoras y progresistas, aunque se estrellara una y otra vez y no consiguiera que comprendiéramos que los navajeros, los colegas o los aficionados a los picos eran una fuerza de progreso. Y luego parece que se despeja y va y hace otra joyita como La estanquera de Vallecas. Si es que era un tío que sabía contar historias.
Muy seria película, sin Pirris ni Jaros, y muy edificante presenciar la redención de dos talentos a los que no dejaron mostrarse muy a menudo.