The expanse

The expanse

Serie en 5 temporadas. Amazon, hasta ahora.

 

¿Cómo se llama zamparse un maratón de una serie que ya habías visto? ¿Re-maratón? Eso es lo que hemos hecho algunos al principio de este otoño con la serie The expanse. Alguno, incluso, se había leído la primera de las novelas en las que se basa la serie, El despertar de Leviatán, y nos dice que no es que la serie se base en ella, es que la calca como pocas veces se ha visto calcar bien un traslado de literatura a cine.

Empezaremos diciendo, a petición de la asamblea, que la serie es de primera calidad. Nada de esas cosas algo cutres (o MUY cutres) a las que, no se entiende muy bien por qué, SyFy (ahora ellos lo escriben así, ayer no, y seguramente mañana tampoco) nos tiene acostumbrados cuando produce, estilo Sharknado y sus secuelas, que son de coña, y muchas otras en plan apocalipsis, que quieren ser como serias pero se quedan en pobretonas. The expanse es todo lo contrario. No tiene nada que envidiar a productos como Galáctica, por mencionar la que puede que sea la más y mejor acabada de las series espaciales, por encima, aunque nos duela a los trekkies, de cualquier Star Trek.

Quizá procede de las novelas la buena argucia de no dejarlo todo, como muchos hacen, a la mera fascinación de un simple viajar a la velocidad de la luz, teletransportarse, atravesar estrellas y todo eso. The expanse se trata, en primer lugar, de un thriller policiaco-político, al principio del cual un policía ya en decadencia recibe el encargo de encontrar a la hija rebotada y huida del magnate más magnate de la Tierra. Hasta aquí podría ser El sueño eterno, por ejemplo. Quizá la diferencia principal con este es que la cosa sucede en Ceres, el planetoide que, junto con otras decenas de asteroides del Cinturón de ídem, están colonizado hace cientos de años por los humanos, y ya han dado a luz a sus propias generaciones de humanos oriundos, los «cinturonianos» (mejor el original inglés: belters), que empiezan a distinguirse de los de la Tierra y hasta de los de Marte porque son menos achaparrados (dicen ellos), son alargadillos porque se han criado con un décimo de la gravedad de aquí, y son más altos, pero al mismo tiempo son más frágiles. Y sobre todo están hartos de la explotación, siguen diciendo ellos, a la que los someten los de la Tierra; y poco a poco la cosa se lía, y se lía pero muy muy parda, y hasta estalla una guerra de lo más cruel y enredado. Al principio, la guerra es a tres bandas (o bandos): el Cinturón, Marte y la Tierra. Pero empiezan las alianzas, las zancadillas y las faenas.

A todo esto, nuestros cuatro protagonistas, con ese poli decadente en sus cercanías, se han salvado de la primera destrucción de esa guerra y se han hecho con un pequeño crucero de combate al que, por camuflarse, deciden bautizar nada menos que como Rocinante: y el chaval que les manda, que ha sido criado en la tierra por una especie de hippies lectores, hasta explica qué significa «rocinante» o más bien «rocín» en spanish. Un pasote nunca visto en space operas.

El argumento se ramifica y se complica, y eso está bien; una cosa a la que llaman «ONU» gobierna la Tierra y la Luna y quiere más; la República de Marte es tecnológicamente independiente y superior, y los cinturonianos se organizan en plan comandos más bien terroristas muy macarras. La tentación de sacar cada cinco minutos analogías con desastres terrenales o catalanes o algo así es intensa, pero quizá no debemos caer en ello, porque no hay nada en el núcleo de la narración, ni en sus periferias, ni en sus entrelíneas, que invite a pensar en intención didáctica alguna por parte de nadie. Es entretenimiento y con eso basta y sobra. Desde luego, nos da la oportunidad de reflexionar sobre tipos humanos que pinta, en ocasiones, con mucha eficacia. La mayoría son tíos y tías pragmáticos, cada uno con sus cosas, y a muchos por aquí nos parece que uno de los hallazgos de la historia es que precisamente el jefe, el chaval ese que sabe del Quijote, pero que es capitán de la nave, es el personaje reflexivo, casi contra lo que dictan las convenciones del género; en realidad, más que reflexivo pudiera ser calificado directamente de melancólico. Su segunda es una pedazo de ingeniera con más trastienda que El Corte Inglés y que no revelaremos para no fastidiar; en realidad, es la que pone orden y categorías a las melancolías de su jefe. El piloto es un tipo por todos los conceptos mediterráneo, pero de Marte, que echa de menos a su hijo y a su mujer, a los que sabe perdidos por sus ausencias. Y el cuarto es un exsoldado perfectamente asesino y simpatiquísimo con cara de niño guapo que se pasa las temporadas diciendo en plan Belén Esteban «Yo por Naomi -la ingeniera- mato».

