15 Dic ¡Viva la república!, isn’t it? The Crown, 5ª temporada
Nada vamos a añadir a las relaciones detalladas que se han hecho de las excelencias de esta producción. Se ha dicho de todo, y a lo mejor hasta lo que parecía más exagerado no era exagerado, porque el producto final emitido es de tal calidad que cuesta encontrar hasta en la memoria y en los archivos de los más cinéfilos algo que se le parezca (no siempre tenemos que ser cínicos, y a lo mejor en alguna ocasión podremos apreciar que sea de las pocas, poquísimas películas o series que en IMDB tiene varios episodios con un 10 por votación popular mundial). Se suele decir, llegados aquí, que eso es simple cuestión de pasta; pero eso no deja de ser una vulgaridad tosca e ignorante. A propósito, el diario El País sacó hace un mes un reportajito (informativo, hasta diríamos que bienhumorado, para variar) que hizo su redactora María Porcel, infiltrada entre la figuración en cierta escena de mil periodistas contra Carlos y Diana, rodada en Mallorca, y cuenta algún detalle divertido. Lo de la vulgaridad y la pasta nunca se dejará atrás, claro; ni animando a sus agentes a que piensen en qué ha influido la pasta en la interpretación que hace Debicki de Diana, o Natascha MacElhon de Penny o hasta Dominic West de Carlos, por no meternos en honduras y ponernos a hablar de los tiros de cámara, que cuesta lo mismo, suponiendo que cuesten algo, elegir de entre estos diez, todos correctos y editables o esos otros diez, equivocados e inútiles para el montaje.
Pero dejémonos de fruslerías: lo que le pasa a esta quinta temporada de esta serie es que da la impresión de que está empezando a mostrarse como lo que quería ser desde el principio y no se atrevía a mostrar. ¿O es que nos hemos vuelto conspiranoicos? Quien rechace por cansancio (o eso que se viene llamando últimamente «pereza») sentarse a verla porque ya está harto de reina y de palacios y de llantitos, se equivocará. Porque lo que se ve es que los primeros que están hartos de todo eso son los productores, los guionistas y parece que hasta los actores. No hartos como cansados del trabajo; que no haya confusiones. Mejor hartos de bailarle el agua a una institución incomprensible, antipática (con toda la amplitud de sus acepciones, desde agria hasta falta total de empatía), borde, alunada, cara y muchas cosas más, todas feas.
Ya en la anterior temporada había algunas escenas de esas de sentir cierto escalofrío por contradictorias con lo que se suponía que venía queriendo ser el ecuánime tono de la serie: una desagradable Thatcher y el bobo de su marido son abandonados a su suerte en los laberintos del castillo de Balmoral, a pesar de haber sido invitados oficialmente, y de anunciárseles «copas a las 6 en el salón tal, y luego cena». Nadie les saluda ni recibe, salvo una criada. Y a la hora señalada salen de su cuarto, recorren tímidamente los pasillos y las escaleras del edificio y acaban oyendo jolgorio tras una puerta. Tímidamente la abren y se encuentran a toda la familia real, es decir, la versión extendida, que se diría hoy, unos quince o diecisiete personajes, encantados y carcajeantes como cualquier familión de fiesta jugando a algo así como las películas entre sofás y butacas. Y a los pocos segundos de la irrupción algunos empiezan a notar la presencia de los dos intrusos. Y se van callando. Y es la reina madre la que dice en voz alta lo que todos piensan: ¿pero qué quieren estos? Algún otro, quizá Felipe de Edimburgo, dice: ah, las copas. Y todos los presentes, uno por uno, se levantan de sus butacas y sofás y van saliendo del salón en silencio, evidentemente molestos, sin siquiera saludar a los dos invitados. La escena es más hiriente en la medida en que «los buenos», o sea Thatcher y su marido, se han mostrado muy vivamente en lo que llevamos de temporada como muy asquerosos. Y más todavía, llevando las sensaciones hasta el repelús, porque el matrimonio ha comentado frecuentemente su desagrado ante la clase alta, los modales de clase alta, el idioma de la clase alta (que por otro lado ella no se corta en intentar reproducir), y su orgullo de clase media no simplemente media sino media cutre, cominera, miope, sociópata, tacaña y egocéntrica (todo lo cual es visto por la primera ministra como las virtudes esenciales de lo británico que hay que restaurar, claro). Pero lo que se han encontrado al abrir esa puerta del desprecio antihospitalario ha sido todo lo contrario de la clase alta: una familia de esas que a menudo por esos países tildan despectivamente de «latina» o «mediterránea», pegando gritos todos a la vez, empujándose entre risas, agarrándose unos a otros y jugando nada menos a expresar algo con el cuerpo. En esa misma temporada pasada, poco antes o después de ese episodio, hay una discusión entre Carlos y su abuela, la omnipresente y destructora reina madre, en la que esta lo dice sin ambages: «Mira, majete: hay que guardar las formas, no ser populares sino distantes, no mezclarse con el pueblo sino distanciarse de él, porque tenemos que seguir dando a entender que no somos como ellos. Porque es muy difícil que todos sigan dejando que el trono sea sólo de esta familia y siga siendo sólo de esta familia, cuando hay otras que aspiran a él». Así de claro, de arbitrario y de voraz.
