YEARS AND YEARS

YEARS AND YEARS

Miniserie británica. HBO.

 

Hay que tener valor para hacer una obra de anticipación que se sitúa no ya dentro de 300 años o de 2.000 años, sino que empieza en 2022 y termina en 2030. Cuatro hermanos cuarentones, dos chicas y dos chicos, y su abuela nonagenaria, y sus hijos adolescentes, nos guían por esa década, o mejor por una de las décadas posibles de los años veinte, si se cumplen ciertas condiciones que el guión no se corta un pelo para enunciar: Trump pierde las elecciones, pero se niega a aceptarlo y prorroga sus mandatos, se diría que en plan vitalicio, igual que Putin. Este ha decidido dejarse de paños calientes y ha arrasado Ucrania, que es ahora muy principal productor de emigrantes y refugiados. China insiste en su expansión y construye islas artificiales… hasta que una de ellas es bombardeada por Estados Unidos con una explosión nuclear. Y ahí empezamos.

Es decir, empezamos no muy relajados, pero ese comienzo va a resultar un spa comparado con lo que nos espera en capítulos posteriores. Y es muy de señalar que, además, contado todo con ese enfoque británico peculiar para retratar la clase media (tan distinta de la norteamericana: no confundir), siempre a medio camino del Ken Loach menos miserabilista, pero algo cutrófilo, y la narración de vidrios y aceros de series como Line of Duty, directa, seca, prácticamente sin planos de situación. Ojo con perderse un diálogo o un plano, que se pierde uno algo relevante.

Nos interesa de esta serie su perspectiva lejana, se diría que sabia, representada por la abuela, que, a causa de su edad, ya las ha visto de todos los colores: hay momentos en que parece el fin de todo, puede que hasta el fin (bélico) de la humanidad, pero ella aguanta, entre la resignación de algunas ocasiones y la incredulidad de otras: no agitarse, no sofocarse, ya veréis como esto pasa (muy proyectable a nuestros epidémicos tiempos). Nos interesa también que entra de cabeza y sin pudores al meollo del problema de hoy: vaya mierda de políticos nos ha tocado en… más o menos esta década o algo así (y no por ello se mete en el barrizal nostálgico), estos nuevos políticos que están saliendo es por causa de los que tenemos. Emma Thompson borda una vez más el personaje aborrecible de la mujer populista, a la cual conocemos prácticamente sólo a través de la televisión que contemplan unos u otros de los hermanos, que construye su carrera política sobre las palabrotas, que suelta provocadora en los platós televisivos en entrevistas y debates, quedando «muy popular». Ella misma apela al pueblo, mirando a cámara, cada vez que la reprende el conductor de esos programas en directo: todos decimos palabrotas, ¿no? ¡Yo soy como ustedes! Y vemos de pronto que se trata de una hija de muchos padres: Trump, desde luego Boris Johnson, Jeremy Corbin, Berlusconi desde luego, increíblemente María Jesús Montero con su habla siempre impostadamente llana y actitud enfadada o disimulando muy visiblemente su enfado, a la que suponemos que los guionistas no conocen… O sí, porque, curiosamente, España es uno de los temas ajenos al principal que más aparece, y desde el principio hasta el final, con diferentes significados y funciones. España es el lugar de refugio del ucraniano gay novio del hermano menor, adonde este acude para llevárselo a Inglaterra, y también primer lugar de Europa en poner en marcha su «revolución de extrema izquierda» (sic), en la que esa facción del gobierno se hace con todo el control, y es contestada en las calles, y ríete de la plaza Sintagma y las obleas que repartían los Varoufakis. Lo cual da lugar a uno de los mejores momentos de la serie: hay que ir, en efecto, a rescatar de Madrid al novio gay asilado porque «el nuevo gobierno de extrema izquierda» ha anulado las protecciones a los gays. «¿Pero eso es propio de la izquierda?», pregunta otro hermano. «De la izquierda no sé, pero a la extrema izquierda nunca le han gustado los gays, en eso, como en casi todo lo demás, son lo mismo que la extrema derecha». Y pasamos a lo siguiente, porque cómo discutir eso.

En fin, aparecen elementos semiorwellianos; se guetifican en Londres estos y aquellos barrios sólo por su estadística de delitos; algunos personajes mueren y otros no; por supuesto la populista consigue todo el poder… y la vemos no saber qué responder una y otra vez a preguntas mínimamente sutiles, y vemos que su ignorancia es percibida por la gente, que aun así la vota.

Pero en nuestra opinión la serie y su escalofrío quedan condensados en dos momentos memorables. Primero, la política populista da una charla sobre lo único que sabe: «los campos de concentración los inventamos nosotros en la guerra de los Bóers, ¿a que ninguno de ustedes lo ha estudiado, a que no lo sabían? Nuestro Lord Kitchener, ese es su mérito, pero ¿a que no se menciona? ¿Saben por qué no se habla de ello, por qué se ha olvidado? Porque fueron un éxito, porque funcionaban». Segundo, tras el enésimo apagón general, cuando buscan el origen (ciber origen) la técnica concluye: «No podemos saberlo, no podemos rastrearlo. Lo mismo lo ha producido Rusia, o el Daesh, o unos adolescentes desde el ordenador de su cuarto.»

Sí, ya no hay hielo en el Polo Norte, no se come carne animal, el risotto a la castaña no se sazona con castañas sino con bacterias (para cultivar las cuales hay que usar castañas, eso sí), la hija mayor se inserta un móvil en la mano, y luego una tarjeta de memoria y conexión en la cabeza… Fruslerías. Sin que sea un intento de parafrasear lo que tantos han enunciado desde hace siglos, lo que deja claro la serie es que el mal trabaja y se extiende y jode sistemáticamente, sólo con que durante un segundo los demás se distraigan; pero que si las cosas se van a arreglar, eso va a depender de una puñetera casualidad, de una coincidencia, de una idea feliz o de un azar impredecible, que como no te pille alerta vas a dejar pasar.