15 May Secretos de Estado
Película de 2019 dirigida por Gavin Hood
Uno de los síntomas más alarmantes de la navegación sin timón, o con excesivo timonel, de la actual sociedad es el empeño tenaz para que el individuo desaparezca de las reflexiones, del discurso público y de los horizontes de la acción pública. Y es una idiotez similar a esa que defienden los que afirman que no debe existir lo privado sino lo público: ¡cómo va a existir lo segundo sin lo primero (y viceversa)! Así que el reflejo inmediato ante una acción individual es, y se puede percibir fácilmente, preguntarse a qué grupo pertenece ese individuo; quién le ordena; quién le envía; a quién obedece; qué intereses, seguramente oscuros, le guían. Mucho de esto es lo que alimenta la historia de esta película, que algunos leen como la historia de una ingenuidad infantil, pero otros leemos, quizá sin descartar del todo eso, como algo un poco más complicado y de mayor alcance.
En el año 2003, una joven, interpretada por esa Keira Knightly de la que ya hemos comentado que se está haciendo mayor para bien, trabaja para la inteligencia británica en un centro de captación y traducción de señales. De pronto, muchos en esa sala reciben un extraño email que resulta ser un error de envío, porque en realidad es un correo de la oficina de Estados Unidos en la ONU al delegado británico, en el que se empuja a coaccionar a los delegados del resto de países para que voten a favor de la intervención de Estados Unidos contra Sadam Huseín. La mayoría alucina, como es natural, pero son jóvenes traductores muy técnicos y muy tecnócratas, e incluso muchos algo cínicos, y se dicen que por supuesto, que cómo iba a ser de otro modo. Pero esa joven protagonista lo lee de otro modo, y le pilla en mal momento, y decide imprimirlo y sacarlo de la oficina. A continuación, la película nos lleva a la tensión periodística de la publicación de ese email, las reacciones de unos y de otros, y por fin al procesamiento de la joven, con peticiones de pena de cárcel desmesuradas por revelación de secretos. Todo ello es una historia real, por supuesto, y los personajes aparecen con sus nombres y apellidos reales. Quizá es un tipo de historia que, a primera vista, podemos decir que ya hemos visto más veces. Pero sucede que, en general, las historias de esta colección suelen estar animadas más bien por proyectos ideológicos o, por decirlo de otro modo, con intenciones partidistas: qué malos son los otros, o sea los del partido de enfrente. Esta película presenta una realidad más elemental; puede que más ingenua, desde luego, pero, al parecer, así fueron las cosas de verdad.
Nos importa que es posible que se monten cirios como el que se montó con esta joven y eso sin que ni esta joven ni casi nadie a su alrededor tuviera intención alguna de montar cirio alguno. Qué follón se desencadenó sólo a partir de una indignación casi infantil por parte de la muchacha cuando leyó que esos delegados americanos hablaban sin tapujos de coaccionar a los demás: pero esto es indignante, habrase visto, no me lo puedo creer, deberíamos hacer algo. Si no fuera porque, una vez más, es un caso real, nos costaría creer a nosotros que una joven pero ya adulta que trabaja de traductora en un centro de captación digamos no amistosa de señales de países ajenos de pronto sienta la llamada de la santidad y se despierte justo en ese caso, que con toda seguridad no era el primero que conocía de comportamiento más o menos macarra de los políticos. Claro que aquí hemos vivido con intensidad digna de colonización planetaria, por lo menos, o de algo mayor, el caso casi contrario, que santifica el de esta protagonista algo ingenua: los debeladores de los secretos oficiales, los torquemadas de los expedientes clasificados, los justicieros de la verdad del lado bueno de la historia que, en cuanto llegaron al gobierno (y desde antes: en cuanto llegaron a la más mezquina e ínfima de las concejalías) no hicieron más que jugar a El Espía Que Llegó Del Frío y ponerse a secretear como psicópatas en todo momento y lugar, y ay del que preguntara por alguno de esos temas: «Pero, ¿a usted qué le importa?», hemos oído, incluso recientemente, al portavoz del más importante grupo parlamentario español cuando una periodista, esta nada ingenua, le repetía la pregunta a la que ese portavoz creía haber mandado a pasear por la luna con un lanzamiento de balón a la grada. Así que a lo mejor deploramos la ingenuidad, o incluso nos cuesta creerla en alguien que es traductora nada menos que del mandarín para el MI5 (lo que habría oído a esas alturas), pero si sirve para que a estos payasos con poder les salga por lo menos algo de urticaria, pues sea bienvenido.
La película está excelentemente producida y realizada, y de un caso que podría haberse quedado en más o menos burocrático (de esos que sacan los informativos de las televisiones autonómicas con sus protagonistas mostrando un impreso tras otro a cámara y que no hay quien entienda) consigue llegar a ser un thriller casi duro, desde luego tenso e inquietante, y además consigue una cosa que muy pocos consiguen: que el espectador se esté preguntando permanentemente «con quién va», porque no se lo han dado masticado. No hay que ir con la protagonista sólo porque sea una actriz conocida y por tanto su personaje seguro que es bueno; probablemente nadie va a ir con esos burócratas de mierda que la acosan, o con los cínicos fiscales que son como autómatas sin valores. Pero la posición de ella también es puesta en cuestión, porque si bien el fondo de lo que denuncia es deplorable, el mismo hecho de que lo denuncie alguien en su posición es algo que, por decirlo rápidamente, no puede gustarle mucho a nadie. Hay que ser un militante novato o un lactante para no conocer la necesidad de que haya esos «secretos de Estado» del título; y en consecuencia admitimos que tiene que haber personas, unas en posiciones muy altas, y otras en las de manejar el pico y la pala, que sí conozcan esos secretos, a diferencia de nosotros (por más que la curiosidad o la vocación o el simple morbo nos empuje a conocerlos). Y a continuación, lo que no queremos es que ninguna de esas personas sea capaz de soltar por ahí lo que de momento suponemos, o deducimos, o a veces hasta conocemos, que mejor que no sea público. A lo mejor esta película lo que plantea es el viejo dilema entre el fuero y el huevo: lo que denuncia esta joven es desde luego denunciable e imperdonable, pero el hecho de que lo denuncie alguien en su posición no nos parece demasiado bien, y hasta nos pone a conjeturar casos posibles y nuevos, y puede que llegue a darnos repelús.
La joven fue absuelta por los tribunales; mejor dicho, ni siquiera llegó a ser absuelta, porque el proceso comenzó directamente con el desistimiento de la fiscalía de la corona de cualquier acción contra ella: ¿había visto la luz el fiscal? No, o no esa luz, sino otra: tratar en el tribunal este asunto obligaría a desvelar tantas otras cosas, que mejor dejarlo.
Cínico y todo lo que se quiera, pero más de uno daría un brazo o brazo y medio porque algo de ese cinismo mojara un poco alguna vez por ejemplo al idiota ese de inspector de Hacienda que la ha tomado con él sólo por un momento malhumorado de cruce de palabras algo agrias hace ya años; y el que crea que esto no es posible porque la ley no lo permite quizá debería irse a vivir a la sombra de un mohai de la isla de Pascua. Sí, puede que esa sea la noción fundamental que nos deja como poso la película: la democracia es leyes y leyes y leyes, sí; pero ¿solamente leyes? Hay algo más que a lo mejor es igualmente necesario: decencia, criterio y, a veces… conveniencia. Vámonos todos al rincón de pensar.