15 May Colaboradores políticos imposibles
Rafael Rodríguez Tapia
Prolongando las consideraciones sobre los ultras y sobre las autoridades teóricas antiguas, hay personas y grupos que usan ambas herramientas, abierta o solapadamente, para ofrecer una apariencia de colaboradores políticos, pero con el único fin verdadero, como se comprueba siempre al final, de deteriorar o imposibilitar esa colaboración entre otros.
La noción de colaboradores políticos es central en estas reflexiones. Es necesaria más precisión en la caracterización de los grupos o las propuestas políticas que ese simple y heredado «demócrata» que viene de los tiempos en los que era mucho más radical la posibilidad de situarse entre los partidarios o los enemigos de la democracia. Y siendo la democracia, precisamente en esas épocas, la opción de mayor probabilidad de éxito, todos se apresuraban a proclamar su carácter de demócratas, fuese verdaderamente esta una condición de su pensamiento o no. En la actualidad, por causas muy complejas y a veces hasta difíciles de creer, lo de ser demócrata no es una opción de prestigio automático que todos intentan que se les atribuya siendo o no siendo verdad que lo son. La aparición o más bien el crecimiento de las posturas políticas conocidas en conjunto como populistas en la primera década del siglo XXI ha traído discursos aparentemente nuevos y, tal como los presentan sus autores, desprejuiciados. Este adjetivo, tan querido desde las arremetidas hippies de los sesenta y las posteriores más o menos confusas entre las propuestas de Laing, Lacan, el primer ecologismo que se quería pariente extravagante del nudismo y el naturismo y unos receptores de las propuestas de la revolución sexual menos atentos a la ideología que a la práctica, resurge en la vida pública, y desde luego en la artística y la política con la frecuencia de los eclipses lunares, y siempre se presenta como la primera vez. En lo que respecta a la política del siglo XXI, así se han vendido esos populismos, todos sin excepción ufanos de presentarse «sin lastres del pasado», con la misión «de renovar la sangre de la sociedad» y frases de esa categoría. Y eso los identifica inmediatamente como colaboradores políticos imposibles.
Sucede que, como mínimo, junto a esas proclamas de desprejuiciamiento, estas fuerzas políticas, o personalidades individuales en algunos casos, ofrecen como apoyo de sus palabras, una vez más, argumentos de autoridad como los comentados más arriba, siempre apegados a fórmulas y nociones (y oportunidades o inoportunidades) del pasado, como lo son por definición. De modo que ese adanismo que a menudo se les achaca muy correctamente es, además de adanismo, falso adanismo. No es extraño ni infrecuente que cualquiera de estas fuerzas populistas, a la postre enemigas de la colaboración política, presenten lemas electorales, o inter-electorales publicitarios, como «Empieza todo», «Por fin hemos llegado», «El pueblo al poder» y similares. Por más que considerados con distancia puedan parecer inaceptables de puro ingenuos (y falsos), cada uno en su momento consigue aplausos y adhesiones hasta de personajes ya veteranos de la política de los que se esperaría algo más de análisis y sensatez. En cualquier caso, esos lemas, de los que no hay fuerza populista de derecha o de izquierda a la que podamos recurrir para introducir un caso de excepción que no los muestren, ofrecen un mensaje suficientemente claro de esa supuesta «nueva sangre» que dicen traer a la política; pero inmediatamente comienzan su autocancelación al desarrollar un discurso que, de nuevo sin excepción, no hace más que referencias a logros del pasado, en general remoto y hasta mítico, que son los que hoy se quieren igualar. Y con el deleite en el recuerdo de esos logros, reales o sólo interpretados como tales, se introduce en el discurso, se diría que inevitablemente desde un punto de vista lógico, el insulto, el desprecio y el escarnio de los que hoy no esgrimen esos logros como logros, sino que o no los mencionan o incluso los mencionan como errores del pasado. (En España tenemos más que sobradas muestras de este galimatías retórico entre los que han idealizado una ya más que lejana república que hoy, como «progresistas», afirman que quieren resucitar, y los que, en el lado de enfrente de la discusión, sólo recuerdan de esa república sus horrores: por supuesto, ambos casos totalizan su comentario como si fuera el único posible.)
Lo cierto es que no hay salidas alternativas: las fuerzas que se ha convenido en llamar «populistas» y que han irrumpido prácticamente en todas las democracias avanzadas en este primer cuarto del siglo XXI son sin excepción extremadamente reaccionarias, por mucho que unas se proclamen simplemente «esencialistas» y «sencillas y naturales», y las otras fieramente «progresistas», «populares», y hasta «revolucionarias».
Las primeras ofrecen la impresión de querer contener la expresión de sus idealizaciones bajo una capa de «percepción de las cosas tal y como son», algo así como de «naturalidad». Se venden y se presentan como «gentes normales» de las que sufren todos los días la opresión del Estado (en general hay cierta infección en ese lado del espectro político del virus ultraliberal), o de los que con regodeo llaman a menudo «progres». Ellos no quieren más que todos volvamos a vivir del modo que era «natural» antes de cierto acontecimiento más bien apocalíptico que, por otro lado, nunca sitúan con precisión (en España se agarraron durante un tiempo a la Transición que demolió el franquismo, pero hoy en día eso ya no vende y, sin embargo, siguen hablando como si siguieran hablando de ello). Hay, al parecer, una «esencia» nacional que recuperar o a la que debemos volver tras haberla abandonado, al dejar atrás costumbres aunque su ranciedad aconsejara olvidarlas, tradiciones, aunque sus contenidos sean inaceptables para una razón mínima y objetivos colectivos, aunque estos incluso en el tiempo en que fueron proclamados tales ya sólo lo eran de una élite.
Las fuerzas populistas que se proclaman «progresistas» llegan a decir con toda claridad que si las fuerzas anteriores o las generaciones anteriores hubieran hecho algo positivo, hoy no habría problemas: de modo que, como hoy hay problemas, eso significa que los anteriores no han hecho nada ni por la libertad ni por la igualdad ni por remediar las injusticias ni por remediar las carencias. Así que menos mal que hemos llegado nosotros, porque ahora sí que va a desaparecer la opresión y la desigualdad del mundo. Esto es mucho más peligroso de lo que parece, porque no se queda en simple discurso escolar. Y como todo el mundo disfruta en alguna ocasión del ensueño de darle a un botón y que desaparezca la pobreza, o el dolor, o la injusticia, las fuerzas que proclaman de sí mismas ser ese botón reúnen a su alrededor mucha población que las apoya y, llegado el caso, las vota. Y que acude a sus convocatorias de actos y acciones de proclama o coerción sobre otras fuerzas políticas o sobre personalidades individuales que no son de su gusto porque, según su discurso, «no hacen nada» contra esos problemas. Y, por fin, que hoy en día colaboran con la ejecución o son las mismas ejecutoras de las acciones de censura, castigo, persecución, acoso y cancelación del diferente, o disidente, o independiente.
Las personas, los grupos y los partidos que buscan restauraciones de supuestas esencias perdidas o que se creen con derecho de prohibir y castigar la disidencia por su linaje divino no participan y no pueden participar de la construcción democrática de la sociedad, y no se conoce un solo caso en el que, a pesar de ser como son, hayan conseguido llevarse a posiciones desde las que pueden participar de una filosofía de la colaboración.