01 Nov The serpent
The serpent
Miniserie de 8 capítulos, de momento en Netflix. Protagonizada por Jenna Coleman, Tahar Rahim y Billy Howle.
En 1975, el mestizo indio-vietnamita Charles Sobhraj, traficante de piedras preciosas, se cargó a no menos de treinta hippies occidentales que se cruzaron con él por Bangkok, y alguno más por Hong Kong y Nepal. Lo de mestizo lo mencionamos porque su personaje en la serie no deja de mencionarlo como origen de su rencor y hasta de su compulsión homicida; lo de las piedras preciosas es fundamental, porque le financian y le permiten hacer viajes de negocios por todo el lejano oriente.
Lo de los hippies es un cantar que, tal como se pintan en la serie, merece tratamiento aparte. La serie los muestra con mucha dedicación y abundancia como unos perfectos idiotas, lo cual no deja de corresponder con lo que algunos de por aquí, por desgracia de edades ya casi geológicas, percibieron de esos tíos (y tías) en aquellos mismos años mediados de los setenta, en que intentaban imponer su antiautoritarismo también por aquí, en cualquier «grieta que se abría» en aquel «muro de la dictadura». Los recuerdos de gangosidad apática, arrogancia conceptual y ética y burla impune de todo lo que no fuera ellos mismos, casan a la perfección con lo que esta meticulosa serie plasma de ellos. Pero una cosa es verlos, y ahora recordarlos, como esos «mayores» babosos, caraduras y sofistas, y otra es pintar sobre cada una de sus espaldas una diana para su exterminio, esperamos.
La serie, que quizá podría haber sido, sin añadirle material, mejor de diez capítulos de duración habitual que de los ocho muy largos de que consta, se recrea virtuosamente en la pintura de todos esos individuos (y esas individuas) más tontos que Abundio, que llegan a ese idolatrado e idealizado Oriente pensando que van a encajar en él, y sorprendiéndose ya en el primer segundo por la realidad inesperada de una región como de otro planeta, un planeta de una pobreza inimaginada y de unas carencias inverosímiles: y eso que estos llegan al mejor lugar, que es la intocada Tailandia, ni antes ni entonces ni nunca invadida por potencia occidental alguna, pero por supuesto afectada por la vecina guerra de Vietnam ahora transformándose en la de Camboya, con todas las tensiones políticas añadidas a esa circunstancia.
En capítulos muy posteriores iremos conociendo el origen de este monstruo asesino. La narración está partida en mil teselas y ofrece un mosaico con el que al final, conocida entera, apetece jugar como con Rayuela (o con los vitrales de la catedral de León): vamos de marzo de 1976 a noviembre de 1975, y luego a 1970, y a continuación a diciembre de 1975, y así en todo momento. Da la impresión de que esa reserva de información (se presentan muy a menudo los efectos antes que las causas) es importante para los guionistas, pero dejan al espectador pensativo, porque a lo mejor no era tan necesaria. Funciona muy dramáticamente y es muy brillante, por ejemplo, entre los capítulos 1 y 2: que nos muestran prácticamente las mismas acciones pero vistas como en campo y contracampo: ah, mientras él le decía eso a ella, que estaba al fondo, ella escondía con su cuerpo que estaba guardando tal medicina en su bolso. Algún día se llamara el juego Rashomon o el juego Z: no es que lo invente esta serie, sino que lo hace muy bien y resulta de ello mucha tensión y consigue aumentar el interés. Pero en otros momentos no se entiende muy bien a qué viene el «desorden» temporal; aunque se queda en un asunto menor comparado con la magnitud de las virtudes que resultan deslumbrantes de esta serie.
