Continuidad del sermón

Continuidad del sermón

No hace mucho tiempo, y en estos mismos parajes, y durante muchas, muchas décadas, algunos de los idiotas que llegaban al gobierno en sus diferentes escalones y grados se creían que con ello adquirían también el derecho de arengar sobre costumbres y conductas. Por esas cosas raras de la vida, o quizá no tan raras, además de sus cargazos o carguitos relacionados con la adquisición de maderas para traviesas de las primeras vías férreas (y de las segundas, y de las un siglo después), por ejemplo, parecían haber recibido la misión de velar por la pureza de las vidas y la rectitud moral de las gentes. ¿Quiénes se creían que eran ellos, apenas nada más que abogadillos o simples ingenieretes civiles, o en alguna ocasión algún mediquín, o lidercito más o menos sindical, o ni siquiera, para añadir a sus inauguraciones y a sus peroratas en el Congreso, o en coloquios, o ante la prensa, llamadas a la veneración de la castidad, o del decoro según lo entendían ellos, o al respeto de los que consideraban y llamaban «valores tradicionales»? ¿Por qué se atrevían a manejar expresiones como «la propuesta disolvente de Fulano» y similares, dando por sobreentendida la condena sólo con ese adjetivo, para calificar cualquier párrafo de cualquier autor que propusiera o comentara o describiera cualquier cosa que a ellos les hiciera sentirse incómodos?

¿Cómo no se daban cuenta de que un cargo de gobernador civil de la provincia, o de subsecretario del ministerio de fomento, o no digamos ya un grado de comandante de infantería, o mucho menos todavía una sotana ganada en competición de sofismas teológicos, les daban autoridad alguna para dirigirse a las gentes y decirles cómo tenían que ser, cómo tenían que hablar, qué palabras era bueno emplear y qué palabras no, cómo era correcto cortejar y cómo no era correcto, qué tenían que pensar acerca de ellos mismos y de los otros, y de la comida y de los chuletones, y del otro sexo y del sexo?

¿Qué nivel de estupidez y de abandono personal, de negligencia del orgullo mínimo, les permitía tronar como si fuera sano o digno o normal, para rechazar la lectura de un libro, «¡Pero si está en el Índice!»? ¿Qué habían hecho con ellos, que llegaban a su edad adulta ya deformados de servidumbre intelectual, de obediencia a los peores, y de soberbia autoritaria sobre los que casi sin excepción eran gentes mejores que ellos, gentes que, por eso, entre otras cosas, se dedicaban a desarrollar sus profesiones o simplemente a ganarse la vida con esforzados oficios, o a cuidar las enfermedades y las comidas y los sueños de sus familias?

Basta un vistazo a la literatura de hace dos siglos o siglo y medio, o sólo un siglo, para conocer sin dudas que, a pesar de ellos, siempre hubo personas que se zafaban de la autoridad de esos fantoches de púlpito y tribuna. Y los que se zafaban no pertenecían a esta clase o a aquella otra, ni eran de un sector profesional ni de otro en particular, ni eran todos varones ni todas mujeres; y más o menos como los que vivían atemorizados y desfilando al ominoso compás que marcaban los predicadores civiles, eclesiásticos, militares o simplemente perturbados en general con sus tambores, en número similar había personas que por azares afortunados o por tutores valientes o por profesores heroicos conseguían vivir sus vidas guiados por la esperanza de la razón, de la tolerancia y de la inteligencia.

Siempre ha habido gente que ha entendido que no tener todo no era lo mismo que no tener nada, y que mejor concebir un horizonte hacia el que dirigirse que acatar una consigna que cumplir.

Aquellos obispos que dictaminaban cómo se debía bailar y a qué distancia del compañero, o en qué compañía, acabaron siendo ridiculizados hasta por sus propios camaradas. ¿Cómo no percibían los sumisos las risas que se desataban cuando salía aquel monseñor Guerra en la televisión nacional dando unas prédicas ridículas? ¿Cómo es posible que alguien se creyera de verdad que las personas normales entendían siquiera el idioma blandorro y codificado, intraducible a lengua comprensible, con el que se las agredía desde la autoridad moral autoatribuida de personajes con fusta y mitra, alguno de los principales de los cuales, eso sí, iba a continuación a visitar a su amante en Aravaca?

Lo que quiere la gente es vivir la vida con sus alegrías y sus penas, y hacer que las primeras sean más a ser posible, y ver crecer a sus hijos, y tener amigos y hablar con ellos, y en el mejor de los casos tener trabajos bonitos o relevantes que le sumen aprecio y prestigio, y llevarse lo mejor posible con todos los que pueda. Al menos, da esa impresión.

Lo que no parece es que las personas estén ávidas de lecciones y lemas y consignas, pasivas y esperando el siguiente sermón que les diga cómo tienen que hablar o comer o vivir o moverse.

Tampoco parece que muchos de los que ocupan cargos hayan cambiado demasiado desde aquellos cenicientos y sofísticos años cincuenta y sesenta hasta hoy mismo. No parece que haya mucha diferencia entre propuestas como «la pureza indubitable de la mujer hispana se ve agredida con estas actitudes» y «hay que acabar con esa mirada sexualizadora de la mujer». Y a ambas frases las separan casi 80 años y, lo que es más engañoso, algunos dirían que todo el espectro político intermedio. A nosotros nos da la impresión de que más bien están a un mismo lado de ese espectro, pero unos lo camuflan bajo apariencias progresistas.

La mejor lección al respecto la dio un estudiante allá por los setenta. En la (en ese centro obligatoria) clase de religión, el caradura del profesor dedicó varias sesiones a poner a los alumnos a comentar el reciente y estruendoso estreno cinematográfico de la original película Jesucristo Superstar. La verdad es que para lo que habían manifestado hasta el momento los portadores de sotanas y vestimentas afines, resultaba de lo más extraño que, de pronto, todos estuvieran encantados con el rock: esa música poco menos que del diablo, vehículo seguro de concupiscencias y escándalos. Pero ahora no, qué bueno es el rock si lleva este mensaje. ¿Qué mensaje? Pues como no estaba claro, era eso lo que ponían a los alumnos a confeccionar. «¿Cuál es el valor testimonial de la película?», preguntaban. Tras muchas intentonas por parte de unos y otros, por fin un compañero dio con la clave: «pues que han visto que como sigan cantando como monjas, aquí no se va a apuntar nadie a misa».

Los enemigos del sexo y de la alegría, los enemigos de jugar con cochecitos o con muñecas, los enemigos de la carne de vacuno, los enemigos de la convivencia en igualdad entre sexos, los enemigos del fútbol como «deporte machista» (precisamente el año del ascenso del fútbol femenino en España, con el primer Balón de Oro y todo) resulta que sueltan exactamente los mismos mensajes que ese monseñor Guerra hace cincuenta años. Pero ahora camuflados de rock, no sea que los monseñores se queden sin que nadie vaya a misa. O camuflados de otra cosa que a lo mejor ni ellos mismos perciben.