Adiós, queridos perros

Micaela Esgueva

Aquí sólo hay tres o cuatro cosas que no nos podemos tomar a broma, porque nos reímos de lo que haga falta, como quizá ya se haya visto: desde Aristóteles a Žižek pasando por Hegel y, ya el acabose, hasta Kant: si hay risas que hacer, las hacemos; y aquí paz y después gloria. Por reírnos, nos reímos hasta de la Generación del 27, que es un delito (reírse de eso) que en la España actual se acerca bastante a pedir a gritos una pena de cancelación, digamos. Así que será por risas. Pero esas tres o cuatro cosas es que no podemos. No vamos a mencionar las otras, para no embrollar, y ahora nos limitaremos a lo que nos ha traído hasta aquí: los animales quizá en general, pero más probablemente los más cercanos y domésticos, y desde luego con toda seguridad perros y gatos. No nos podemos reír en ninguna situación y en ningún idioma del maltrato a los perros y los gatos y otros animalejos de ese estilo. Ni del que lo inflige, ni de los que lo jalean, ni de los que miran para otro lado y le quitan importancia.

No es que se trate de un asunto de rabiosa actualidad; más bien, como decía un amigo metafísco de la UCM, la metafísica es lo que siempre está de actualidad, y por eso muchos no ven que está siempre de actualidad. Uno diría que ha bajado la frecuencia y la facilidad con la que hace cuarenta y cincuenta años se veía por ahí un perro bajo una lluvia de pedradas, y no digamos cojo, o con el rabo amputado a todas luces a lo bestia, y con las orejas cortadas igualmente sin muchos signos de haberse hecho con cuidados clínicos, y otras variantes de burradas y salvajadas. Una diría que hoy todo eso es menos, porque ya no lo ve como antes lo veía casi seguro, sabiendo que lo iba a ver, en cuanto entraba con su coche por la carretera que atravesaba un pueblo. Desde perros muertos en la cuneta o en el mismo asfalto hasta moribundos, desnutridos, cojos y heridos y echados, por humanos o por ellos mismos, a un lado del cruce, suplicando el alivio de la muerte: todo esto no era en absoluto raro ni excepcional. Como no lo eran las diversiones de las pandillas de perseguir a un chucho, por ejemplo, como hemos dicho, a pedradas, o en ocasiones con la carabina, a ver quién acababa antes con él entre risotadas y felicitaciones. Siempre se nos dijo, y hemos aceptado la suposición, que siglos y siglos de vivir amenazados por la rabia, enfermedad espantosa y mortal casi siempre, acabaron consolidando esa especie de conducta de protección o de prevención, que por su frecuentación, como es aquí y esto de aquí es así, acabó confundiéndose y convirtiéndose en fiesta y jolgorio. 

Pero no ya hoy, sino que ni siquiera entonces había motivo para el jolgorio. No será necesario explicar a qué me refiero. No soy quién para condenar a generaciones y generaciones de personas que se permitían comportarse así con simples perros abandonados e inofensivos, sanos, simplemente desfallecidos, que buscaban de un pueblo a otro un mendrugo o una basura con la que acallar su hambre (no por casualidad se suele adjetivar de canina al hambre); perros que, condicionados por la evolución y por la herencia de confiar en el humano, confiaban,  llegando a un pueblo nuevo, en esos simpáticos jóvenes que se acercaban, sin poder prever, por supuesto, que estaba en los últimos minutos de su vida tras los estacazos que le iban a dar o el balín con el que le iban a perforar. Todos lo hacían; quiero decir, todos los humanos con capacidad para hacerlo. Los mozos que lo repetían no hacían más que eso, repetirlo. Nunca nos hicimos ni nos podríamos haber hecho amigos de ellos, pero hoy no vamos a caer en la funesta manía de las condenas retrospectivas, entre otras cosas porque sus padres y sus tíos y sus abuelos y todo el mundo cogía la camada de 5 cachorros de la perra cazadora, la metía en una arpillera y la tiraba al río con un buen lastre de piedras. Y eso en el mejor de los casos, porque a menudo el modo de deshacerse de los recién llegados indeseados era (y todavía hoy se descubre aquí o allá) el ahorcamiento. Esto del ahorcamiento de perros nos pone un poco más difícil hacer borrón y cuenta nueva, porque a nadie se le escapa que exige más premeditación, más cálculo y más esfuerzo, más precisión, y está bastante lejos de un comportamiento que nos resulta brutal pero que podemos clasificar sin mucha violencia en el cuadro de las conductas irreflexivas, casi automáticas, imitativas y tribales. Lo del ahorcamiento es otra cosa. Pero muy, muy frecuente. Y hoy mismo, como hemos dicho, se descubre de vez en cuando que, especialmente los galgos, cuando ya no son rentables (para la caza, para las apuestas y los concursos), aparecen colgados de un olivo por aquí o de un olmo por allá, sin escondite ni el más mínimo pudor.