En primer lugar, las interpretaciones: lo del muchacho llamado Tahar Rahim es de orden sobrenatural, como ya parecía que iba a serlo en la película The mauritanian que protagoniza junto a Jodie Foster y el monstruo Cumberbatch. Como el mismo actor dice, él era solamente un chiquillo de pueblo argelino y hasta edad muy avanzada no se planteó esa cosa de actuar: pues se ve que esa es buena fórmula, porque no interpreta ni trabaja, sino que encarna, como poseído, uno de los personajes que más miedo dan y más se recuerdan durante el desayuno de mañana de los que hemos visto en muchos años. Da susto; pero mucho susto. Y el lector se puede imaginar que, estando aquí y ahora, no lo decimos porque grite mucho o porque enseñe unos colmillos muy largos, sino más bien por todo lo contrario. Rahim ha cogido ese toro fácil de descontrolar por una pata que a pocos se les hubiera ocurrido. El personaje Charles Sobhraj (hoy todavía vivo el auténtico), ya va quedando claro, es un monstruo autoritario, aborrecible y repugnante en el trato personal, que da órdenes, como si fuera natural darlas, a todos los inquilinos de la casa-piscina en la que él también es inquilino (¡y le obedecen!), y que roba a mansalva, previo envenenamiento, a muchos de esos inquilinos (a algunos los estrangula); el actor Rahim consigue que la cámara no muestre de él más que las conductas incluso cursis de puro relamidas propias de, por ejemplo, el James Bond de Roger Moore (peinado incluido): eso es un actor que tiene seguridad en sí mismo para repartir, y capacidad de estudio y de control de la escena fuera de lo normal. Su colega Jenna Coleman, muy conocida ahora por su papel de reina Victoria en la serie de ese nombre, no se queda atrás al incorporar la pareja más o menos estable (y más o menos pareja, porque no deja de ser 1975) del tío ese. Su personaje de Marie-Andrée Leclerc es una canadiense católica casi hasta lo ultra, que queda algo en el misterio: burguesita de viaje, no hippy desde luego, queda ligada a Sobhraj se diría que por la pasta que adivina que tiene él, pero tampoco queda claro. La actriz propone, nos parece, una explicación: su forma de contemplar a su macho, su modo de mirarlo, su media sonrisa rara («sonrisa Coleman», por seguir poniendo nombres) cuando, por lo demás inexpresiva, va descubriendo que él echa unos raros polvitos al champán con el que recibe a los nuevos hippies, y por supuesto su forma de aceptar los Givenchys que él le regala, también sugieren que es una tonta en su etapa killer de compensación: tras tanto colegio de monjas y tanto rosario, ahora me ligo al más malote.
Pero cuidado con ella, machote asesino, que la gente puede contradecir su educación pero no más allá de cierto punto; a lo mejor no va a ser suficiente para siempre toda esa pasta con la que la ahogas.
Al tratarse de una dramatización de hechos y personajes reales (sólo los diálogos son inventados, nos recuerdan los productores), y al estar vivos en la actualidad casi todos ellos, hay unos límites muy severos a la creación y a la inventiva, pero en esta serie eso no resulta molesto porque no se percibe. Los protagonistas son fruto del estudio de los actores y del director; pero todos los demás (varias decenas de personajes) son consecuencia del estudio que los productores han hecho de esa época, productores que luego han diseñado y calculado cómo poner en escena esos grupos de semovientes atontados a veces por el exceso de porros y a veces por el exceso de ideologías. Parece que la serie se nutre también, como otras ocho o diez de los últimos años, de un hangar que guardaba atrezzo y vestuario y hasta peinados de los sesenta y setenta; pero eso queda algo a un lado ante el dibujo dinámico que consigue de aquella época: el mismo modo de estar y de caminar, y por supuesto de hablar de todos esos alunados occidentales, que invariablemente mentían, ya de vuelta en casa, al narrar sus hazañas, y al presentarse como una especie de despojados de lo material, pero que llegaban a Bangkok con el rodillito bien macizo de billetes de papá. Y que, tan anticapitalistas aquí, allí no dudaban en montarse inmediatamente un bisnes de reventa de porros e incluso de compra y venta de esos zafiros y esos rubíes con los que Sobhraj los hacía picar. Al acabar cada capítulo, el espectador tiene que consultar el calendario para confirmar en qué año vive, porque ha sido trasladado hasta aquellos años con un vigor irrebatible.
Queremos aconsejar que se vea esta serie, pero advertimos: él da mucho, mucho miedo.