Probablemente la escena última (no la de Thatcher) es una licencia, aunque la verdad es que lo poco que se pronunció la reina madre en público significaba siempre eso mismo, con esas o con otras palabras. Es decir, prácticamente un tratado antimonárquico compendiado en un entretenido diálogo de dos líneas en lugar de extendido en 800 páginas de teoría.
Y en esta quinta temporada nos encontramos, de pronto, con algo así como la extensión de esa idea. Hay tantos palos de guión a la idea de una reina o una monarquía benéficas que cuesta mucho no pensar en intenciones pro-republicanas. Y más aún cuando se trata en casi todos los casos de sucesos, escenas, diálogos y actitudes esta vez documentadas por haber sido expuestas en público o por haber sido referidas por personajes que estuvieron involucrados. Por ejemplo, John Major, aquel primer ministro algo desdibujadete, que tuvo que aguantar (y se sabe muy bien esto, porque la cosa llegó al gabinete e incluso al parlamento mismo) una bronca borde y ácida de la reina, que insistía en que las reparaciones de su privadísimo yate Britannia se la pagara el pueblo británico; y ello después de unos minutos de poesía acerca de que era lo único suyo, propio, personal, y no como los palacios, que eran heredados. Personal, pero que me lo paguen otros. Y con un borderío puesto por la durísima Imelda Staunton que, para ser precisos, ese sí que no hay forma de saber hasta qué grado o con qué decimales fue puesto igual, o menos, o más (que es difícil) por la retratada. La mirada pasiva y por fin algo asustada de Major en esa escena, ante lo que al principio no parecía que fuera a ser un acto de galáctico egoísmo sociopático y antipolítico como al final estaba siendo, parece que expresa lo que cualquier espectador, monárquico o no, pero decente, probablemente sería normal que sintiera.
No hay esa blandura o esa conmiseración hacia la reina o la monarquía, o cosas de esa colección, de las que en alguna temporada anterior algunos han acusado a la serie. En esta quinta temporada, además, han desaparecido casi hasta los momentos que pudieran ser considerados neutrales o indiferentes. Vemos una Isabel II endurecida, y habiendo desarrollado callo de sílex incluso sobre esa misma falta de sentimientos que ella misma con sus propias palabras dice padecer al final de la temporada anterior. Lo siento, pero es que eso no me produce sentimientos. Con un poco de memoria, recordando la serie completa, o esperando a que nos escayolen una pierna y se nos acaben los dibujos del gato Silvestre, se puede recorrer entera la serie y a lo mejor ahora leeremos diferente esas miradas gloriosas de la primera reina, las de la actriz Claire Foy, que parecen pasmadas de pura compasión y a lo mejor ya estaban siendo, en la intención de la producción, simplemente pasmadas de pura incomprensión; y los silencios gravísimos de la segunda reina, la actriz Olivia Colman, de los que se podría decir algo muy parecido o exactamente igual, mira, se queda muda de espanto, pero no, no era de espanto, era de desconexión. Ahora Staunton no se corta y dispara sus ojos de cobalto y reprobación y castiga con una incisión sin anestesia hecha con sus labios apretados como unos alicates, y su (nadie diría que) hijo mayor tiene que bajar las orejas (no es una broma; perdón) y meter el rabo entre las piernas (oh, perdón de nuevo) y largarse de la habitación, a sus cincuenta años, sin permiso para cogerse unas vacaciones de una semana.
