01 Mar Un documental sobre kabuki: ¿hasta dónde llega nuestra cultura?
Hemos visto en Netflix un documental de 90 minutos titulado Kabuki o a lo mejor Toma Ikuta canta, baila e interpreta Kabuki y nos ha parecido magnífico. Además nos ha dejado pensativos. Poco más se puede pedir.
Toma Ikuta, al que hasta ahora, vergonzosamente, desconocíamos, es un joven actor japonés algo así como entrando en la treintena y, no obstante, al parecer plenamente consagrado en el mundo del teatro «convencional». Nos cuentan que empezó de niño en concursos musicales de televisión, y que pronto se decidió por el oficio actoral; de ahí la precocidad de su consagración. Ahora, por circunstancias de amistad, de curiosidad y, como todo siempre, con medio kilo de azares, se acerca al kabuki, y en el kabuki le aceptan con todo el riesgo y el temor, pero con cariño, con dos meses de entrenamientos y preparación antes de su primer estreno, en el que participará como coprotagonista. El documental nos llevará a lo largo de esos dos meses a su lado. Y, se diría que casi a la vez que él, descubriremos un montón de pequeños detalles de la vida cotidiana de una compañía de kabuki de los que no se suele hablar. A poco que le interesen a uno las cosas del teatro y de la interpretación, esta película le va a resultar fascinante.
Siempre es sorprendente hasta qué punto los que viven lejanos al arte dramático tienden a despreciar el trabajo de cualquiera de las especialidades que hay en él. Sucede algo parecido a lo que las gentes desinformadas suelen hacer, por ejemplo, con los profesores, de los que más bien echan pestes y a los que acusan de ser unos rollistas con más vacaciones que un oso polar, sin tener en cuenta el número de días al mes y el número de horas de esos días que dedican, ya en su casa y fuera de horario, a corregir ejercicios o a preparar contenidos o materiales, o en la actualidad también a contestar dudas o no dudas, reclamaciones y acusaciones por Whatsapp y por email tanto de alumnos como de padres de alumnos. Hay algunos otros oficios que, por la causa que sea, son tomados también como pararrayos de los rayos de la bilis popular; pero podría decirse que el de actor es el más pisoteado. Sin embargo, cualquiera que conoce aunque sea un primer atisbo del material del que están compuestos los esfuerzos y las jornadas de ese trabajo, lo primero que siente es asombro y, como en el caso de los profesores, a continuación, incredulidad: no es posible que alguien trabaje tanto. Pues ya sabemos que sí. Puede que haya figurantes con frases o con muchas frases que se toman su trabajo como ir de paseo (pero ojo, que los figurantes profesionales de verdad trabajan como bestias y aguantan a pie firme toma tras toma, cuando se trata de cine, sin quejarse y con un par de bocatas); en todos los oficios hay listillos, claro, pero el que no es listillo sino decente, en el negocio del teatro curra como en pocos otros oficios. Y Toma Ikuta nos va a mostrar una de las experiencias más extremas de un actor y, al serlo, de las que más trabajo le van a exigir: cambiar de registro a media carrera, abandonar todo lo que sabe y comenzar prácticamente de cero en otras coordenadas tanto profesionales como, casi casi, culturales. Un treintañero ya triunfador con Arthur Miller y Ionesco se tiene que poner aprender lo que es un rippo, lo que es un mie y lo que son todas esas cosas tan peculiares y tan exclusivas del kabuki, y sin las cuales un kabuki no es un kabuki; y los públicos entendidos van a estar pendientes y con la lupa puesta para que las hagas perfectamente, porque solamente bien no les vale. Suponemos que el actor Ikuta, como nacional japonés, y además con familia cercana a ese arte, sabría de todo eso algo más que nosotros, que siempre hemos mirado el kabuki con admiración pero con distancia y con plazo largo («cualquier día de estos me tengo que poner a ver y a entender algo de esto», pero el día se aplaza y se aplaza). Pero una cosa es entenderlo como público y otra es ese conocimiento que de tan extenso y profundo y minucioso no tiene ni nombre, y que te lleva mucho más allá, y que es el que te proporciona exclusivamente el ponerte a hacerlo y no sólo a observarlo o a estudiarlo. Lo mismo sucede, por supuesto, con las mil y una reglas y normas y técnicas necesarias para llevar al escenario cualquier obra de nuestro teatro, por supuesto (esas que el que desprecia este trabajo desconoce siquiera que existan). Pero esa diferencia es precisamente la que nos ha dejado algo pensativos: la cantidad de cosas en las que nos parecemos japoneses y occidentales, y la cantidad de cosas en las que somos diferentes.