Si hay alguien que nos merece el más intenso de nuestros ascos es el que maltrata a los perros, los golpea, los hiere, los estrangula o los apedrea. Y esto lo damos por extendido a los demás animales, y eso que entendemos que hay grados, cercanías, empatías diferenciales y todo eso; y eso que por entender, hasta conseguiríamos entender la caza salvo en alguna de sus modalidades y presentaciones.

Y ahora, sin duda como expresión de una mentalidad que se ha extendido en las últimas décadas en el conjunto de la población (quizá más bien la población urbana, pero hay tantos que afirman esto como quienes afirman lo contrario), los legisladores confeccionan normas para proteger a estos animales, pero influidos por tendencias más intensas que las del mero sentido común, o quizá que otra cosa también light pero operativa como es la antiguamente llamada buena voluntad, o ahora buen rollo. Así que han decidido ir más allá de las primeras propuestas, y prácticamente han llegado a imposibilitar la tenencia de uno de estos animales, los cuales, quizá haya que recordarlo, perdieron hace muchos siglos la capacidad de vivir sin los humanos. 

En primer lugar, se ha proclamado la condición de los animales como sujetos sintientes. Puede que esté bien que eso esté en las leyes, pero no hacía falta un foro tan elevado para afirmar eso: salvo tres brutos, que siempre los hay y desgraciadamente siempre los habrá, nadie en sus cabales deja hoy en día de saber que los animales sienten (a esto le falta una definición clara, por supuesto, pero nos quedamos de momento con la que se maneja comunmente), y que por sentir no sólo sienten dolor físico sino emociones como la alegría o la tristeza o la humillación; así que cuidado. Conocemos que el preocuparse por el bienestar de los animales, y por supuesto preocuparse más por los más próximos como las mascotas, no es en absoluto una excepción; y que sólo los que han tratado poco con ellos son capaces de esas barbaridades como el abandono en descampado o en la autovía y crímenes de ese estilo. 

Pero se ha dado una vez más el caso del legislador catequista, que posee la verdad y la doctrina, lo cual hace por definición que los que no son como él no posean ni esa verdad ni esa doctrina; y eso provoca automáticamente que el primero se sienta impelido a transmitir esa verdad al que (según él) todavía no la tiene, etcétera: y el resultado ¿cuál es? El mismo que con tantas otras medidas legislativas salvíficas y reveladas: que la zurra se la lleva el que no se metía con nadie, ni había hecho nada, y ¡ni siquiera! tenía una opinión contraria a la doctrina verdadera, sino que cuidaba de su perrito o su gatito con dedicación y sensibilidad, y además probablemente con algo de jovialidad y alegría, y puede que algunos con más obsesiones y otros con menos, pero es que tiene que haber más o menos de todo. Y así y en conjunto los millones de perros que hay en España iban viviendo sus cortas vidas con un bienestar y unas satisfacciones y unas necesidades cubiertas que nadie, ni en España ni en ningún otro país, hubiera imaginado apenas hace cien años. Pero llega el legislador revelado y de pronto obliga a todos a hacer un curso y titularse como no sabemos muy bien qué y tener en todo caso una licencia o un carnet para poder seguir con su perro o su gato. ¿Van a designar a las policías municipales para que vayan por ahí pidiendo el carnet a quien vean paseando aun perro? A ver, el carnet; y los papeles del perro (y no es broma que también existen «los papeles del seguro» para perros); y ponga las manos encima del lomo del chucho, y los pies bien separados. ¿O qué? 

¿Un curso de formación para los que tienen perro? ¿Creen que con eso van a evitar que esa porción de idiotas desalmados que compran un perro y a los pocos días lo abandonan dejen de ser así? ¿No se dan cuenta de que a ese curso sólo van a ir aquellos a los que no les haría falta ir, y están diseñando con rotring la aparición de unos nuevos ilegales, «los que tienen perro sin carnet», como los que conducen sin carnet o manipulan alimentos sin licencia?

Esa creencia supersticiosa en el poder de legislar para cambiar estas partes de la sociedad más lejanas al Estado, que en realidad es la misma de imponer una religión por ley o unas costumbres decentes (para mí) y sanas (para mí), nunca ha llevado a nada bueno, y menos al fin que dicen perseguir. Sólo a la creación de comités, observatorios, academias, gestorías y «órganos de gobierno» de la materia con gentes muy encorbatadas y muy superiores a los demás, que a menudo no han tenido un perro en su vida (o no han tenido nunca el carnet de conducir), pero saben, porque así se lo ha comunicado algún diosecillo, lo que es bueno para los demás.

O a lo mejor lleva a que en poco tiempo ya nadie quiera tener un perro, por toda esa burocracia y sumisión que acaban de adherirle. Que a lo mejor es de lo que se trata en el fondo.