Se ha publicitado mucho esta nueva temporada como «la de Carlos y Diana»; salir, salen bastante, pero nos da en la nariz que eso es un cebo publicitario, porque esta temporada es, cotéjelo el lector renuente con cualquier cercano que la haya visto, la temporada de «monarquía, ¿para qué?» Es un placer que Carlos y Diana salgan tanto, sobre todo para contemplar un trabajo actoral como el de Elizabeth Debicki que, más allá de lo elemental (cuerpo cerrado tras los brazos cruzados, negación de escucha con la inclinación de cabeza, negación de mirada con el plano facial hacia el suelo, todo eso, digamos, fácilmente imitable), construye un personaje que, de no basarse en uno real, estaríamos aplaudiendo como una gran invención de esta época. Lo que hace con su voz exige, a lo mejor, el complicado currículum personal y vital y geográfico de la actriz, porque no es normal. A su lado, Dominic West se faja con un guión muy acabado, diríamos que bastante favorable a su personaje (quizá Carlos es el que, al acabar la temporada, queda como el único más o menos razonable), pero sobre todo con su falta asombrosa de parecido con el Carlos real, actualmente Carlos III de Inglaterra. También construye un personaje sólido, también nos lo creemos, pero… Oiga, pero es que ¿en qué se parece Imelda Staunton a la Isabel II verdadera? ¿Y Jonathan Pryce a Felipe de Edimburgo? Todos mucho menos que los originales intérpretes, Claire Foy, Matt Smith, y menos todavía que los ya no muy similares OliviaColman y el magnífico y nunca suficientemente alabado Tobias Menzies. Dejémonos llevar por la paranoia y supongamos que hay un plan en ello. Primero, os atraigo con peripecias de época y actores guapísimos y hasta parecidos con los personajes reales. Segundo, deterioro un poco el parecido ese, y escojo actores desde luego no de menor calidad pero cuyo físico ya no nos lleva a identificarlos tan fácilmente con los verdaderos que andan por ahí; eso sí, las situaciones y los diálogos ya no son «lo difícil que lo tiene la monarquía en esas circunstancias», sino «lo difícil que resulta comprender a la monarquía en estas circunstancias». En la tercera fase, que son las entregas 5ª, la actual, y la 6ª, futura, no hay visualmente nada que a primera vista nos lleve a recordar ni a identificar nada con la Isabel II que existió ni con el Carlos que sigue existiendo, ni prácticamente nadie de toda esa tropa, salvo el peinado que le han puesto y el estudio que Debicki ha hecho de su Diana. ¿Es un recorrido de exposición progresiva de las intenciones de producción? Porque lo que más llama la atención de esta temporada en cuanto al contenido es que ya rara vez se habla de algo de esa corona o esa reina o esos príncipes que se refiera sólo a ellos; todo lo que se dice y todo lo que se discute y todos los conflictos son y expresan y podrían ser perfectamente los de cualquier monarquía. Empezando por aquel «que me paguen MI yate» y acabando, por ejemplo, por la escena en la que hasta el mismo Felipe de Edimburgo defiende sus frecuentes visitas y su creciente afición hacia Penny Knatchbull (afición casta y pura, parece, además) «porque necesito a alguien con algo en la cabeza con lo que pueda conversar».
En fin, el personal de palacio oculta a la reina los periódicos en los que hay titulares que la disgustarán; cuando sale en la BBC la entrevista atómica a Diana la reina ni la ve, y se va al teatro; cuando salen encuestas en los que se iguala el gusto popular entre monarquía y república la reina lee claramente que «han arrasado», ojo al sujeto, «ellos», o sea «nosotros», o sea la familia.
La princesa Anna sale bien parada. Igual que, hace poco, en los funerales por su madre. ¿Será cierto que hay alguien rescatable? Esperamos con ansia la sexta temporada para responderlo. ¿O nos dejamos ya de tonterías y…?