Y sobresale en el documental una primera noción que sabemos que viene de muy antiguo, y que quizá en el pasado hemos compartido allí y aquí. Pero se diría que en los tiempos actuales ya no la tenemos tan en común: el respeto. La cantidad de veces que este actor consagrado pero joven menciona el respeto es asombrosa. Como es de esperar, menciona el respeto en particular a los mayores, tan, precisamente, respetados en su cultura. El respeto a los grandes actores kabuki del pasado; el respeto al padre, muerto hace poco, de su amigo, que era también kabuki; el respeto a los veteranos pero secundarios de la compañía. Ikuta es, por muchas señales, un bohemio japonés. Por supuesto, no es el tieso encorbatado algo bacalao de una gran tecnológica o de un banco; y tampoco un humilde administrativo también inexpresivo se diría que de puro aplastado. Se mueve, gesticula, se ríe y hasta llora como eso, casi como un mediterráneo, o quizá como un bohemio. Desde luego tiene mucho más que superada la estolidez con la que se suele asociar el buen tono japonés, aunque no deja de ser un tío de modales exquisitos y formas hasta elegantes. Hasta aquí podríamos estar hablando de cualquiera de los actores españoles de los que son buenos tipos, bien educados y estudiados. Pero a continuación Ikuta lleva todo a otro nivel, o a otro espacio, quizá el de su cultura, cuando expresa ese respeto (que incluye, por si no ha quedado claro, el respeto a sus entrenadores, a los maquilladores, a los porteros, a todo el mundo). Conmueve presenciar la sinceridad no actoral de su expresión cuando así se pronuncia de pronto en un contexto desenfadado. Y algo hay en él cuando así habla que nos ha hecho recordar que aquí alguna vez, hace décadas, se habló parecido aunque no del todo igual: porque el respeto de aquí, cuando se expresaba, no era el respeto a la sabiduría o a la experiencia, sino más bien un respeto porque sí, muy degradado, muy obligatorio y, sobre todo, muy cerca de ser sinónimo de algo parecido a la obediencia ciega. Lo que nos comunica Ikuta no tiene nada que ver con obediencias ni con abusos gerontocráticos sino, muy visiblemente, con el respeto al conocimiento y a las largas vidas que le han precedido con sus trabajos y sus dolores.
Hemos aprendido cosas del kabuki que, como hemos dicho, llevábamos mucho tiempo queriendo aprender; entre otras, lo agotador que es para sus directores y sus actores y para todos los que participan en las funciones. También hemos aprendido que, por muy diferentes que seamos en tantas cosas, somos iguales en el miedo que pasamos antes de salir a escena, en las ganas de huir a un país lejano una semana antes del estreno, en las dudas sobre la propia capacidad y en el combate contra estas dudas a pesar de todo. Hay muchas más cosas en este documental que transmiten contundentemente que ya podemos estar atentos y dejarnos de demoras, porque la historia se nos ha echado encima, y lo que antes parecían culturas ajenas, y herencias culturales lejanas, se han hecho de pronto nuestras. Igual que ellos montan muertes de un viajante o rinocerontes, y al empezar a hacerlo tienen que batallar contra sí mismos para entender nociones «occidentales» que a nosotros nos resultan elementales, a lo mejor aquí deberíamos dejarnos de canapés culturales, de pinchitos y de tapitas, y lanzarnos a fondo no sé si a hacer kabuki, pero a lo mejor sí a ir empezando el camino que acabaría en ello. Nada humano nos es ajeno, pero ahora con un significado muchísimo más amplio, incalculablemente más amplio que en aquella antigüedad latina. Nuestra cultura ya no es lo que se piensa y se hace entre, pongamos, Damasco y Canarias y entre Upsala y Marrakech: ahora a lo mejor no tiene límites, porque da la vuelta al mundo; desde luego Tokio es tan nuestro como Córdoba es de un tokiota. A lo mejor no haríamos mal poniéndonos al día con todo esto.