Así que resulta que al final de pensarlo pues sí, hay entrelíneas. En la ciencia ficción de la buena suele haberlas; pero en esta, que es de las mejores, lo que pasa es que hay tanto entretenimiento y tanta originalidad en tantos elementos que a cualquiera se le pueden pasar.

A lo mejor son bobadas que a los adictos a (dejémoslo en) otras cosas les suenan a chino, pero a los aficionados al género, o a los simplemente despiertos, les llamarán la atención por acertadas: por ejemplo, en las muchas acciones de abordaje de naves enemigas que se producen allá por el espacio fuera de campos gravitatorios, va un tío y le dispara a otro y lo mata en el acto; y va el muerto y, por primera vez que sepamos en el mundo audiovisual, se queda en la postura en la que está, «de pie» (pero no están sus pies apoyados en suelo alguno, aunque estamos en el interior de una nave) y con los brazos más o menos como los tenía. Ese reflejo de puesta en escena de «como te ha matado, te caes y te quedas quieto» qué pinta dentro de una nave sin impulso y sin gravedad, ¿no? Si todos lo sabíamos y lo suponíamos, pero es que esta serie por fin lo pone en escena. Otro ejemplo: una teniente se ve impulsada por una explosión y acaba ensartada por el abdomen, desde la espalda, contra el «techo». Durante unos minutos sigue consciente y la intentan ayudar, pero al final muere, entre lágrimas que no caen ni resbalan por su cara, sino que se acumulan ante su córnea hasta que por mera masa se desprende una parte, que por supuesto tampoco cae, sino que «echa a volar». Bueno, estos son detalles muy vistos con lupa, pero con ellos se pone de manifiesto el cuidado con el que los asesores científicos han logrado imponerse a tramos del guión y sobre todo de producción y dirección: que es algo que el buen aficionado siempre está esperando que suceda. En aquella Galáctica mencionada, por ejemplo, se subieron muchos escalones en la calidad por muchos detalles, entre ellos el muy llamativo de que las naves en el espacio no se rigen por las condiciones de la aeronáutica y, mientras sus materiales lo toleren, pueden girar de golpe, o cabecear o guiñar de un modo que en una atmósfera ni se sueña con conseguir.

Pero digamos que esto es lo básico; aunque, como no se cumple muchas veces, cuando se cumple tiramos cohetes.

A partir de eso, vemos la serie en lugar de rechazarla. Y, al verla, apreciamos que ha querido y conseguido «naturalizar» esos escenarios para el desarrollo de dramas humanos no exactamente épicos ni epopéyicos sino simplemente dramáticos. Todo eso que de drama tiene un policiaco/político, sin ingenuidades buenistas de anticipación con fructosa -o en este caso galactosa- ni, por el lado opuesto, panfletos mormónico-marxistas de futuros libres de malotes.

A propósito de mormones: estos existen en ese futuro, y están preparando la nave más grande de la historia, una que llaman «nave generacional», para trasladar a miles de los suyos a otro sistema solar al que se supone que llegarán dentro de cuatro o cinco generaciones; pero su nave es requisada y con legítimos motivos para salvar a la humanidad en su conjunto, y no sólo a los mormones, y no decimos más, de nuevo, para no destripar cosas. Y los mormones se quedan con dos palmos de narices. ¿Alguien recuerda que el autor de anticipación de más éxito en los 90, Orson Scott Card con su El juego de Ender y sus secuelas, fue apartado de la «comunidad» y se diría que boicoteado ya para siempre -es decir, cancelado- por proferir su rechazo al matrimonio homosexual? Scott Card era y es mormón (y, entre otras cosas, de ahí su repugnancia por «lo español»: fue misionero por Sudamérica indígena etcétera), y hay cierta corriente en este género que ha empezado a pitorrearse de mormones y similares, no sólo pero sí mucho a partir de las cosas de Scott Card. Quizá el haber elegido una «nave mormona» entre tantas posibilidades, en The Expanse, tiene que ver con esto, porque es demasiado subrayado. Muy subrayado para que no venga a cuento. (Claro, del pitorreo a la cancelación hay, ahí sí, muchas galaxias de distancia; habrá que tratar este asunto más en detalle.)

Entre esas y otras cosas, hay acción excelentemente narrada, y mucha política, y mucha corrupción y mucha bronca: hay mucho entretenimiento, y toda la seriedad científica que se puede pedir. Para verla con patatas Matutano, o Ruffles.